Poeta, periodista, astróloga, viajera, Paula Jiménez España nació en Buenos Aires en 1969. Los setenta son el marco de una infancia donde la música y los libros fueron la salvación: el canto, los colmaos que hacían sus parientes españoles; y también Miguel Hernández y Federico García Lorca en la biblioteca de mamá azuzando el fuego del lenguaje.

En poesía publicó Ser feliz en Baltimore (Nusud, 2001), Formas (Terraza, 2002), la casa en la avenida (Terraza, 2004), la mala vida (Bajo la Luna, 2007; Caleta Olivia, 2019), Ni jota (Abeja Reina, 2008), Espacios naturales (Bajo la Luna, 2009), La vuelta (Simulcoop, 2013), Paisaje alrededor (Bajo la Luna, 2014), Canciones de amor (27 Pulqui / Vox, 2015), y Terrores nocturnos (El ojo del mármol, 2017), entre otros. En narrativa: Pollera pantalón / Cuentos de género (La Mariposa y la Iguana, 2012).

Paula tiene una mirada descarnada sobre los noventa, que trajeron el hielo ambiental, el destripamiento espiritual y una asepsia del sentir que paralizó toda intensidad lírica. Aunque hubo también, para la poesía, en pleno fin de las ideas, otros noventa. La música toda, el águila, un viaje de tambor, un barco a lo lejos, la obsidiana y la ruda, pueden ser lo pequeño del mundo, lo cotidiano, y también lo excepcional. Pues la palabra poética es inconsciente colectivo, memoria ontológica, danza arquetípica; y el poema hace justicia, porque es político.

 

Todo lo que no tiene fin
se limita en lo que sí lo tiene.
Anhelás
ese torrente que no llega,
dejarte ir en él, en la cascada que
por saber que cada gota volverá
no siente
más que sosiego en la caída.
“Sosiego”

 

“porque fragilidad / no siempre es miedo, dice el pájaro”. ¿Cuál es el origen de los cantos del chamán? Empecemos por esa luz.

El origen es una anécdota. Hace muchos años visité a un chamán que hizo conmigo un “viaje de tambor”. Mientras él tocaba, yo seguía mentalmente el vuelo de un águila, que era, me dijo, mi animal de poder. Esta experiencia se transformó en una serie de poemas metafísicos que formaron parte de un libro que primero se llamó Sosiego y se terminó publicando con el nombre de Terrores nocturnos en 2017. Digo metafísicos porque tocan una realidad física y simbólica al mismo tiempo, extraordinaria, un plano donde la palabra poética se acerca a la canalización, por eso por momentos se torna sentenciosa y puede afirmar, por ejemplo, que fragilidad no siempre es miedo. Creo que en el poema que vos citás, es el chamán quien enuncia un pensamiento que le escuché una vez a alguien tener sobre una flor. Decía que a pesar de ser lo mas frágil del mundo, hasta la manito de un bebé puede arrancarla, una flor no siente miedo. Fue una gran enseñanza para mí entender que la mayor fortaleza radica en no ocultar la vulnerabilidad. El poema es efecto de lo que me conmueve y lo que me conmueve es el lenguaje, o los lenguajes. Mi hija usando sus miradas, sus grititos, sus movimientos para comunicarse de un modo tan profundo con nosotras, está pasando por el período más poético de la vida: ya hay lenguaje, pero no aparecieron todavía ideas moralizantes sobre ese sistema en formación. A ese lugar busca volver la poesía, a esa incertidumbre inicial que es a la vez plena de sentido.

¿El poema es un refugio? ¿De qué se hace el poema?

No lo creo, al menos no lo es para mí. A lo sumo, yo seré algunas veces refugio para la poesía que es una energía superior que está en el aire, buscando una vía para manifestarse. Decir que el poema es un refugio es reducirlo, volverlo conquista del ego. La palabra poética está hablándonos desde un inconsciente colectivo, desde un acervo de memoria ontológica, una danza arquetípica. Los poetas solo le damos forma para hacerla circular. El único refugio posible en ese caso para el yo es desaparecer durante el acto de escritura, descansar en el olvido de la cuita personal e integrar esa marea simbólica a la que le debemos todo porque somos su efecto. ¿Qué es ese todo que le debemos? Lo que le aporta la gota al mar, la humildad.

Lo cotidiano ocupa un lugar fundamental en tu poética: “No pasa nada hoy, más que un barco a lo lejos / y al compás de la espera balancea / sus piernas olvidadas en el borde del muelle”. ¿Cómo deviene poema la vida?

Vi esa escena en Guayaquil, hace más de veinte años. Era un pescador en el malecón, seguramente esperando llevar algo a su mesa en un día totalmente calmo, una situación posiblemente cotidiana para él que no lo era para mí. Para mí era excepcional. De todas maneras, respondiendo a tu pregunta sobre lo cotidiano en mi poesía, hasta los hábitos propios más rutinarios gracias a una mirada inocente, como enseñan los poetas del haiku,  se vuelven particulares. O como decía Rilke: que quien no encuentra inspiración solo tiene que remontarse a su infancia. Y la infancia es el período de la vida más reglamentado y a la vez el más creativo y novedoso. Mi cotidianidad es vivificada a través de la luz poética no solo cuando tengo la suerte de escribirla o leerla, sino en otros momentos también, de los que no queda registro. Hay entonces asombro, un rejuvenecimiento que tiene que ver con crear nuevos sentidos a partir de la ruptura, aparecen el encantamiento y el humor gracias a una incomodidad perceptiva. El poema pone la lupa sobre cuestiones pequeñas para enaltercerlas y baja de un pedestal lo que lo cristalizador de la cultura propone como valorable. Hace justicia, política en el mejor sentido.

El gran protagonista de Paisaje alrededor, como lo anticipa el título, es el paisaje: su flora, su fauna y el amor. Costa Azul, Punta del diablo, Costa Marsupial, Guayaquil, Esteros del Iberá, El Hauico, Areco, Coroico son sólo algunos de los escenarios. ¿De qué modo se configura esa geografía?

Esa geografía se configura como una búsqueda externa de aspectos internos, paisajes que con sus contradicciones -como Esteros del Iberá, donde aparecen la belleza y el peligro en igual medida- reflejan una escena íntima, a veces compartida con otra persona. En Paisaje alrededor casi todos los poemas llevan el nombre de un sitio latinoamericano. Es un libro publicado en 2014 con una influencia de un clima político que destronó a Europa de su hegemonía cultural -eso había ocurrido en los 90- y devolvió su mística y su belleza a la tierra que pisamos. Si bien son casi todos poemas de amor, es un amor indivisible del escenario donde se despliega. En Esteros, por ejemplo, el salvajismo de ese escenario correntino tiene una continuidad con la pasión amorosa. Costa Marsupial es el único tópico ficcionado, es el espacio mental, donde perdura el dolor de una pérdida amorosa.  En San Antonio de Areco, es la historia familiar la que habla: el río en el que se bañaba mi padre junto a su propio padre es el de las palabras, donde se origina también mi voz. Con Huaico hice un homenaje a la poeta Macky Corbalán, fallecida el mismo año en que se publicó Paisaje alrededor, cuatro después de haber veraneado juntas en ese paraje cordobés. Eso circundante del paisaje es también interior –alude al libro de Mirta Rosenberg, Paisaje interior-. Otra forma de decirlo es con las palabras de Roberto Juarroz: en el centro de la fiesta está el vacío/ Pero en el centro del vacío hay otra fiesta. Porque el yo, que pese a Freud y a Copérnico sigue pensándose el hilo de una historia, el sol de una constelación de experiencias, medida del tiempo, foco de las miradas, ese yo está en realidad siempre dentro y fuera de sí, viajando.

Hambre, merca, apatía, la mala vida es también radiografía y testimonio de una década funesta. “A veces llamaba preguntando: ¿esta noche / querrás que te cuide a los chicos? Si decías / que sí, contestaba ¿cuántos? Para hablarle / en secreto a su clientela había inventado / esa suerte de morse por el cual / un hijo y un papel / daban lo mismo”. ¿Qué significaron los noventa? ¿Y para la poesía?

En el 91 murió Batato Barea, el gran difusor de la poesía en el under. Yo leo esa pérdida como una especie de anticipación a una época difícil de resistir para quienes habían habitado el desborde, la incorrección, la expresividad, la descompresión de los 80. Batato se asomó a las puertas, no de la percepción, que en él estaban muy abiertas, sino a las de la decepción generacional y se fue en el momento en que se instalaba un sistema político helado que bajaba la tremenda temperatura de los 80. Ese hielo ambiental, esa asepsia que de pronto nos hizo sentir que todo “sentir” era cosa del pasado, tuvo su droga. Asistimos al pretendido fin de las ideologías bajo los efectos paralizantes de la merca. Para mí, de todos modos, está bien haber conocido esos “submundos” que por aquella época a una chica de clase media, educada en escuela católica, recibida en la UBA, le estaban vedados. Como no había causas políticas que defender, todo nuestro arrojo estaba puesto en entrar a un asentamiento de madrugada, a una villa, al Fuerte Apache y vivir una experiencia vertiginosa para nuestra clase social.  No todo el mundo pasó por estas situaciones en los años del semillero neoliberal -que hoy se encuentra dando sus grandes frutos-, pero considero que aquella era una invención de sentido igual que otras, que organizaba nuestras vidas y se traducía también poéticamente. Caída de las idealizaciones (que no fueran materiales), conformismo, desalojo de toda la intensidad lírica de los prometedores años 80, era un poco el clima imperante. Pero entre la exacerbación post dictadura y el desencanto neoliberal, surgieron a medio camino escrituras que labraron su propio lugar estético y ético, herederas, en gran parte, del boom de las mujeres que habían publicado poesía durante la década anterior. Hablo de Verónica Viola Fisher, Andi Nachon, Bárbara Belloc, Claudia Masin, Martín Rodríguez, Teresa Arijón y Osvaldo Bossi (que ya venían haciendose oir desde la década anterior), Hernán Lagreca, solo por dar algunos de los tantos nombres que más sonaron para mí en aquél momento. Ellos hicieron los otros 90, los 90 con los que me sentí identificada.

“Quienes inventan una línea que divide el bien del mal son ellos”, dice Claudia Prado en la contratapa de ese libro (la mala vida, reeditado por Caleta Olivia en 2019). ¿El bien y el mal qué son?

En el último poema de ese libro, yo digo que queríamos una vida al revés de las demás, pero era igual jugando con una polarización que no era tal, ni entonces ni nunca. La expresión mala vida usada para aludir a la vida nocturna, al consumo de alcohol, de drogas, o incluso al ejercicio de la prostitución: una mujer de mala vida, es una contraposición ingenua a la buena vida, la diurna, el trabajo, la familia. Los protagonistas de ese libro creen saber de qué lado de esta grieta ilusoria están y si están ahí es para escapar, por momentos, de la monotonía, de la regla. En realidad no hay manera de escapar del sistema consumiendo las drogas que él mismo nos ofrece. Es como dijo Audre Lorde: Nunca se podrá demoler la casa del amo con las herramientas del amo. En otra línea de sentido, corrernos de la certeza de que hay bien y hay mal es una operación para que el peligro se vuelva inidentificable y para que desconfiemos de las verdaderas alianzas, de paso. No existe tal cosa, parecen decirnos, contra la evidencia de que la esclavitud racial, sexual, infantil, animal, ha sido la constante de todas las épocas. En otras palabras, si el mal existía en esos años, como ha existido siempre, obviamente no estaba en esos lugares asociados a la moral de la época que nos hacían ver de uno u otro lado del cuento. El mal estaba ahí, sobre nosotros, apropiándose de las luchas que dieran una razón de ser a nuestras vidas. Y por otro lado, eran años de mala vida en un sentido literal, el ascenso de los valores materiales por sobre las creencias y los ideales, la falta de perspectiva a futuro, el destripamiento espiritual que sufrió la coyuntura social. El uno a uno: hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.  

Mariquita, Eva y María son las protagonistas de los primeros cuentos de Pollera pantalón (La mariposa y la iguana, 2012), donde distintas mujeres enfrentan un mundo completamente desangelado, narrado con un humor que lo ilumina. “Tú eres el hombre con el que quiero estar. Me gustas así, cobarde, pusilánime”, le dice al pasar Miss Mary a Sir Levy en el cuento homónimo. Son narraciones en las que hay criadas, patriarcado, institución familiar y religiosa, feroz capitalismo, cuentos atravesados por la conciencia de clase y el género. ¿Cómo nacen esas historias? ¿Pensás que el humor encuentra mejor urdimbre en la prosa que en el verso? ¿Cuáles son los límites que se desdibujan entre la narración y el poema?

En mi caso el humor, que es una parte importantísima para mí, encuentra mucho más asidero en la prosa que en la poesía. Una de mis poetas preferidas es Susana Thénon que logró tantas veces lo que muy pocas conseguí yo con un poema, generar esa chispa de sentido que no solo haga reír, es una operatoria profunda para desmontar lo instituido en y desde el lenguaje. Susana con los juegos de palabras y los recursos encontró un modo único de desenmascarar, de exponer el absurdo de las hegemonías intelectuales: agarrate fuerte/ es la cultura/ lo cual significa:/ que unos araban los campos y de allí salían plantas/ y otros araban encéfalos y de allí salían/ los hermanos Karamazov. Tengo entendido que con Alejandra Pizarnik tenían una relación amistosa y me imagino lo que se deben haber reído juntas. Siempre recuerdo su Tolstoy/ Total Stoy, como otras millones de descomposiciones linguisticas que aparecen en textos como La bucanera de Pernambuco. En el momento en que escribí Pollera pantalón venía de leer a César Aira, Copi, Saki, algunas novelas de Dalmiro Sáenz. Me reí muchísimo con Lo impenetrable, de Griselda Gámbaro y también con Pálido fuego de Vladimir Nabokov. Sentía una gran influencia de esas prosas y fue muy natural para mí expresar el humor por esa vía. No sé cuales son los límites entre el verso y la narrativa más allá de cuestiones formales, pero sí que en mí son como corrientes de aire distintas que a veces, por momentos, se tocan.

“Aquella era la época de los aullidos largos / finísimos, pinchando nuestras horas de desvelo / con su aguja delgada” (Terrores nocturnos, “Luz mala, 1976”). ¿Cómo recordás los años de la infancia? ¿Cómo nace tu fascinación por el lenguaje?

Viví una infancia en dictadura, así que recuerdo lo cotidiano como bañado por un tono penumbroso. Luces bajas en la casa, preocupación, silencio. Ya lo dije otras veces, de ese clima imperante para mí (iba a una escuela católica apadrinada por la gendarmería) me salvaban la música, los cassettes que escuchábamos los domingos en el auto cuando nos íbamos de paseo, los colmaos que hacían mis parientes, todos españoles, en los que cantaban, recitaban y tocaban instrumentos caseros alrededor de una mesa, y las incursiones que hacía a la biblioteca de mi mamá cuando se iba a trabajar. Esperaba ese momento para entrar en su habitación y sacar los libros de poesía, como si fuera algo prohibido, que probablemente lo era al menos en el caso de Miguel Hernández y Federico García Lorca. Leía a los españoles, también a Alfonsina Storni, a Borges poeta, a las antologías de poesía hispanoamericana. Por todo eso, además de los versos que nos hacían estudiar de memoria en la escuela, yo asumía que la poesía era siempre rimada. A esa marca inicial, de la que nunca me pude alejar del todo, se debe que yo busque lo mismo, que cada vez que escribo me suba al barco de la musicalidad al mismo tiempo que al del sentido. Son lo mismo para mí.  Ritmo y sentido no están separados, leí una vez que escribió Octavio Paz, pero la verdad es que eso me lo dice mi propia experiencia por sobre todas las cosas.

En Canciones de amor, “Chica material” reza: “Amigo, los días que vivimos / son una torva: contra la evanescencia / de los años 90 somos pura sustancia / luz o agua, intocables / y tocados por la vara de un sueño. Si te vieras”. Janis, el amor, la música, nuevamente los noventa, ¿qué significa para vos ese libro?

En el libro que mencionás la relación con la música es intencional, porque busqué que el disparador fuera el cancionero del final de mi adolescencia. Janis, que había muerto en el 73, volvió a ponerse de moda entre los jóvenes, o por lo menos entre mis amigos, a finales de los 80, principios de los 90. Me acuerdo que una noche la escuché a Vivi Scaliza, una de las voces de las Black and blues, cantar en una radio zonal de Haedo Boby Mac Gee y Mercedes Benz, dos de los temas más difundidos de la Joplin. Creo que fue uno de los momentos más plenos de mi vida aquella noche, aquella mística, en la que una voz que escuchaba por primera vez me hablaba, le hablaba a toda esa revolución que había adentro mío. Eso era poesía, sin dudas, la madre de todas las artes, de toda la magia. Me llevé a Janis y a Vivi como un talismán para enfrentar ese desarraigo de los 90, son un tronco del que aún salen ramas, hojas, flores con las que enfrentar la descomposición. Cuando vi Aquarius, la película de Kleber Mendonça Filho, en la que actuaba Sonia Braga, me encontré con la defensa de eso que Gabo Ferro llamó una vez “música pre industrial”, para referirse a la que él mismo hacía. Creo que Gabo era fiel a esta época de la que hablo, en la que la materialidad todavía estaba asociada al espíritu y los procesos creativos arraigaban en la interioridad por sobre toda espectativa de éxito. Tengo nostalgia de esos años. Por eso escribí Canciones de amor, por eso y porque me había enamorado y el amor real te regresa siempre al momento en que la humanidad está viva, salvada de cualquier degradación.

“A veces se cree / haber sido en lo que se ha soñado, emerge / la duda sobre el linde que separa esos mundos / y fosforece por siempre en la memoria / un hueso de la noche”. ¿Qué diálogo se abre entre sueño y poesía?

Creo que lo que quiero decir en esos versos es que a veces los sueños tienen estatuto de realidad, pasan a formar parte de los recuerdos. Hay sueños que quedan como un hecho más dentro de la constelación de experiencias y fosforecen por siempre en la memoria. Sueño y poesía parten del mismo lugar, podría ser el de las piedras del fondo del mar entre la cuales nadan los peces sin ojos. No tener los ojos abiertos hacia lo que nos rodea, nos permite mirar adentro y movernos dentro de una realidad regida por sus propias leyes. Es el segundo paso, claro, el primero sí fue contemplar alrededor. Poesía y sueño son dos puentes. Dos procesos psíquicos parecidos en los que se cuela una información de otro orden, una información mágica, porque viene de las imágenes y no de la razón. Cuando en el poema ponemos razón, cae. Cuando en el sueño podemos pensar, nos despertamos, fracasa el aislamiento. Sueños y poemas son fuera del tiempo. Por eso se descansa a través de ellos. Cuando soñamos y leemos poesía o la escribimos, nos fugamos hacia un espacio común con los otros seres de la naturaleza.

También la muerte está presente en tu poética: “… la muerte / se rige por las leyes de la vida / que también ignora a dónde va”, son versos hacia el final de Terrores nocturnos, que por cierto abre con una cita de Cioran: “En el Paraíso, los objetos y los seres, cercados por todas partes por la luz, no proyectaban sombra. Es decir, que no tenían realidad, como todo lo que no se encuentra mancillado por las tinieblas ni habitado por la muerte”. ¿Cuál es tu idea de la muerte, qué resonancias te trae?

Elegí esa cita de Ciorán porque creo que adquiere realidad, sustancia, aquello que en sí mismo lleva la información de la muerte. Algo que no está sucediendo en este presente en el que si la muerte acecha es porque es el fantasma de un castillo que le compramos a otros, una posibilidad impensada antes, originada afuera. Me acuerdo siempre de un libro de Paul Auster en que contaba que todo lo que podía decir su familia sobre su hermana paciente psiquiátrica era que había contraído una patología, no se preguntaban qué tenían que ver con su padecer.  Sinceramente, no sabría cómo escribir poesía sin ese sentido de la fugacidad, sin esa impotencia que me hace vulnerable, expuesta, humana.

“Así se fuga el tiempo en su espiral / de luz intermitente / y sin embargo, aún frente a la sombra / que baña al Paraná, y crece / el minuto que pasa / se detiene en el río.” ¿Qué es el tiempo, Paula?

Es algo que le sucede a la conciencia, ni siquiera te diría que a la materia, que siempre se regenera. Pero la poesía es una estrategia de esa conciencia para descentrarse, para alcanzar la lucidez por fuera del sufrimiento o superarlo. La manifestación del no tiempo irrumpiendo en la temporalidad que la conciencia deposita en los cuerpos. Para mí, como el amor, la poesía es una forma de libertad porque nada de lo que habita en su casa puede medirse.

 

Sobre El Autor

Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Escribe poesía, literatura infanto juvenil, y se dedica también a la dramaturgia. Se formó como actriz con Carlos Gandolfo, Augusto Fernándes y Pompeyo Audivert, entre otros maestros. Da clases de literatura, talleres de escritura y de teatro. Co-fundadora y Jefa de Redacción del portal Evaristo cultural, es editora del sello Evaristo Editorial. Como periodista cultural, colaboró a su vez en diversas publicaciones (Revista Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla -México-; Agulha Revista de Cultura -Brasil-; Hablar de Poesía -Argentina-, entre otras). Se dedica también al trabajo social. En 2019 recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes para su proyecto Poéticas de la percepción / Entrevistas sobre poesía. Es parte del equipo de Gestión y políticas culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.

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