Los escritores son siempre egoístas. Aún el más mediocre o nulo de los escritores piensa que lo que está poniendo en palabras sobre el papel, o sobre la pantalla ahora en blanco, es único. Lo cual de alguna manera es cierto, fabulosa, increíblemente cierto.
De allí que la vida a su lado se hace muy difícil si no se tiene a una persona muy similar en temperamento, o que por el contrario carece de todo egoísmo. O que la porción inevitable que posee ha sido dirigida hacia zonas que no se entremeten con el trabajo de escritura diaria.
El director de cine, el autor de films, puede paliar su egoísmo prestando atención -o simulando hacerlo- durante el rodaje a los cientos de obreros y técnicos que tiene a su cargo y con los que debe compartir algo; en caso contrario corre el riesgo de que no pueda llevar a cabo nada o muy poco de lo que pretende como creador.
Pero el escritor depende solo de él mismo. Lucha, se enoja, pelea, imagina y traslada al papel solo y siempre solo. Y cuando surge algo a fuerza de palabras parece que no puede ser otra cosa que algo único e imperecedero.
Por cierto también lo reciente de la actividad -a diferencia de la danza y el canto y la música toda-, la hacen todavía personal, la vuelven particular y no anónima como las otras artes antes mencionadas.
Hay que tener en cuenta que el señor feudal, il condottiero, incluso el monarca y el emperador y que todo aristócrata tenían en muy poco a la lectura o la escritura hechas por su vista o mano. Para eso había sirvientes especializados.
El hombre de las zonas más tradicionales de Europa -sobre todo mediterránea- no fue nunca alguien muy afecto a escribir. Muchos de nosotros trajimos esa impronta del otro lado del océano o, más bien esa impronta traída desde allí fue heredada por todos nosotros.
Por eso valoramos tan egoístamente, de manera tan rudimentaria e infantil toda cosa escrita por nuestras manos. No podemos volverla actividad relacionada al mito, como la relación oral, la musical, ni tampoco tenerla o simular tenerla como una forma apendicular del trabajo manual como la pintura, el grabado, el dibujo o todo lo relacionado con la escultura.
En ese intermedio que puede ser tierra de nadie solitaria, quien escribe se encuentra siempre en mitad de la nada o entre dos fronteras difusas, ninguna de las cuales lo atrae del otro lado para que se afinque allí.
¿Qué hacer entonces? Refugiarse en el Yo más intensamente que nunca. Desde luego que cuando hablamos de escritor hablamos sobre todo del escritor de ficción. Aunque no deba descartarse que el escritor de otros géneros “no ficticios” -ensayo, aforismo, poesía, etc.- no sea atacado por la misma imperiosa necesidad de refugio en su exclusivo centro personal. Pero hay que admitir que el que escribe ficción se ve relacionado con seres ficticios que viven situaciones que de alguna manera son producto o emergen de zonas ambiguas de su propia personalidad. Pero no en el sentido atribuido por la vacua reducción psicológica al respecto.
No es que escribamos a partir de fragmentos censurados de nuestras vidas íntimas, de cosas vergonzosas o tachadas inconcientemente. Nada de eso. Fabricamos posibilidades y potencialidades que han permanecido en estado de animación suspendida y que ahora son convocadas para salir a la luz, luego de tanto tiempo de habitar en las cavernas platónicas de las sombras repetidas.
Se escribe para corregirse. De lo que se ha leído, de lo que se ha vivido y sobre todo de aquello que podría haberse vivido. Que tal vez se haya vivido en otra vida paralela a las nuestras por un doble que no conoceremos jamás, pero al que creemos intuir rotando en paralelo a nuestra vida y por una dimensión a la cual jamás podríamos ingresar mediante las fatigas de la vida cotidiana.
Prestos a esa tarea que tiene que ver con la mántica y con la mística, y por ello mismo con su carga de morbo y de posibles delirios, nos embutimos en nosotros mismos y queremos tomar una distancia continua con toda la vida crasa que nos rodea. Y al no poder materialmente hacerlo, nos preocupamos, con una coquetería mental tan aguda, por nuestras fantasías que se transmutan en palabras, que todo aquel que se acerca hasta nosotros puede pensar que se ha topado con un orate o con un misántropo.
Sólo parcialmente sabemos lo que escribimos y eso mismo nos hace tan encerrados en sí mismo y tan susceptibles a toda indicación que juzgamos profana en cuanto se aproximan a nuestro atrio con su particular lectura de las cosas, cosas que juzgamos tan indeclinablemente propias, únicas e irrepetibles, como sueños acuñados a nuestra medida.