Hizo que me sentara en un rincón que miraba hacia no sabía adonde, ya que solo pude ver un vacío sin color desde allí.
La ausencia de todo, ¿o la presencia de nada?, adormecieron mis reflejos que despertaron cuando vi nacer un resplandor brillante delante de mis ojos. Le siguió un revoltijo de colores, unas manchas informes y chillonas sin forma ni sentido para mí.
Una mano se apoyó en mi hombro, invitándome a caminar. Era la mano de quien me había traído.
Muy alto y erecto, él irradiaba autoridad.
– Ven – me dijo – Tú no estás preparado aún. Vuelves – y me guió hasta el elevador en el cual habíamos llegado.
Hacia abajo, vertical, el viaje fue súbito.
– Adiós –, le oí decir cuando la puerta cerraba, y agregó, – Cumple —
Corté cada cordón con mis dientes. Eran seis, y ya peleaban por un pezón. Agotada, me recosté sobre la gramilla, alerta. En la selva no es fácil cumplir con lo debido.
Él, satisfecho, esbozó la misma sonrisa de siempre. Caminó hacia el elevador.
Otro llegaba.
Roberto Tchechenistky Zazulie