De todo el cuerpo, lo que más me dolía era la cintura. Lo de tener que pasar la pierna por detrás de la cabeza me resultó imposible. Había tomado clases de yoga, pero no como para convertirme en un yogui. Aunque presumía que iba a tener tiempo de adentrarme en un nuevo pronombre, dejaría de ser “el interior”, para ser “mi interior”.

Cuando había conseguido una postura que aligeraba las molestias en la cintura, sobrevino una angustia diferente a la que latía en mí antes de oír el llamado que hicieron las patrullas.

Ya no eran los impuestos, el alquiler, la cuota de la tarjeta. Comencé a preguntarme si este tiempo cilíndrico había existido siempre. Un tiempo cilíndrico dentro de otro. Como la manga de la remera metida dentro de la otra, a la que recurríamos cuando éramos pibes y caía la tarde durante los partidos de fútbol en la canchita. Amedrentábamos el frío cruzándonos de brazos. Yo acostumbraba, además, a morder el cuello de la remera, estirarla hasta que me cubriera parte de la cara.

No podía quejarme por la caja que me habían entregado. Si bien no era de doble cartón, a los que esperaban detrás, por lo que alcancé a ver, se las darían aún más endebles, de las que al primer movimiento brusco se desarmarían dejándolos totalmente expuestos. Tampoco me animé a mirar de nuevo hacia atrás, porque no sabía si había cajas para todos.

Sí, al principio dolió acomodar cada parte del cuerpo. Primero llevé los brazos por detrás de la cintura, probé a los costados, pero los codos empujaban las paredes. Finalmente opté por abrazarme las piernas que había arrebujado contra el torso, y me permitían al mismo tiempo apoyar la cabeza sobre las rodillas para descansar.

Cuando reaparecía la angustia por la escasez del espacio, pensaba en los que por no haber abonado el aporte mensual de salud universal, deberían enfrentarse a la muerte de modos inimaginables. Las descripciones que nos llegaban hablaban de llagas que se extendían por el cuerpo y al estar en contacto con la bacteria, reventaban. Entonces, como cuando vemos a alguien rascarse la cabeza con ahínco, yo corroboraba con las yemas de los dedos, que mis pantorrillas estuvieran sanas. De inmediato valoraba poder elevar y bajar los talones, y contar hasta cien, o el número que se me dieran las ganas. Jamás hubiese imaginado encontrar delicadeza en esos movimientos de elevación que antes hubiese considerado una descripción típica de un bailarín amanerado. Sin embargo, de haber podido, hubiese girado sobre mí mismo en puntas de pie con los brazos extendidos. La realidad me obligaba más bien a recogerme como el cisne negro de la película.

Perder la noción del día y de la hora era abrumador. Si bien antes de la aparición de la bacteria creía que el tiempo me sacaba ventaja, y era yo el que corría detrás, desde que me entregaron la caja me di cuenta de que no importaba quién fuese adelante, descubrí que hay un tiempo quieto, y que por estático que sea no deja de ser parte de ese tiempo que antes creía desgranarse a cada paso como migas de pan. Sin embargo, mientras esperábamos a que la bacteria desapareciera, entendí que no es necesario llegar a ninguna parte para sentirnos bien.

Ya no sabía si era el amanecer, o si era de noche, mis pupilas no se adaptaban como las de un gato. Por momentos tenía la sensación de que nos cambiaban de lugar, y si así era, y nos habían apilado, era porque había aumentado la cantidad de infectados. Tomar conciencia de la situación me hacía tener palpitaciones indomables, ahogarme en mi propio sudor, y sentir como las contracturas me presionaban la médula. Puede parecer contradictorio, pero me alegraba saber que los sacudones hacia uno y otro lado de la caja existían, y no eran inventos de mi cabeza que siempre se las había ingeniado para generar nuevos síntomas.

Trataba de distraerme enfocándome en otra cosa, pero no hacía más que cambiar de preocupación. Me atormentaba creer que olvidaría por completo los rasgos de Paula. Para detener el desgaste de su imagen inventé “el método”. ”El método” consistía en colgar sus prendas en la soga. La camisa negra, la de lunares blancos. Paula es una fanática de los lunares y, por ende, una ferviente seguidora de Yayoi  Kusama. Nunca me atreví a decirle que verla vestida siempre con ropa a lunares me tenía cansado, pero ahora los echaba de menos.

Los pantalones anchos se inflaban al colgarlos cuando en mi mente había viento. Debía ponerle más broches para sujetarlos de la cintura porque temía que se desprendieran de la soga, como cuando ella se escurría entre mis brazos durante el juego de los amantes que huyen buscando ser atrapados por los brazos del otro. Su piel. Cómo echaba de menos el perfume a duraznos que se desprendía de su piel. El químico con el que rociaban las cajas lo anulaba todo. Me esforzaba por sentirlo, pero solo lograba dibujar en el aire la figura del fruto.

El olfato había sido ferozmente anulado de mis sentidos. Lo intentaba con otros olores que no podían fallar: el del tuco con albaca de la nona, que llegaba hasta la tranquera de la casa cuando íbamos a almorzar los domingos, del que solo lograba visualizar los relieves del plato que rebosaba de mostacholes. Pero del perfume que invadía la cocina, nada.

Nunca le pregunté a Paula si tengo un olor especial. Uno que lo asociara solamente a mí. No niego que el haber descubierto la pérdida del olfato no me hubiese afectado, pero no era más que otra ley que rige la vida. Si algo se gana, irremediablemente algo se pierde. Y en ese caso, aunque incompleto, no era tan terrible perder algo para poder resistir dentro de las cuatro paredes que me rodeaban. Si es que se podían denominar “paredes” a esta estructura de cartón, y si es que antes de que apareciera la bacteria, podía considerarme una persona completa.

No sabría decir si “completo” sugería “lleno”, porque de miedos sí que andaba lleno. Había días en los que me sentía enjaulado. Atención al público, ya saben…  No había un día en que los usuarios no elevaran el tono de voz, o nos acusaran de ser desconsiderados o inútiles. ¡Desconsiderados! Como si nosotros impusiéramos las reglas. Pasaba las horas de trabajo atajando agresiones. Pero ellos qué iban a saber. Ponerse en nuestro lugar  no estaba en sus planes, ni les interesaba. Bastaba con sentarse a observarlos durante media mientras hacían la cola. Para cuando llegaban a la ventanilla, lo hacían cebados por la manada que no era capaz de mantenerse ordenada sin pisar la línea a la espera de ser llamados.

De no ser por el vidrio que nos separaba, llevaríamos marcas de los dedos impresas en nuestras frentes. Por eso sentía familiaridad con lo de estar encerrado, porque vivía momentos en los que la presión en el pecho era tan fuerte que no podía respirar. A pesar de ello cumplía con mi trabajo. Qué paradójico, ¿no? Desde el momento en que apareció la bacteria a todos nos tocó esperar. Imaginaba a esos machitos que defendían su razón a los insultos, tener que replegarse  dentro de una caja. Porque para pasar un semáforo en rojo o conducir con el carnet vencido eran todos abogados, argumentos que ahora no servían de nada.

Mi filosofía era que todo vuelve tarde o temprano. Por eso creo que el origami en el que me iba transformando era el de un pájaro, y el de esas personas que se llevaban todo por delante, era el de un bollo apretujado por una mano superior. O peor aún, por una bacteria. Debieron replegarse no con el orgullo de las marionetas después de una función, sino con el peligro que corren las bestias de ahogarse en el estupor de su propio aliento.

Habíamos quedado con Paula en encontrarnos por la tarde en el café de siempre. Estaba ordenando el papeleo de los lunes cuando comenzaron los patrullajes. El mensaje que se oía a través de los parlantes era claro. Dudé en dejar mi puesto antes de haber comenzado la jornada laboral, incluso salí con carpetas debajo del brazo y tuve que volver para dejarlas sobre el escritorio. Cuando me asomé por la ventana vi como corrían hacia la dirección que indicaban a través de los altavoces. Comunicaban que serían entregadas una caja por persona. Dudé. Dudé pero salí para mezclarme entre los que llegaban a la Oficina de Tránsito. Mientras aceleraba el paso llamé a Paula. La voz agitada con la que respondió me indicó que corría tan rápido como yo.  Le prometí que pase lo que pase yo no dejaría de buscarla. Se burló con esa vocecita que ponía cuando me hacía una broma o me imitaba. Su actitud me tranquilizó.

Mientras estábamos en la cola oí hablar de la peste española, ovnis, organización del gobierno, apocalipsis, y el enojo de Dios. Lo cierto es que fue todo muy confuso. Cuando nos pidieron que nos quitáramos la ropa y dejáramos las pertenencias antes de meternos en la caja, además de sentir pudor, no pude dejar de pensar en cámaras de gas. No sé si fue por el miedo, pero armé la caja en dos minutos.  Las instrucciones eran básicas. Tanto, que un niño podría armarlas con los ojos cerrados. Después, apareció el sentimiento de culpa. ¿Y los que no sabían leer, los que vivían de desarmar y apilar cartones en lugar de armar? Debieron de hacer algo con ellos, porque en esa ocasión no se los podía dejar afuera. Por lo menos, no más afuera de lo que ya estaban. Salvo que existiera un término que determinara el afuera del afuera, y nosotros, los que supuestamente estábamos adentro, desconocíamos lo que significa vivir apilados. Esa imagen, la de estar apilados, que se me instaló en la cabeza, despertó mi lado paranoico. ¿Y si estaban observando nuestro comportamiento?

No había tenido en cuenta que en estos días me había masturbado pensando en Paula. Entré en pánico de pensar que me habían visto toquetearme sin pudor, como un mono. Los días siguientes traté de mantenerme indiferente con respecto a mi cuerpo. Evitaba pasar las manos por las pantorrillas, apenas movía la cabeza para sacarme el pelo de la cara y poder respirar con libertad. Esa fue otra de las obsesiones que tuve que controlar. Creer que moriría asfixiado por la maraña de mis pelos. Pensar ahora en la posible muerte por asfixia me parece una locura.

Supongo que cuando a través de los  altavoces nos informaron que podíamos salir, que lo peor había pasado, se instaló la duda en cada uno de nosotros. ¿Era seguro salir? ¿Habrían tapado las fosas comunes, o nos habrían estado leyendo una novela de ficción mientras concretaban el verdadero plan?

Paula se rio de mí. Yo también lo hubiese hecho si después de los abrazos y besos del reencuentro, hubiese descubierto que Paula conservaba un pedazo de cartón de la caja como recuerdo. Quizás porque de cierta forma no quería regresar a mi antigua vida, o porque tenemos la mala costumbre de no soltar lo que nos hizo daño. Yo también me reí, al tiempo que me alivió reconocer que seguía siendo humano.

Sobre El Autor

Luciana Sofía Barragán. Mar del Plata 1975. Es Técnica Superior en Periodismo y Producción Radial. Ha publicado en medios gráficos y en diversas antologías. En 2019 editó su libro de cuentos “Perros de ira”.

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