Del origen como partida
“Cuando al comienzo Elohím creó el cielo y la tierra” (capítulo 1, versículo 1 del Génesis).
La mayoría de las traducciones suelen comenzar con “Al principio”, “En el comienzo”. Pero el término “Bereshít”, la primera palabra del Génesis, habla de una continuidad, lo que hace que la oración pueda leerse de corrido hasta el versículo tres. Comenzar con el vocablo “Cuando” es congruente con la manera en que se iniciaban los relatos cosmogónicos de la región. El especialista en historia y pensamiento judío, Daniel Colodenco, aclara que el libro del Génesis no comienza con la letra Alef, que es la primera letra del alfabeto hebreo, sino con la Bet (de Bereshít), sugiriendo así que el valor numérico de la letra bet es dos, pues apunta a la existencia de dos mundos: el que se vive y el que está por venir. Por su parte, Rashí responde a la pregunta central del inicio del texto de por qué el Pentateuco, texto eminentemente legal, no comienza con la prescripción de un precepto.
Al igual que en diversas cosmogonías, comenzar con la creación es la raíz fundante de la fe.
El lenguaje, fuente de conocimiento sobre el mundo en el Génesis, es atribuido originariamente a Dios. Un lenguaje no sólo descriptivo sino constructor de realidad, más fuera que dentro de la naturaleza, nos precisa Joseph Stern en su obra Language.
“Entonces Elohím dijo: Que haya luz y hubo luz” (capítulo 1, versículo 3). La palabra, el lenguaje, se constituye en fuerza creadora de Dios. Más tarde, el cristianismo lo denominó “verbo divino” o “logos”.
Construir el cosmos, el punto de convergencia de lo visible con lo invisible, constituye el centro de la cosmogonía y la teogonía en la tradición literaria. El ejercicio de la memoria en el poeta, esa función platónica, le permite descifrar los acontecimientos que evoca; una forma particular de conocimiento.
Eduardo Mallea habla del discernimiento auroral de algunos escritores, entre los que menciona a Jorge Luis Borges. La cosmogonía, como modo de acercamiento al universo, está en la palabra del poeta, ese logos mediatizado por la memoria. Inventar y descubrir en latín son dos palabras sinónimas. Inventar y descubrir, dice Borges, es recordar. En el poema titulado “Cosmogonía”, perteneciente al libro La rosa profunda, Borges detalla los principios, los comienzos: “Ni tiniebla ni caos. La tiniebla/ Requiere ojos que ven, como el sonido/ Y el silencio requieren del oído, / Y el espejo, la forma que lo puebla. / Ni el espacio ni el tiempo. Ni siquiera/ Una divinidad que premedita/ El silencio anterior a la primera/ Noche del tiempo, que será infinita/ El gran río de Heráclito el Oscuro/ Su irrevocable curso no ha emprendido/ Que el pasado fluye hacia el futuro/ Que el olvido fluye hacia el olvido. / Algo que ya padece. Al que implora. / Después la historia universal. Ahora”.
La palabra es la que indica el camino hacia el origen en Borges. La memoria en el poeta restablece la experiencia del origen en donde aparecen integrados lo finito con lo infinito. La ontología borgiana es heraclítea, por la cual el motor del Ser es el movimiento. De modo que la memoria es sobre aquello que será. Allí radica la significación cosmogónica del poema: “Después. Ahora”.
La cosmogonía marca el comienzo del mundo planteando la presencia del hombre y su relación con él. “El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva/ Todo sucede por primera vez” continúa el poeta en “La dicha”.
Ahora bien, la dicha es la felicidad, el goce, pero también aquello dicho, ese decir. Miguel Espejo en su libro La celebración del origen alude al concepto etimológico del vocablo, derivado del latín “oriri”, “salir los astros”, ser oriundo. A la misma etimología latina pertenecen aborigen y oriente relacionados con la palabra comienzo y con los verbos: surgir, nacer, levantarse, aparecer.
Si en Borges la Palabra indica el camino hacia el origen (tanto por el rasgo de rememoración de su fuente platónica, como en la concepción donde la voz lleva al futuro por ese movimiento constante del pasado) y el lenguaje es entendido como entrada a un mundo, en Miguel Espejo, la Palabra deviene una salida. Allí radica la celebración, en la liturgia del origen y en el origen como partida. De modo tal que todo el poema en Espejo adquiere el tono del des-encanto. Su singular mirada poética atraviesa las diversas escenas históricas, aún trágicas, con el fin de desandar la cultura. Por ello, me animo a decir que Celebración del origen es el anverso del poema “Cosmogonía”. La Palabra no construye mundo, sino que, en una estrategia de la lengua, Miguel Espejo prueba salirse, salir del mundo (de la cultura) para adentrarse al germen de la naturaleza.
¿Quién sufre más el verdugo o la canción? se pregunta el poeta, asumiendo allí mismo la perversión de todo canto. Administro rangos y recuerdos, estrofas, imágenes continúa Espejo, como quien gobernara distribuyendo cargas. Ah, la Biblia, maestra de depravaciones. Porque es en la Palabra donde el poeta intuye el desastre, la catástrofe. Espejo escribe el desencanto, no como una decepción o una desilusión, sino como un modo de salir, de ir contra la tradición de Occidente que entiende el poema como ingeniería social. ¿Qué es si no aquel “Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes…”? Miguel Espejo comprende que no es el silencio aquello que se opondría al canto, sino una salmodia que des-entone, que des-a-cople el sentido de comunidad para asumir la naturaleza no como mitología ni como ecología sino como animalidad.
Nuestra especie se encoge de hombros con la misma facilidad con que los tigres marchan a su inexistencia. O que los osos polares, exhaustos y hambrientos, se hunden en las impuras aguas del Ártico o se comen entre sí.
“Y vio Elohím que la luz era buena y separó Elohím la luz de la oscuridad”. Bueno y malo aquí, para George Steiner, habla tanto de la satisfacción del artista como de su despedida. La cosa fabricada ya no es suya. A medida que lo creado se separa del artista en el tiempo, se hace menos observable, cada vez menos parte integrante con su productor. Miguel Espejo se distancia también de esta concepción: la salida como separación no refiere a la cosa de su autor, sino a la cosa nombrada de su bestialidad.
Si en la Biblia judía la Palabra produce una alianza o pacto con el ritual de la circuncisión, en el mundo cristiano el verbo se hace carne apareciendo la idea de encarnación como vínculo entre fe y cuerpo. De modo que se trata del cuerpo como generador de comunidad. Del corpus como colección de libros a la palabra y su encarnación, aquello que Miguel Espejo trabaja es la observación de lo de–generado. Una observación filosa, el modo que sobreviene una ley que es ley del cuerpo. Hay en Celebración del origen una escritura sadiana, no desde la concepción psicologista que califica de sádico cierto trastorno, sino en la consideración política y, por lo tanto, legal de lo lascivo.
Pedir auxilio, por ejemplo, a esos curas expertos en violar niños. No el sexo, la lujuria en la celebración es ritual. Una filosofía en el tocador fundada en que no hay idea sin cuerpo ni cuerpo sin idea, de modo que la libertad nunca es una abstracción. El bosquejo del gran teatro sexual se piensa en una mirada fuera del sistema de la razón, marca constituyente de la Revolución Francesa y de la Modernidad, ambos contemporáneos del propio Sade. La clausura libertina, sinónimo de la más extrema desocialización, pone el acento político en el despotismo absurdo frente al despotismo lujurioso de las pasiones. Escribiendo sobre el crimen de los individuos Sade enfatiza los crímenes del Estado. El Antiguo Régimen, luego el Terror, el tiempo del Consulado y del Imperio violentan en lo público a una población que se somete. Mientras, Sade, refleja los excesos, extrae de él las violencias. De modo que encontramos un paralelismo entre cuerpo erótico y sociedad, entre cuerpo erótico y cuerpo textual, en cuyo caso es el cuerpo el que parece orientar la percepción de lo social y suscitar la letra. Convertir lo necesario en deseable. Al estado social violento, Sade responde con un ritual metódico y organizado de la mancha. Así describe a la orgía como el modelo o la réplica de las relaciones sociales. Con cierto humor, Sade pinta el fracaso del sistema. La celebración en Miguel Espejo tiene ese telón de fondo: la mecánica social es deshecha por un mecanismo que exhibe su incoherencia. Y, al asumir el desvío, aquella desocialización conforma también una desideologización.
Ahora, a su despiadado turno, con eficacia germana/ los descendientes de Loew masacran gente en Gaza/ y la Nakba comienza a tornarse imperecedera/ como lo fuera el Holocausto// Ser víctima y verdugo es el oficio más antiguo de nuestra especie.
Para Philippe Roger, Sade no impulsa al crimen ni al estupro, impulsa al texto. Del mismo modo que Espejo impulsa a la lectura Así, hablando claramente, creo que en el fondo/ nunca estuve en ninguna parte, salvo en algunas páginas/ que no fueron, a Dios gracias, precisamente bíblicas ni fueron mías. Y rendirse luego en esa inutilidad, ese agotamiento: ¿cómo dejar de leer/ el dolor de Grossman por la muerte de su hijo/ en su impotente carta llamando a la paz?
Queda salir, ese intento Nunca pude partir lo suficiente. El origen, el original, la copia; otra forma de salida es por la escena, por el espectáculo de la representación. ¿Cómo no pensar en el cineasta iraní Abbas Kiarostami y su película Copia Certificada? La presencia del azar y de lo incontrolable, del escritor y su libro, de una pareja que parece jugar a no serlo. Como si el director quisiera decir que sólo a través de la representación se llega a la verdad.
Porque la salida es la otra forma de nombrar a la verdad. Alétheia como negación de léthe, del ocultamiento del olvido, es decir, un desocultamiento. Otro cineasta, el danés Lars Von Trier, pone su cámara al servicio de mostrar los bordes de la racionalidad. De la cultura fundada en la razón (pensemos que se trata de una mirada occidental, eurocéntrica, cuya centralidad está adherida a la razón cartesiana haciendo estallar el edificio racional), de esa cultura, para el danés, se sale por la locura. El sexo, el duelo y el caos llevan a los personajes a la desesperación. La mujer, símbolo de la naturaleza aparece como ese pozo oscuro que destruye. La verdad estaría en ese abismo que trae el sexo que lleva la mujer que es naturaleza.
Aunque cercano a estos dos artistas por la pregunta acerca del alejamiento, de la fuga, Miguel Espejo va más allá de la disyuntiva entre original y copia, entre origen y caos. Miguel Espejo: celebra. Celeber era el antónimo de desertus, desierto, abandonado. De modo que celebrar significaba concurrir, frecuentar, de allí evolucionó a su significado secundario: festejar. Los vocablos latinos se vincularon con la raíz indoeuropea “kel” y dieron como resultado el adjetivo “celer” de velocidad, de celeridad, aceleración. La función ecuménica del poema en Miguel Espejo no consiste en esa posibilidad de pasaje o “shibboleth” al modo de Celan, sino en una ofrenda de encuentro con el lector hacia esa salida. La voz desertando la voz en la postura de un cuerpo arrebolado: mi andar se vuelve ahora/ despiadadamente/ todos los extravíos de mi especie errante…tal vez el único equipaje que pueda llevar/…el pleno resurgir enhiesto/ en una de las numerosas variantes sexuales/ de los templos de Khajuraho/ reflejando infructuosamente nuestro pobre abrazo humano.
Como si Espejo siguiese la idea amerindia por la cual entendiera, en lugar de la teoría evolucionista que pretende que los humanos son animales que ganaron algo (la cultura, el espíritu, el lenguaje, la norma, lo simbólico), los animales son considerados humanos que perdieron algo. En esta perspectiva, nosotros no somos una especie elegida por dios al final de la creación sino, al contrario, la condición de partida, explica Eduardo Viveiros de Castro.
Otra vez, la partida.
Para hacerse de un verdadero cuerpo es necesario tomar prestado de allí, de donde hay verdaderos cuerpos, Ahora, ¿dónde existe eso? Entre los animales, agrega Viveiros.
“Si tú no tienes fe no te preocupes, arrodíllate que la fe viene” enuncia Pascal. “Si te quieres convertir en blanco tienes que comer comida de blanco, no sirve pensar como ellos, no existe pensar como blanco” dicen los indios. Y el libro de Miguel Espejo no es un poema que sólo nace entre los blancos. Celebración del origen es un libro publicado en Sudamérica donde la metafísica amerindia también fluye dejando ciertas marcas no nombradas. Los indios hacen cuerpos humanos con pedazos de cuerpos de animales.
Si el cristianismo trajo la nueva del verbo encarnado, el poemario de Miguel Espejo hace el camino de salida, se dirige hacia la materialidad encarnada. Entonces, volvemos a “Cosmogonía”. En Borges percibimos la clara influencia de Heráclito, mientras que en Miguel Espejo se observan además los hilos de la física materialista de Parménides con sus dos principios: el ígneo y claro, y el inerte y oscuro. Lo que es jamás dejará de ser y lo que no es nunca será, proclama el epígrafe del poema “Saravasti”, que corresponde al Mahajbarata, ese extenso texto épico mitológico de la India. El ser es y el no ser no es, tú nunca saldrás de allí, afirma Parménides. De modo que uno de los principios del ser es su condición ingénita.
Desgraciadamente, el exilio siempre está bien merecido…. El sabio Heráclito quedó allá. Entre el fuego y la oscuridad/ Entre el río y el puente. Entre agujeros negros
Contra el paraíso de todo origen, contra el origen como entrada a un mundo, el libro de Espejo es una apuesta, no del descreer, sino en una fe pagana que rechaza la identidad (el Uno), que concibe la multiplicidad como alteridad, de allí su celebración.
Tumulto ciego, catástrofe de la genética/ la desnivelación que la locura no allana/ y nosotros, tartamudos, creyendo desde una juventud impredecible en los multíparos hogares del paraíso/ sin poder dejar hablar al viento que corroe todo lenguaje.
[1] En el texto: los versos en cursiva corresponden a las citas del libro de Miguel Espejo, Celebración del origen, editorial Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2021