Las películas basadas en la vida real, en especial aquellas que se refieren a problemáticas políticas, son un arma de doble filo a la hora de elaborar una crítica.
Por un lado, se plantea la dificultad de dilucidar si lo que se muestra en pantalla posee correlato con lo ocurrido en la realidad. Dado que ningún espectador promedio posee los recursos para ponerse a verificar los datos presentados, siempre resulta conveniente que, más allá de que un cartelito indique “basado en la vida real”, se contemple como ficción. Está la realidad, está la mirada del autor, están las intenciones de los actores, está el recorte del guionista… Son tantas las interferencias que, aún con las mejores intenciones, lo más probable es que poco de la realidad quede en la pantalla. Lo que nos lleva a concluir que las películas basadas en la vida real deben ser vistas simplemente como películas.
Pero siempre hay un pero. Y es el otro lado del arma de doble filo. Las películas basadas en la vida real, en especial aquellas que se refieren a problemáticas políticas, poseen la virtud, si están bien hechas, de tocar fibras sensibles del espectador que van más allá de una experiencia cinematográfica. En ese sentido, y en esos pocos casos en que el género se transforma en virtuoso, el cartelito “basado en la vida real” funciona como incomodidad. Plantea preguntas, genera que uno establezca comparaciones, que uno revise (no necesariamente descarte, puede confirmarlas) posturas personales. No solo en relación a lo que se muestra en la pantalla (y habría ocurrido en la realidad) sino en relación con lo que ocurre en donde habitamos (justamente, la realidad). La experiencia cinematográfica, entonces, se convierte en virtud, cumple a rajatabla con aquella máxima que indica que el arte debe incomodar, promover un cambio.
“Oslo”, entonces, la diminuta (en presupuesto y en promoción) película de HBO, se erige en este 2021 como virtud apabullante.
El argumento es simple e interesante: luego de décadas de enfrentamientos entre palestinos e israelíes, y de que en ese período fracasaran todas las vías de negociación que se hubiera intentado instalar, un matrimonio noruego especialista en relaciones internacionales se propone edificar, por la suya y sin amparo institucional (de hecho, rechazando específicamente cualquier intervención institucional), un diálogo. Simplemente eso: un canal de diálogo entre palestinos e israelíes. Apelan a la convivencia, a no intervenir en las negociaciones y a que haya espacio para que todos interactúen entre sí.
La lógica que presenta “Oslo” resulta apasionante porque se posiciona en las antípodas del modelo Disney: al odio no lo vence el amor, sino simplemente el reconocer que el objeto del odio es un ser humano, con virtudes y falencias. No es preciso amar para que desaparezca el odio, no es preciso que todos piensen o deseen lo mismo. Si fuera así, la convivencia resultaría imposible. Alcanza con que cada uno reconozca que el otro existe y que posee sus razones, por más que no las comparta y por más que se enfrente a ellas.
Así, el matrimonio de noruegos apela al humor (particularmente genial el chiste de cómo el Mossad encuentra un conejo en un bosque), al relato biográfico, a lo que hace humanos a todos esos hombres (porque son todos hombres) que se odian.
Ver esa película en un país que desde hace tres décadas parece, a nivel odios pero no de violencias, la franja de Gaza, resulta un plus. Ver a ese matrimonio desde una tierra arrasada, en la que fracasaron los proyectos de los bandos que se odian (si no hubieran fracasado, sería imposible que nos encontremos donde nos hallamos), resulta incómodo. Interpela. Genera preguntas. Regala hipótesis (lo cual, para los tiempos que corren, es muchísimo).
El amor no vence al odio. Reconocerse como ser humano, sí.
Título: Oslo
Dirección: Bartlett Sher
Guión: J. T. Rogers (basada en su obra de teatro)
Elenco: Ruth Wilson, Andrew Scott y otros
Disponible en HBO