Lansky, la flamante película de Eytan Rockaway con Harvey Keitel como el afamado gángster, es plausible de ser abordada desde distintos ángulos.

Una de las primeras cuestiones es técnica, o más precisamente económica (y cómo eso afecta a la técnica). Lansky es, para el modo de producción norteamericano, una película barata. Director casi desconocido que hace lo que puede con el dinero que consiguió, y se nota. Eso es palpable sobre todo en el elenco: salvo Keitel, Worthington y Magaro, no hay primeras figuras (y en esto hay generosidad con Worthington y Magaro, incluyéndolos entre primeras), y eso obra en desmedro del drama, ya que los actores de reparto dicen sus líneas con emociones plagadas de lugares comunes, que el director no logró maximizar. Pero, en defensa de Rockaway, hay que decir que salvo por ese detalle si se quiere menor (al fin y al cabo, todo el peso actoral recae sobre los protagónicos), logra sacar agua de las piedras. La película está plagada de escenas en el pasado (la verdadera pesadilla de los productores, que saben que encarecen estratosféricamente cualquier presupuesto), y cada una de ellas resulta verosímil. Desde ese ángulo, Lansky es un film que podría ser visto por productores para aprender cómo salir con dignidad del presupuesto acotado, en vez de recurrir al latiguillo “es que no teníamos plata” para justificar un bodrio.

Un segundo abordaje es netamente histórico. Es evidente que el siglo XX estuvo demarcado por figuras con Churchill, Roosevelt, Stalin o Hitler. Lo interesante es que, bajo esas figuras de primera línea de las acciones, se agazapan otras igualmente trascendentes para entender por qué ocurrió lo que pasó. Las segundas líneas o, si se prefiere, el submundo, las bases sobre las que se movían las figuras más reconocibles. Meyer Lansky, su vida, como bien señala en un momento el personaje del biógrafo en la película, es un gran ejemplo del siglo XX. Lansky conformó la tríada con Lucky Luciano y Bugsy Siegel que permitió que la mafia norteamericana subiera varios escalones en la pirámide de poder. Ya no se trataba solo del manejo de las calles, sino del dinero. En ese sentido, la película no intenta explicar el por qué de la mafia (es decir, que más allá de sus múltiples y más que cuestionables transgresiones responde a una necesidad social de orden y defensa propia en sectores a los que la protección del Estado no accede, como por ejemplo las comunidades de inmigrantes, porque de lo contrario no conseguiría existir), sino el cómo y sus alcances. Y lo hace muy bien, con una mirada fría por más que todo pareciera surgir del relato del Lansky anciano. Retrata la visión empresaria (“era muy bueno con los números”, dice), la genialidad de Luciano de obviar los racismos y unir mafias judías e italianas, y también la forma en que esas organizaciones criminales resultaban útiles y de ayuda a las organizaciones legales (el apoyo interno durante la Segunda Guerra, el aporte multimillonario para que pudiera fundarse el estado de Israel). Lansky no oculta lo despiadado del personaje, pero con honestidad intelectual refleja los claroscuros, más que del ser que aborda, del mundo que lo rodeaba.

Un tercer ángulo (y podría haber más, pero tampoco hay que eternizar esta crítica) es Harvey Keitel. A sus 82 años, le toca interpretar a un Meyer Lansky de 82 años. Un ser que sabe que se va a morir, y contrata a un biógrafo para que publique un libro con su vida luego del final que se avecina (no antes, porque tendría repercusiones legales). Keitel, un actor maravilloso y frecuentemente desaprovechado, le otorga a Lansky una paleta completa de emociones y gestos, incluso dentro de una aparente parsimonia. En su vejez, Keitel le regala vitalidad a la vejez de Lansky. No en movimientos, porque muestra lo quejumbroso de un cuerpo octogenario, sino en miradas, matices de voz. Keitel hace un Lansky dulce, pero también temible. Lo interesante es que lo peligroso radica solo en ciertas miradas y en una única frase (“si usted me traiciona, bueno, habría consecuencias”), ya que luego dice barbaridades en tono cómplice, como de chiste. Keitel logra comprender que ese tipo que, al menos en su relato, nunca había ejecutado a nadie con sus propias manos, poseía una serie de códigos imbatibles como su amistad con Siegel o su postura siempre abierta a ayudar a la comunidad judía. Keitel no rechaza que se trataba de un psicópata, y justamente por eso le brinda, a esa ausencia de humanidad, de una humanidad enternecedora, entrañable si se quiere.

¿Es Lansky una gran película? Definitivamente no. Pero es un film que muestra con honestidad sus limitaciones, que plantea con coraje sus buenas intenciones, y que nos regala a un Harvey Keitel en estado de gracia. Un actor que a los 82 años nos permite disfrutarlo y al mismo tiempo comenzar a sospechar que vamos a extrañarlo muchísimo.

 

 

 

Título: Lansky

Dirección: Eytan Rockaway

Guión: Eytan Rockaway y otros

Elenco: Harvey Keitel, Sam Worthington, John Magaro y otros

Sobre El Autor

Escritor, periodista y licenciado en sociología, Diego Grillo Trubba ha ganado diversos premios de relato y novela, destacando entre su obra títulos como Los discípulos o Crímenes coloniales.

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