Also sprach Piquito

 

«El saber no es saber algo, mucho o todo, sino dejar en la conciencia la tranquilidad de un no saber que siempre ocurre en un tiempo que le es propio. En ese dejar que no puede ser completado pero sí imaginado y sustituido, reside el tiempo colectivo de la relación de los hombres con la historia y la naturaleza”.

Horacio González

Pocos profetas ofrece la literatura argentina. Poco bífido y mucho mamífero. No quiero ser injusto: el Astrólogo de Arlt debe ser uno de ellos. La voz que nos invita a la masacre, en el libro de Marcelo Fox, es la voz de un profeta. Hay un profeta en ciernes en Acerca de Roderer, la primera novela de Guillermo Martínez, pero antes de que nos pueda hablar de tú a tú, se eleva o muere, y con él la novela: su sermón también resulta imperceptible. De seguro que son identificables profetas en Laiseca, aunque se confunden en el sistema general de su obra, como se confunde o se desoye una safe word en una orgía de cientos. No quiero ser injusto, pero siguen siendo pocos, aun si la cuenta está fraguada. Si existe una explicación, debemos buscarla en el idioma de los argentinos: nuestra literatura nace de una suerte de conversación razonada e ingeniosa, la gauchesca. Uno de nuestros grandes libros del siglo XIX cuenta la historia de un señorito acomodado de Buenos Aires que emprende una calaverada militar, tierra adentro, solo para ir a sentarse a charlar con unos indios salvajes. Tal es la pasión que hemos cultivado por el diálogo. Nos hemos divertido sentados, charlando y contándonos historias. ¿Por qué regalarle ese momento de placer a un ser exasperante, de poca higiene y menores modales, que nos escupe en la cara nuestro destino irredento de siervos, de hormigas, de corderos? No parece un buen negocio. Piquito, el personaje-profeta de Gustavo Ferreyra, quiere persuadirnos de lo contrario. Y ello siempre son buenas noticias.

Tercera entrega de una serie, Piquito en las sombras ubica al héroe de Ferreyra en la cárcel: purga una condena por asesinato en el Penal de Marcos Paz. Asesinato que ocurrió en la primera entrega y fue juzgado en la segunda. Si la crisis del 2001 servía como telón de fondo de los acontecimientos de Piquito de oro, aquí ocurre algo similar con la llamada “crisis del campo”, de 2008. Pero no es sustancial a lo que estamos leyendo: la voz profética no precisa de esos indicadores de realidad. Su crítica, se ha dicho, es contra lo existente, sus defensores y sus falsos críticos: el mundo tal cual lo hemos conocido. Su proyecto es revulsivo: fundar una comunidad nueva. Por lo menos de lectores, y Ferreyra bien que los tiene, pocos tal vez, pero fervorosos. Lo que ya se anunciaba en el verbo alucinado de Piquito en las entregas previas encuentra una forma (¿definitiva?) en esta: aquí aparece un “tú” a quien va dirigido el mensaje del profeta. Y ese tú es Daniel Guterman, “Danielito”, el otro gran protagonista de la novela: “Sí, Danielito, la guerra es un hecho. Tanto es así que me ha llegado el momento de creer que nunca hubo paz y no ha habido siempre más que distintas formas de la guerra. Hemos vivido en estado de beligerancia y ahora simplemente lo asumimos”.

Daniel es un no_del_todo_sociólogo, no_del todo_poeta, no_del_todo_amigo y no_del_todo_discípulo. Vive de rentas familiares, mantiene una relación con alguna expareja y sobre todo con Leticia, su empleada doméstica -gran personaje de Ferreyra-. Asimismo, es un excolega, excompañero de militancia de Piquito, casi un doble para quien tenga noticias previas de la saga de Ferreyra. En contraposición al verbo sin quicio de Piquito, vamos viendo cómo aparecen peripecias modestas en la vida de Daniel, en general asociadas a sus relaciones con el mundo exterior. El vínculo difícil con su vocación. Pero sobre todo, asociadas con su propio cuerpo, una de las claves de la obra de Ferreyra.

(A esta altura, deberíamos decir algo sobre eso, sobre la relación que los narradores de Ferreyra establecen con el cuerpo de sus personajes: si bien no ajeno a escenas sexuales -hay una extraordinaria masturbación en algún momento crepuscular de la novela- pareciera que lo que más disfruta es narrar las degluciones. Su obsesión se ubica allí: en el espacio relacional que va de la boca y termina en el ano, e involucra el esófago, el píloro, los intestinos, los jugos gástricos y demás componentes del proceso. Como un niño frente a un espectáculo circense, Ferreyra parece maravillarse de que el cuerpo haga cosas: que movilice infinidad de pequeñas asociaciones, comunidades, afectos, en el hecho aparentemente sencillo de soltar un gas. Allí la gracia de una suerte de spinozismo amateur).

En suma, Daniel opera como un doble. Pero un doble apocado. Un doble en las sombras. Sin el verbo de Piquito, queda el monigote, inadecuado para vivir en el mundo real. Un sociólogo o intelectual que vive en un mundo que ya no precisa de la sociología o de las ideas. Que tal vez jamás precisó de una ni de las otras. A través de él, Ferreyra construye lo novelesco en su novela. Entre esas idas y esas vueltas, vamos descubriendo que está enfermo. A través de él, aparece también la Historia con mayúsculas: están las primeras asambleas de Carta Abierta, ese Club de la Serpiente kirchnerista. Allí aparece el mismísimo Néstor Kirchner, redivivo, con un cuaderno, una birome bic y un palo de escoba como únicas armas. Allí ocurre la Argentina “real”, mientras Piquito en la cárcel, ofrece su “sermón de los baños”.

Con esta martingala formal, la de hablarle a un tú desde una voz profética, Ferreyra introduce una variante con respecto a los otros Piquitos: tener a quien hablarle es una forma de asegurarse un interlocutor. Ferreyra logra introducir, como quien no quiere la cosa, un problema fundamental: ¿quién habla? ¿Quién escribe? ¿Quién dicta? Nietzsche averiguó para siempre que la relación deudor-acreedor era primera respecto a todo intercambio. Ferreyra lo refrenda en su novela: escribir es averiguar a quién se le debe la escritura. Como Gaspar Francia, ese profeta de la inmediatez, Piquito le dicta una realidad imaginaria a Daniel, el no_del_todo_novelista. El novelista -y no solo el novelista especulativo de la ciencia ficción- es el hijo civilizado de un profeta.

La idea de saga no es esquiva a la literatura argentina mayor. Tal vez sí la idea de una trilogía o de una tetralogía, como anunció alguna vez Ferreyra. Pero no la de saga, y Piquito es el zaguero de Ferreyra. El que le cubre la espalda. El que le tira el orsai. Toda la segunda parte de la novela –Sin espalda es el título- prescinde de Daniel (por motivos que no serán revelados aquí) y pone a Piquito en la posición en la que estaba, la del hombre en pose de ser narrado. El otro ingrediente de la segunda parte es el diario de viaje, el cuaderno de bitácora, de Bruno Yapolsky, una verdadera discípula de Piquito. ¿Hacia dónde viaja? Hacia Kamchatka, Camulquia, hacia un más allá de Stalingrado, la batalla matriz en la voz profética de Piquito. La discípula es la que se toma en serio el mensaje de Piquito y avanza hacia verlo concluido en la realidad. De allí cierta incomodidad del lector en toda esa segunda columna vertebral del libro: la profecía se tiñe de realidad, Ferreyra debe narrar su profecía. No sé si lo logra, pero en cualquier caso lo intenta con la crítica de las armas. Y deja abierta la puerta a una serie de spin offs. De hecho ya hay uno, Los peregrinos del fin del mundo. De nuevo, la idea de saga, la idea de constelación de personajes que van y vienen en una pista de baile que no conoce el mero límite editorial, ha sido más bien fructífera en nuestras literaturas. Los pocos -tal vez- fervorosos -seguro- lectores de Ferreyra, agradecidos de este multiverso vernáculo.

Un hallazgo en apariencia lateral que ofrece la lectura de la novela es la aparición de Horacio González. O las apariciones, breves, casi cameos. Si bien fugaces, cobran relevancia, tanto porque el fallecimiento del autor de La ética picaresca es reciente -aquí y allá todavía se multiplican los homenajes, y podemos considerar el de Ferreyra uno más- y porque Ferreyra es, él mismo, un sociólogo, y su literatura usa el hecho sociológico y el hecho político como combustibles. Que no cunda la confusión: no hablamos aquí de un párrafo hagiográfico, de un recordatorio a un maestro o a una figura tutelar, como quien no quiere la cosa.

El hallazgo nos sirve para una nota final. La historia de la sociología “moderna” -desde Weber y sus políticos y científicos, desde la ética protestante como fundadora del capitalismo- es un intento coral, una respuesta coral, relativamente organizada -como una línea defensiva en donde todos se adelantan para dejar en orsai al delantero-  ante los desafíos -todavía no resueltos- del pensamiento político, histórico, social de Marx. En otras palabras: una polvareda de “hormigas culonas” que intentan, por todos los medios necesarios, contrabalancear el peso de la suela del zapato que no ha cesado de aplastarlas. Ese pisotón es la historia del pensamiento, de acuerdo con una clave profética. Algo similar sucede en Ferreyra: toda su obra -su gran, necesaria obra-: parece todo el tiempo responder a los desafíos a la exigencia de una literatura argentina realista, pero que evada -por todos los medios necesarios- al realismo. Con “los ojos abiertos como un profeta”, Ferreyra ve lo mocho: aquello que no está concluido por la historia o por la naturaleza, debe ser concluido por el verbo. Hasta que el verbo, claro, se haga carne.

Sobre El Autor

es licenciado en Letras por la UBA. Realizó tareas de comunicación institucional y curaduría de contenidos web en la Jefatura de Gabinete de la Nación y en la Subsecretaría de Gobierno Digital de la Nación. Ha trabajado en la elaboración de publicaciones para distintos proyectos editoriales. Ha publicado columnas de cultura en medios digitales.

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