ELOGIO DE LA DESMESURA
En el presente páramo literario argentino, donde parecen privar, -salvo raras, contadas y honrosas excepciones- la astenia, el café descafeinado y la urbanidad, el exceso no puede menos que ser bienvenido: por su carácter fecundo y revulsivo. Los primeros diecisiete Cantos aquí publicados de La flor del diente de león – Cantos del Junquillo– (nos permitimos subrayar: los primeros, la obra completa se compone de ciento veinte Cantos) entretejen el epítome de una regocijante desmesura; y el regocijo del lector, en este caso, es una guirnalda de diversos y varios elementos: desafío, fruición, desciframiento, y un plus intransferible: el goce intelectual. Ante semejante summa litterae (no de otra manera se puede definir La flor del diente de león) se impone un escolio, aunque resulte breve o, acaso irrelevante, del concepto de “ambición literaria” que, en principio y per se, se opone a la celebración del minimalismo. ¿En qué consiste alentar una ambición literaria? La respuesta más sencilla y a la mano (pero no por ello menos significativa) sería: decirlo (escribirlo) todo; o sea: un afán imposible, luciferino, que excede el marco de las posibilidades humanas y que resulta, paradójicamente y por todo ello, digno del más alto encomio. Asimilar el barroco sólo a la concepción del horror vacui es definirlo de manera asaz mezquina; en arquitectura, el barroco pretende mostrarlo todo tal y como quisiera agotar el universo de los objetos posibles e imaginarios (desde las gárgolas hasta los unicornios pasando por los querubines, las volutas y los ábsides); en literatura anhela escribirlo todo, como si tuviera a disposición el entero lenguaje (basta sumergirse en las profundas y hospitalarias aguas de la obra completa del maestro Lezama Lima). En palabras de Lacan, barroco es “todo lo que chorrea, todo lo que delicia, todo lo que delira.’’ A esa línea adscribe La flor… Resulta claro para cualquier lector avisado que el confesado modelo del libro (aun en su disposición tipográfica y hasta en el tamaño de la página: hoja oficio) es los Cantos, de Ezra Pound, il miglior fabbro, como lo definiera de una vez y para siempre Thomas Stern Eliot. Pero es un modelo que sólo y tan sólo le sirve a Federico Racca como suntuoso punto de partida. De hecho, el contenido y el desarrollo de La flor… son abrumadoramente argentinos.
En principio y a primerísima vista se puede leer La flor… como una relectura (y, por lo tanto, una refundición y una refundación) de la Argentina, pero no bajo el palio del héroe epónimo, sino a partir de una figura como la de Daniel Antokoletz (y su saga familiar): abogado, representante de presos políticos tanto en Argentina como en Chile, secuestrado el 10 de noviembre de 1976 y visto en la Esma antes de ser “trasladado’’: uno de los treinta mil, cifra que aún hoy -¡aún hoy!- se presta al debate como si el problema –lo señala Racca con irrebatible lucidez- fuera del número y no del Otro. El texto se multiplica y ahonda siguiendo el dibujo de la espiral y el zigzag sin caer en el pecado capital de la explicación previa y adocenada: la legibilidad de un texto es una tarea fundante que le pertenece por entero al lector (eso y no otra cosa es una lectura inmersiva, rigurosa, participante): La flor… se mueve (y sólo nos remitimos al Canto I a modo de mero ejemplo) desde la genealogía de resonancias bíblicas a la alusión a La muerte de Virgilio (esa excepcional novela de Hermann Broch) pasando por el Canto XI de Odisea, interpolando un señalamiento de Lacan e incluyendo una definición del carácter del texto que el lector tiene ante sí: “construcción mosaico de citas’’. Vale la pena detenerse aunque sea sólo por un momento en dos reflexiones que se inscriben en el Canto I; la primera le pertenece a Heidegger: “¿Qué significa pensar? ¿Significa traer el agradecimiento?’’ La flor… es un ejercicio insobornable del pensamiento que reconoce como punto de partida la tradición; traditio, en términos etimológicos, es, precisamente, “legado’’, “traer desde atrás’’ y, en ese sentido, resignificar; La flor… es una enorme labor de resignificación (de las huellas del pasado, de las obras literarias clásicas, de las ideologías, de la degradación del sujeto), ¿hay algo que merezca más el agradecimiento que la resignificación, en la medida en que de ésta dimana un haz de luz que horada las tinieblas? La segunda reflexión es del autor y se clava como una saeta en el centro geográfico del libro: “Regreso a lo templado a través del exceso’’; es exacto: se retorna al equilibrio a través de la desmesura. La flor… se alza, en primera instancia, frente al lector como un dédalo, pero resulta esencial a este respecto recordar un concepto de Walter Benjamin: la mejor manera de conocer una ciudad extraña es extraviarse en ella. O dicho en palabras del filósofo argentino (prolija e injustamente olvidado) Ángel Vassallo: lo más propio del sujeto es asumir por entero el riesgo de la existencia, y el riesgo también supone afrontar la porfía del extravío. Uno se extravía para encontrarse: Ulises. También cabe señalar, en el plano estrictamente filosófico del libro, que se traza una línea que une a Heidegger con Hannah Arendt, pero cuyo punto de relieve y posterior desarrollo es la lectura que Arendt realiza de san Agustín y con la que se doctoró bajo la tutoría de Karl Jaspers: El concepto del amor en San Agustín.
Una figura –polémica, denostada, ineludible- atraviesa el libro: la de Leopoldo Lugones. ¿Quién es Lugones?: ¿aquel que en Lima, en el transcurso del año 1924, proclamó con funesto acento que había sonado “la hora de la espada’’?, ¿el inimitable poeta del Romancero?, ¿aquel que se suicida por amor en el recreo de una isla del Tigre? Nos permitimos retornar a la frase de Heidegger que vertebra gran parte del texto: “¿Qué significa pensar? ¿Significa traer el agradecimiento?’’ La labor a la que se aboca Racca es una tarea de intelección, el denuedo de pensar para acceder al entendimiento: “apropiarnos de Lugones en un sentido sano; no apropiarnos a través del camino de la defensa ideológica o denostarlo por la misma razón, sino apropiarnos nosotros porque reconocemos en él un hombre que dejó una obra valiosa, reconocernos en él como parte de lo que somos’’ (Canto IX, p. 125). El Facundo, de Sarmiento, el Martín Fierro, de José Hernández, la poesía lugoniana (se podría agregar con pleno derecho el Adán Buenosayres, de Marechal) están escritos en un lenguaje contaminado, y tal contaminación desemboca en eso que se llama “castellano rioplatense’’, una de cuyas variantes es el idioma argentino. La flor… también podría calificarse como una de las cumbres de la contaminación en la narrativa argentina: urdimbre de citas, palimpsesto, prosa aluvional, contenidos múltiples y simultáneos. No es la primera experiencia en este sentido de Federico Racca: en el año 2008 publica una novela titulada Los leprosos (que debería haber conocido una difusión masiva y se redujo a un puñado de lectores): la vida de Antonio Francisco de Lisboa, el más grande artífice barroco latinoamericano, nacido en Ouro Preto, y escrita en un portuñol cuyo rasgo de estilo es la corrupción lingüística. La siniestra historia del cadáver de Lugones (Canto X, p. 95) es un eslabón de lo que parece ser el destino que el país le reserva a los cuerpos de sus muertos (para que la enumeración no sea tediosa baste mencionar a los cuerpos de Eva Perón, de Perón, de los treinta mil desaparecidos…): la mutilación, el manoseo, la degradación, el ocultamiento sine die.
Inútil sería en el limitado espacio de una recensión consagrarse a la empresa de agotar la totalidad de los temas que informan La flor…: recetas culinarias, el sojuzgamiento de los pueblos originarios, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, cómo se forjó la deuda externa argentina, la inefabilidad como núcleo del lenguaje, el expolio cultural y un larguísimo etcétera. La flor… es una constatación del concepto señalado por Severo Sarduy a propósito del Adán Buenosayres: “libro como viaje / viaje como libro’’. Asimismo sería erróneo (casi siempre lo es) discurrir en torno a influencias, aquello que hay son impregnaciones; conviene no olvidar nunca la reflexión de Lezama Lima: “la historia de la sensibilidad y de la cultura es una mágica continuación y no un seguimiento’’.
¿Qué es La flor del diente de león?: ¿novela?, ¿prosa poética?, ¿precipitado? Tal vez sea lo que menos importa. Un escritor argentino, alejado de los circuitos de la Capital y viviendo en las Sierras Chicas de Córdoba, pone frente a los ojos del lector un consumado hecho estético. Y eso siempre comporta un estremecimiento que roza el milagro. Al fin y al cabo, tal como advirtiera Octavio Paz, el artista es el único olmo al que se le pueden pedir peras; y las concede.
Federico Racca, La flor del diente de león – Cantos del Junquillo (I al VII), Ediciones Recovecos, 2021, 144 páginas.