En el segundo Encuentro Internacional de Literatura Fantástica hubo una mesa dedicada a la figura de dos grandes escritores europeos, Milorad Pavic y Dino Buzzati. Osvaldo Gallone se ocupó de la figura del genial italiano. Transcribimos a continuación su ponencia.
De la célebre y lúcida teoría del género fantástico que elabora Tzvetan Todorov tal vez lo más fecundo para iluminar la reflexión sea el lugar que le confiere a género tan lábil: “Lo fantástico –afirma Todorov- ocupa el tiempo de la incertidumbre. (…)… la vacilación que experimenta un ser que sólo conoce las leyes naturales ante un acontecimiento al parecer sobrenatural.” En estas líneas parece circunscribirse el estremecimiento que suscita el comienzo de La metamorfosis: “Una mañana, Gregor Samsa despertó de un sueño intranquilo y se encontró convertido en un enorme insecto. (…). ‘¿Qué me ha ocurrido?’, pensó Gregor. No era un sueño.” El escalofrío de Gregor y, consecuentemente, del lector que a partir de allí va a seguir su monstruosa transformación, radica en esas últimas palabras: “no era un sueño”. En efecto, el fantástico no explica, sino que plantea; se aboca a la narración despojada y es ajeno a la morosidad narrativa; ejecuta en sordina y se distancia de la elocuencia. Es el género del silencio y la incerteza.
Publicada en 1945 y convertida ya en un clásico en la segunda mitad del siglo XX, la novela El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati (llevada al cine en 1976 por el realizador Valerio Zurlini y protagonizada por un elenco de notables: Vittorio Gassman, Giuliano Gemma, Philippe Noiret, Francisco Rabal, Fernando Rey, Max von Sydow y Jean-Louis Trintignant), es un texto de inequívoca raigambre kafkiana. Más aún, su parábola última podría condensarse en un breve relato que forma parte de La muralla china titulado “La partida”:
“Di orden de ir a buscar mi caballo al establo. El criado no me comprendió. Fui yo mismo al establo, ensillé el caballo y monté. A lo lejos oí el sonido de una trompeta, le pregunté lo que aquello significaba. Él no sabía nada, no había oído nada. En el portón me detuvo para preguntarme:
-¿Hacia dónde cabalga el señor?
-No lo sé –respondí-. Solamente quiero irme de aquí, solamente irme de aquí. Partir siempre, salir de aquí, sólo así puedo alcanzar mi meta.
-¿Conoces, pues, tu meta? –preguntó él.
-Sí –contesté yo-. Lo he dicho ya. Salir de aquí: ésa es mi meta.”
El lector que frecuenta la obra kafkiana sabe –con angustia, con ironía, con certidumbre- que ese jinete jamás va a salir de allí, que permanecerá montado en su caballo en una imagen cristalizada, escindida de su deseo (o estrechamente unida: la satisfacción del deseo es poco menos que unoxímoron); entrar y salir son gestos imposibles dentro del universo kafkiano, saturado y sostenido por las aporías de Zenón, de Elea (¿hay escena más desesperantemente kafkiana que la carrera entre Aquiles y la tortuga, tal como lo señala Borges en página tan célebre como transitada?).
El tiempo congelado, o suspendido de una esperanza improbable, es el telón de fondo sobre el que transcurre la carrera militar del teniente Giovanni Drogo en El desierto de los tártaros. Destinado a una guarnición militar de segundo orden enclavada en el desierto –la Fortaleza Bastiani-, el entonces oficial Drogo supone que allí comenzará “su verdadera vida”; no sólo no podrá desarrollar la vida que pretende sino que ni siquiera hallará, al cabo, la muerte que anhela. La Fortaleza es una guarnición de frontera y resulta, en este aspecto, una metáfora abarcadora; Drogo es destinado a una frontera, a vivir en una frontera: ser de ningún lugar específico, ser a medias, vivir condenado a la opresión de la relatividad, obligado a abdicar del sueño de lo absoluto; tal es la kafkiana sensación de dura extranjería (Drogo se siente “entre hombres de otra raza, en una tierra extraña, en un mundo duro e ingrato”), lo que precipita inequívocamente en la disolución de corte ontológico. No resulta gratuito que una cima rocosa, una saliente mineral configuren para Drogo el lazo primero que une su vida a la Fortaleza Bastiani (“aquel trozo de roca era la primera señal visible de la tierra del norte”); andando el tiempo será la soledad, bajo la forma de la compañía mineral (“creemos que nos rodean criaturas como nosotros y en realidad no es más que hielo, piedras que hablan una lengua extranjera”), la que de modo insensible, lento, pero fatal terminará por mineralizar al sujeto.
Todos los integrantes de la guarnición militar que ocupan la Fortaleza Bastiani quieren salir de allí, saben que deben salir de allí (como el desdichado jinete de “La partida”), pero la Fortaleza posee una pregnancia inexplicable, kafkiana o, para tomar las palabras de Todorov, “al parecer sobrenatural” que los retiene. Se alimentan de una probabilidad legendaria sobre la que, en la novela, se asienta la dinámica de la latencia: algún día, los tártaros atacarán desde el Norte y entonces habrá una guerra: “El que empezó fue el señor coronel Filimore. Empezó a decir: se preparan grandes sucesos.” Pero los tártaros son una construcción análoga a la de la Fortaleza: se comenta su existencia, se previene de su peligro, hay pinturas alusivas (“una vieja pintura colgada en una sala”), pero nadie los ha visto, forman parte de “las antiguas leyendas del norte” y tematizan una historia de intolerable estado de suspenso; los tártaros son el nombre de una esperanza, por su causa “caminan los centinelas día y noche como autómatas”, pero nadie ataca a la Fortaleza Bastiani, que se va pauperizando año tras año aun como símbolo militar y que se reduce, excluida cualquier hipótesis de combate, a una gravosa y agobiante (y kafkiana) oficina administrativa. El mayor Matti se especializa en “interrogatorios flemáticos, documentación escrita, que suele aumentar monstruosamente la importancia de los errores más leves y llevan casi siempre a castigos importantes”, como pone de relieve el narrador en una lectura perfecta de la telaraña burocrática kafkiana.
Drogo arriba a la Fortaleza promediando la veintena de su edad y en su primera entrevista con el médico de la guarnición aduce con candor juvenil: “Quizás usted no sepa, doctor, que vine aquí por un error”; el doctor Rovina, comprensivo pero implacable, le responde: “Todos, hijo mío, han venido aquí por error.” En efecto, todo no es más que un monstruoso y multiplicado error que recuerda las últimas líneas del relato “Un viejo manuscrito” (incluido en el tomo Un médico rural, de Kafka): “Hay algún malentendido; y ese malentendido será nuestra ruina.” Pesa la certidumbre constitutiva y empírica de que el destino es, en principio, un error, y que la azarosa –y excepcional- rectificación de ese error no puede ser más que otro error, con lo cual la dinámica adquiere la forma de una espiral al infinito. El error se alza como categoría constitutiva del ser, aunque no se sepa con precisión en qué consiste, tal y como ocurre con la culpa: existe mucho más allá de la indigente comprensión humana. Y, en el caso de Drogo, la piedra de toque del error es el destiempo permanente, la vida como broma incomprensible y de pésimo gusto: se le asegura, en principio, que en cuatro meses podrá cambiar de destino, luego se le promete que en el término de un año y medio retornará a la ciudad, no puede dejar de experimentar la sensación “de no llegar a tiempo, de que algo importante sucedería y lo tomaría por sorpresa”, por fin llega a los cincuenta y cuatro años con el grado de mayor y al comando de la Fortaleza para advertir que “la vida se había resuelto en una especie de broma”.
Pero si es la voz de Kafka la que resuena con más nitidez entre las páginas de El desierto de los tártaros, no sería improcedente conjeturar que una obra inaugural de Rilke mantiene íntimas relaciones de oposición y complementariedad con la novela de Buzzati.
Merced a la nutrida y escrupulosa correspondencia que mantuvo a lo largo de toda su vida, se puede establecer con aceptable aproximación la circunstancia que inspiró a Rilke para escribir la obra aludida: en el año 1899, ordenando papeles familiares, se encontró con una solicitud de Jaroslaw von Rilke, uno de sus tíos paternos, en la que se mencionaba la muerte de Cristóbal Rilke, señor de Langenau y presunto antepasado de Rainer Maria. En una sola noche del mismo año escribió el Canto de amor y muerte del corneta Cristóbal Rilke, cuyo motivo excluyente es la historia de “mi antepasado el Corneta Cristóbal Rilke, que en 1663 durante la campaña contra los turcos cayó en Hungría. La aventura misma no es histórica, mi imaginación juvenil la trazó en el marco de un libre desarrollo, dentro de las fechas dadas”, revela Rilke en carta a la baronesa Amelie de Gamerra con fecha veintidós de enero de 1920. El éxito del Canto…, que Rilke edita en 1906, fue notable: al inicio de la Primera Guerra Mundial llevaba vendidos cuarenta mil ejemplares, al final de la contienda duplicó la cifra y con los años y las reediciones superó largamente el millón, lo que contribuyó –más allá del prudente desapego de Rilke por obra tan temprana- a ese gravoso equívoco que a falta de mejor nombre se conoce como “fama”.
La cabalgata aparentemente interminable del teniente Giovanni Drogo para llegar a la Fortaleza –cuanto más cerca parece, más lejos está- remeda la del alférez Rilke –no menos interminable, no menos signada por la fatiga- por las llanuras de Hungría. El estilo con que Buzzati delinea el paisaje que precede al lugar donde se constituye la Fortaleza recuerda el estilo impresionista –puntillista, en la medida en que este adjetivo pueda ser de utilidad para definir a pintores como Seurat o Signac- del Canto…: la cabalgata inútil que no progresa en la medida en que el paisaje es indiferenciado (“Nada se atreve a descollar”) y que impele a Rilke a decir de modo irreemplazable: “Se tiene dos ojos de más.” En su esforzado ascenso a la Fortaleza, Drogo sube, pero “más ágiles que él suben las sombras”, descripción plástica que no puede dejar de remitir a varios pasajes de los Nueve poemas rilkeanos, una de sus obras más deliberadamente impresionistas. Y Drogo, durante la cabalgata, podría formularse la misma pregunta que se hace el alférez Rilke al comienzo de su aventura: “¿Acaso desandamos siempre, en horas nocturnas, la etapa que hemos ganado penosamente bajo el sol extranjero?”
La nostalgia es la nota predominante del Canto… y de los capítulos iniciales de El desierto…: a medida que se adentra en territorio mineral y extranjero, árido y rocoso, el ánimo del teniente Drogo añora el “pequeño mundo de su infancia”, cálido y conocido, al que su madre seguramente conservará sin cambios a fin de que él pueda recuperarlo al regresar; el alférez Rilke piensa que “allá”, la patria de donde ha partido junto con sus compañeros de armas, “afligidas mujeres saben de nosotros”. Antes aun de cruzar el umbral de la Fortaleza, el teniente piensa en volver; en medio de su interminable cabalgata, el joven alférez reconoce que “el ánimo se ha vuelto tan débil y la nostalgia tan grande”; “Oh, el hogar querido”, se desgarra Drogo cuando todavía cree que el retorno es una posibilidad plausible. La cifra y clave del retorno (imposible para ambos y por distintos motivos) se materializa en la figura materna: “’Querida mamá’, comenzó a escribir [Drogo] e inmediatamente se sintió como cuando era niño”; el alférez, reconcentrado, escribe una misiva que en cuatro versos da cuenta de su nostalgia y prefigura su destino: “Mi buena madre, / enorgullécete: llevo la bandera, / no te preocupes: llevo la bandera, / quiéreme: llevo la bandera.”
Las reiteradas veces que en la Fortaleza Bastiani suena la corneta –aleación de metal y voz humana que paradójicamente suscita una noción de pureza- resuena la vibración poética de Rilke, esa alarma general, ese arpegio largo y agudo que el soldado desea oír para enfrentarse a su destino de gloria. Pero es justamente a partir de esta noción de gloria que los dos personajes se diferencian hasta alzarse en las antípodas uno de otro. La imposibilidad de combate, la ausencia de enemigos, la latencia eterna es lo que distingue de modo tajante El desierto… del Canto…, donde el combate estalla y muere el alférez Rilke a los dieciocho años de edad, en el campo de honor y cubierto de gloria pues, como se lo ha comunicado a su madre, es él quien lleva la bandera. El corneta Cristóbal Rilke cae aureolado –de modo acaso involuntario, pero sin duda previsto- de gloria (los dieciséis sables curvos que caen sobre él “son una fiesta” en la que el joven alférez alucina la imagen de “un surtidor sonriente”); mutatis mutandis, huérfano de batalla y ajeno al campo de honor, el teniente Drogo también muere a temprana edad, pero es una muerte que se consuma en el puro plano simbólico; una muerte mustia, gris, cuando advierte que ya no podrá salir de la Fortaleza Bastiani; una muerte asimilable no ya a “un surtidor sonriente”, sino a “una verja pesada” que se cierra violentamente a sus espaldas. Incluso en su breve vida, el alférez Rilke tiene el halago de conocer el amor al amparo de un castillo antes del asalto del enemigo, antes de morir vive con intensidad una primera y última noche de amor. El teniente Drogo no se anima a profundizar su relación con María Vescovi, la hermana de su amigo Francesco, y termina permutando su ideal de amor romántico por noches de calistenia cuartelaria, desfogándose con meretrices.
La Fortaleza Bastiani no es ni puede ser el marco para que se realicen los sueños de gloria de nadie; del desierto del Norte debería surgir una amenaza bajo la forma del enemigo, pero nada surge, se espera “la hora milagrosa que al menos una vez en la vida le toca a cada uno”: es la hora que el destino y la Historia le otorgan al alférez Rilke y le niegan al teniente Drogo. De tarde en tarde, el teniente “volvía a meditar en las heroicas fantasías construidas tantas veces en los largos turnos de guardia, y perfeccionadas todos los días con nuevos detalles. En general pensaba en una batalla desesperada entablada por él, con pocos hombres, contra innumerables fuerzas enemigas”, pero cuando ocurre algo que aparentemente altera el orden rutinario de las guardias, piensa: “justo a mí tenía que pasarme, ahora ocurre algún lío.” Tal es la diferencia fundamental entre el alférez y el teniente, habida cuenta de que en el alférez alienta el heroísmo juvenil y romántico que halla su cauce en la muerte en el campo de honor, mientras que el teniente termina apegado al orden burocrático y al sobresalto administrativo, fruto de una época estigmatizada por la muerte de los dioses y la caída de los héroes.
Precedida por el sonido marcial de las cornetas, se produce una de las dos muertes absurdas que tienen lugar en la Fortaleza: el soldado Giuseppe Lazzari no sólo no muere en combate, sino que es fríamente ajusticiado por un compañero por no saber la contraseña reglamentaria y seguir avanzando a la tercera vez que el centinela pregunta: “¿Quién vive?” El teniente Angustina muere de frío en el curso de una expedición no menos absurda a fin de delimitar un confín fronterizo. Es un universo en el cual, en contraposición al del alférez Rilke, ya no hay lugar para el heroísmo. El mero tono con que se comienza a contar la historia del alférez Rilke (“Cabalgar, cabalgar, cabalgar, a través del día, a través de la noche, a través del día. Cabalgar, cabalgar, cabalgar”) ya comporta una autorizada promesa de gloria; el mayor Ortiz le señala al teniente Drogo: “no todos han nacido para ser héroes.” Dos son los hechos que alteran a lo largo de más de treinta años la inercia de la Fortaleza y que la guarnición confunde con el avance de los tártaros, el asalto de los enemigos del Norte: la inopinada aparición de un caballo negro y la realización de trabajos de orden catastral asignados a una partida de soldados; no hay, pues, posibilidad de gloria sino el mero agobio del trámite administrativo; es, en más de un aspecto, la distancia que va de Rilke a Buzzati pasada por el cedazo de Kafka: el desesperante letargo sumido en el desconcierto que le es connatural al género fantástico.
El teniente Drogo vive su heroísmo en potencia, el alférez Rilke lo consuma en acto. El alférez es aún un héroe romántico y de caracteres impresionistas configurado en una noche de otoño de 1899, en la bisagra entre un siglo y el siguiente; el teniente Drogo, imaginado por Buzzati en 1945, año en que finaliza la Segunda Guerra Mundial, ya es un héroe kafkiano asediado por el vacío existencial y el sinsentido de la Historia, un agonista del absurdo de la estirpe de los personajes de Beckett y Camus, alguien que sólo puede apelar al sueño de la gloria, pero de ninguna manera a su realización. A fines del siglo XIX, Rilke podía otorgarle carnadura a un alférez alemán que muriera de manera singular e intransferible en el campo de honor y que hasta pudiera trabar amistad con un francés; luego de dos contiendas mundiales, a ese lirismo rilkeano le ha torcido el brazo la Historia, y Buzzati sabe que ya no hay posibilidad de muerte heroica sino, apenas, de una muerte anónima y unánime.
Sobre la culminación de El desierto de los tártaros parece, sólo parece, que el enemigo del Norte se ha decidido, por fin, a atacar. La pauperizada Fortaleza Bastiani pide refuerzos, se oye el sonido marcial de las cornetas y da la impresión de que ha llegado la hora de morir o matar en el campo de batalla. Pero el ahora capitán Giovanni Drogo tiene cincuenta y cuatro años, es ya un alférez Rilke envejecido, o sea, imposible. Escucha en la lejanía “las raras señales de corneta” y apenas atina a incorporarse porque lo tiene postrado una disfunción hepática. Su único superior inmediato, el teniente coronel Simenoni, lo obliga a abandonar la Fortaleza en una carroza pues apenas logra sostenerse en pie. Y por más que en las páginas finales de la novela, el narrador se obstine por insuflar aliento épico a los últimos momentos del protagonista, se advierte que nadie cantará su elogio, “nadie te llamará héroe ni nada por el estilo”; se advierte que una vez más Giovanni Drogo, como el día que arribara a la Fortaleza Bastiani, ha llegado fatalmente a destiempo.
Biografía
Osvaldo Gallone nació en Buenos Aires en 1959. Ha publicado tres novelas, dos libros de poemas y dos tomos de ensayos. Ganó el primer premio de ensayo otorgado por la Fundación El Libro en 1999, el primer premio en la convocatoria nacional San Luis Libro en 2010, el tercer premio de cuento otorgado por la Fundación Inca en 1995, la Mención de honor en el concurso de cuentos organizado por el diario «La Nación» en 1997, el tercer premio en el concurso internacional Viene a Cuento del año 2002, el Primer Premio a la Mejor Novela en el concurso de novela corta 2011 auspiciado por el Municipio de Alcobendas (Madrid, España), el primer premio de cuento en el concurso internacional Ángel Ganivet, España, 2014.