Hay una frase de James Sallis que siempre me quedó rebotando desde que la leí, no solo literariamente, sino en la vida.
«Los nombres son importantes. Las cosas son el nombre que le damos. Cuando nombramos, entendemos».
Ponerle nombre a todo aquello que habita una vida, una novela, como una manera de darle identidad, de acercarse a una verdad.
Esa es la primera impresión que me queda después de leer La Concordia de Carolina Sborovsky. Su trabajo con el lenguaje, esa voz sobre la que se teje esta novela, el hecho de bautizar como una manera de apropiarse del lugar, de volverlo tangible.
Ese es el lugar desde el que la novela destaca. Es el humo del asado, el polvo que crea una 4×4, son ese montón de vasos diferentes sobre una misma mesa. La novela respira ahí. No es lo mismo un hormiguero que un tacurú, un caballo que un tobiano, y el uso intensivo de los nombres propios: La concordia, por encima de todo. Tu lugar en el mundo. Como un refugio.
¿Pero realmente lo es?
Volver a ver un lugar diferente y a uno mismo diferente, pequeñas capsulas desde las cuales pensarse.
Cómo volvés.
Cómo cambiás.
Inés, su novio, Olivia y una suerte de pareja vuelven a ese campo a cargo de su hermano, en una narración que se dilata, que avanza sin prisa, y donde la autora tira pequeños conflictos, que crecerán y que en su relación con el pasado se irán resignificando. Lo cotidiano que no es costumbrista. Se juega con lo no dicho, con ese trabajo del silencio que no es silencio, que dice algo más, algo que falta. Un silencio que es ruido. Una molestia para Inés por no poder reconocer —quizás ya no— esta estancia, este campo, y en especial, esta vida como la suya.
Un casamiento como un McGuffin, en esa espera, se desentierra ese pasado que nunca es pasado, como diría William. Se vuelve sobre personas, ausencias. Las heridas de la adolescencia como un río del que salimos, pero que tarde o temprano volvemos a meternos en él. Y ser arrastrados —arrasados—.
Lidiar con lo inabarcable, con aquello que no se percibe el final, pero ahí está, como otro peligro más, el fondo de un tanque australiano que no se llega a ver y el misterio de qué habrá más allá, la duración de un duelo, el terreno que se despereza -y desesperanza- eterno, más allá del ojo.
¿Qué hay más allá?
Una novela íntimamente ligado al daño, a la enfermedad. A la madre que agoniza, al peligro del espacio abierto. En vínculos que se basan más en esquivarse que en acompañarse, donde ya el silencio muta en una única y última vía de comunicación para marcar ese desencuentro inevitable. Inés atravesada por saberse incapaz de ser acompañada por su familia o su novio, ni siquiera por su pasado.
¿Dónde quedó ese refugio?
Es una novela también sobre la distancia, sobre este juego ciudad – campo, ese corrimiento de la mirada, pero en especial sobre la distancia entre los vínculos, y sobre la distancia entre quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes queremos ser.
Saber nombrar. Ponerle nombre a lo que pasa, a los que nos pasa, para entendernos. Ese es el viaje de Inés en su estadía en La Concordia.
¿Cómo vas a volver esta vez y a dónde vas a regresar?
La Concordia
Carolina Sborovsky
Editorial Conejos
126 páginas