(Nota publicada originalmente en Revista Seda en enero de 2012)
La profesora Tanabe, quien dedicara su vida a difundir la cultura japonesa en nuestra lengua, nos acerca el perfil del este genial narrador y poeta que hasta hace semanas, constituía una de los huecos más notorios en las librerías de habla hispana. Publicado originalmente en el suplemento Pachamama Nº7, reproducimos el texto con permiso de sus editores.
El alimento intelectual en la infancia de quien escribe estas líneas estuvo constituido principalmente por los bellos cuentos para niños del poeta Miyazawa Kenji. Su mundo de fantasía fue razón suficiente para hacer olvidar a muchos niños japoneses, antes de que el país se convirtiera en una potencia económica mundial, sus estómagos vacíos.
El Saint-Exupéry japonés, poeta y cuentista, nació el 17 de agosto de 1896 en la prefectura de IWATE, en el norte de Japón. En vida publicó, por su propia cuenta, un libro de poemas y otro de cuentos para niños, los cuales sólo fueron conocidos por un reducido círculo de aficionados a la literatura en su prefectura. Sólo es hasta después de su muerte que su obra sale a la luz pública, y su valor literario reconocido y apreciado en el mundo entero.
Kenji estudió en la Escuela de Agronomía de la ciudad de Morioka, capital de IWATE, y casi toda su vida la dedicó a la enseñanza y al mejoramiento de las técnicas agropecuarias. Simultáneamente escribía poemas y cuentos infantiles, y también profundizaba los estudios de budismo. En 1921 trabajó como profesor en una escuela de agricultura y tres años después, retirado en una choza solitaria, se dedicó de lleno a escribir, dando comienzo al libro Introducción al arte campesino, en el cual desarrolla la teoría de la reorganización de su pueblo natal basada en la práctica de la ciencia y el arte.
En 1931, a causa del excesivo trabajo y la mala alimentación, cae enfermo, y mientras se hallaba postrado en la cama escribe el famoso poema «No sucumbir a la lluvia» (Ame nimo makezu). Dos años más tarde, victima nuevamente de la misma enfermedad, fallece a la temprana edad de treinta y nueve años. Seria casi imprudente ubicar a Kenji dentro de la historia literaria japonesa, pues nunca vivió de su arte y, como ingeniero agrónomo, luchó ferozmente por el mejoramiento de las miserables condiciones de vida de los campesinos de su tierra, siempre empapados de sudor y con las manos sucias de lodo.
En la primera etapa de su vida, mientras era estudiante de la Escuela de Agronomía, escribió numerosos tanka, el molde poético tradicional japonés de treinta y un sílabas. Más tarde se dedicó al verso libre y a los cuentos para niños. En 1921 se dirigió a Tokio, donde permaneció algunos meses profundizando y confirmando su creencia en el budismo, doctrina que dejó una profunda huella en sus obras posteriores, signadas por el misticismo derivado de la teoría de la cuarta dimensión y la misericordia búdica.
Las diversas facetas que conforman la personalidad de Kenji (poeta, cuentista, ingeniero agrónomo y místico budista) no están aisladas, sino que, por el contrario, se hallan en perfecta armonía en el marco de una personalidad que vivió consagrada al idealismo. Su arte no puede separarse de su vida de agrónomo, así como su mundo de fantasía no puede desligarse de su convivencia con los campesinos.
En la actualidad, transcurridos cincuenta años desde su muerte, se habla de la modernidad revolucionaria de su poesía, plena de hallazgos novedosos e insólitos, y de términos tomados de la meteorología, la astrología, la metalurgia, la agronomía y las ciencias naturales. Las condiciones penosas y miserables a que se encontraban sometidos los campesinos de su prefectura a menudo le ofrecían material para sus obras, aunque sus conocimientos científicos y el razonamiento no eran suficientes para resolver los problemas en una región donde la naturaleza era una amenaza constante: la nieve, el frío, las inundaciones, el granizo, la sequía. Generalmente, la ciencia – nuevas técnicas agropecuarias y fertilizantes – no tenía ninguna utilidad frente a las leyes naturales, o, dicho en otros términos, frente a la causalidad búdica. La mayoría de las veces, nuestro poeta no tenía otra alternativa que sentarse a llorar junto con los campesinos y sufrir su destino.
Sus poemas no eran nunca escritos en el sólido ambiente de un estudio o una habitación, sino que surgían como gemidos bajo tormentas impías y granizadas que asolaban el campo.
En su poema «La primavera y el demonio» Kenji canta:
Ay, en lo agrio y lo pálido de la ira
en el fondo de la luz de la atmósfera de abril
yo no ando como demonio
escupiendo y rechinando los dientes.
(El paisaje se mece entre mis lágrimas)
En el poema «Zona de sequía» leemos:
Era una manada de niños escolares
con los dedos llagados
y sombras oscuras entre las cejas
destinados ya por su karma.
El idealismo de Kenji tenía un límite y él lo sabía muy bien. También sabía que la inteligencia humana se halla estrictamente limitada. Por eso, en los últimos años de su vida, el budismo le sirvió de refugio. En 1926 se fue a vivir a una choza humilde de las afueras del pueblo de Hanamaki, y allí terminó de escribir su obra maestra: Introducción al arte campesino, mientras daba conferencias sobre arte y agronomía en los pueblos vecinos. Pero el excesivo trabajo y las actividades pesadas fueron demasiado para el joven ingeniero, quien, mal nutrido y enfermo, murió el 21 de septiembre de 1933.