(Acabamos de recibir, con profunda tristeza, el mensaje de Adriana Hidalgo Editora en el que comunica que ayer, miércoles 5 de agosto de 2015 a las 16hs, falleció en el Hospital de Clínicas de la Ciudad de Buenos Aires la poeta Juana Bignozzi. Subimos entonces, en su memoria y como homenaje, la presente entrevista, publicada originalmente por Evaristo Cultural en el mes de diciembre de 2010.)
Para Juana, la poesía es una señorita esquizofrénica que delira al après-midi. Y es también voz de la memoria, ejercicio de estar en el mundo, carrera de fondo.
Juana Bignozzi nació en Buenos Aires, en 1937, el mismísimo día en que desembarcaba la primavera. Fue la única mujer en el grupo El pan duro –que compartía con Juan Gelman, Julio César Silvain, Héctor Negro, José Luis Mangieri y Alberto Szpumberg, hombres de la izquierda de los años ‘50-. Luego, allá por el ’74, se instaló en Barcelona; la llevaron –primero- cuestiones ideológicas, y la retuvieron -más tarde– asuntos de orden económico, de esos que a veces signan los caminos. Desde el 2004 vive en Buenos Aires. Dice que volver fue para ella una liberación y que, aunque nunca se sintió exiliada, fue una desterrada. Tradujo más de cuatrocientos libros; entre las obras de su autoría se encuentran La ley tu ley, obra reunida (Adriana Hidalgo, 2000), Quién hubiera sido pintada (Siesta, 2001) y Antología personal (en la colección Bicentenario de la Biblioteca Nacional, 2009). Recibió el Segundo Premio Municipal de Poesía en el 2000 y el Premio Konex, Diploma al mérito por el quinquenio 1999-2003.
Juanita –que supo ser una chica de barrio- abre las puertas de su departamento, en el centro de la ciudad –donde siempre quiso vivir-, y nos deja un ratito recorrer esa historia, seguir un derrotero que hasta aquí la trajo y la ubica hoy día entre las voces poéticas más destacadas de la poesía argentina actual. Parece brava y lleva en la mirada la luz de la edad.
¿En qué momento y cómo nace en tu vida la poesía?
Yo nunca me planteé teóricamente ser una poeta ni nada de eso. Escribía; escribía muy bien. En la escuela hacía las mejores composiciones, pero no asociaba eso con la literatura. Después en el último año del secundario, a los diecisiete, empecé a escribir algo que sería lo que ahora llaman “textos”. Se lo di a mi profesora de francés -yo hacía libre los últimos dos años de la Alliance con una profesora francesa-. Se los di y le dije “Mire, mademoiselle -vos viste que a las francesas se les dice ‘mademoiselle’ así tengan cien años-, yo escribo esto”. Y a la clase siguiente ella vino y me dijo “Ah, mon enfant, ca c’est de la poèsie”. Y yo dije: “Esta es una mujer muy excéntrica”. En el Buenos Aires del cincuenta y pico ella era como una flor exótica. Era rara en la manera de vestirse, de hablar, de todo. Entonces yo dije: “Mademoiselle es rara, no hay que hacerle caso”. Pero después empecé a vincularme más con el partido comunista, y entonces empecé a conocer poetas, y a engancharme en esto de la poesía. Mi entorno natural empezaron a ser los poetas, como siguen siendo ahora. Uno tiene la sociabilidad de su profesión. Yo soy muy amplia en mis amistades, pero tampoco conozco tanta gente; no voy a una fábrica, no trabajo en una oficina; estoy limitada a mi sociabilidad, que es la de mi profesión. Por otra parte, yo nunca sentí el problema de no publicar, publiqué enseguida, a los veintiún años. Y estuve siempre rodeada de gente que me trataba y consideraba como poeta, y así seguí. Yo no tengo, como muchos amigos y compañeros de la profesión, mucha ansiedad por la poesía. Yo sé que soy poeta y escribo siempre. Publico poco y selecciono mucho, pero escribo mucho. Y todo eso de la angustia de la hoja en blanco no lo conozco. Para mí la poesía ha sido en la vida un recurso natural. Yo no tengo esas angustias del alma. Y quizás eso atente contra mi imagen y mi trascendencia como poeta. No he tenido nunca conflictos para imponerme; no he tenido que luchar en contra de mi casa por ser poeta. Nunca me dijeron algo así como “Vos estás loca, querés ser poeta”. A mí eso no me paso, por suerte. Y la poesía me es muy natural.
¿Cómo fue la experiencia en tus comienzos con el grupo “El pan duro”?
Muy buena. Fue una experiencia totalmente opuesta a la que son los grupos y los recitales de ahora. En primer lugar, los recitales eran muy pocos; uno o dos por año. Además éramos muy pocos, ni hablar de las mujeres. Casi no había. Yo fui la única de “El pan duro”. Después estaba Alejandra [Pizarnik], que hacía una vida más separada, y gente mayor que yo, como Olga Orozco… Ese era otro mundo, claro. Pero mujeres, si vos hacés la lista, te vas a dar cuenta que hasta cierta eclosión de la mujer poeta, no hubo muchas. Yo fui la única de “El pan duro”. Eran experiencias más militantes, más políticas. Nosotros luchábamos por una difusión de la poesía. Nuestras estéticas -si se podía llamar así a lo que escribíamos- no tenían nada que ver entre sí, y eso lo probó después la historia. Ellos dejaron de ser poetas. Nosotros no teníamos el problema de agruparnos en torno a una estética principal, la ideología nos inclinaba a una estética. No era una “Poesía Buenos Aires”. Y además yo -que siempre fui un poco más snob– nunca estuve con “El barrilete”. La experiencia de “El barrilete” a mí nunca me interesó, yo nunca estuve con ellos. Además a mí esa experiencia me dio algo que supongo se debe notar mucho: yo puedo leer ante cien personas, ante dos, ante dos mil. Yo era una muchachita y leía en teatros, en comedores de familia, leía donde fuera que había que ir. Ahora leo muy muy poco, pero porque no me gustan las lecturas que hay, ni los ciclos. Y ahí sí hago una diferenciación no tanto estética, o sí, pero esa estética es producto de que pensamos otra cosa de la vida. Cuando yo no leo en algunos lugares es porque esos poetas a mí no me interesan. Son caminos de la poesía que no me interesan, y volvemos a un planteo ideológico. Yo creo que si vos has escrito siempre de determinada manera es porque creés que esa es la línea de la poesía, incluso con variantes, -yo no tengo que ver con Calveyra, por ejemplo, pero lo respeto-, pero hay otras poéticas que no me interesan, que yo sé que no van a perdurar, a las que no adhiero. Entonces me es muy difícil leer en ese tipo de contextos.
¿Te has peleado con mucha gente?
Peleado no, pero le he dicho de todo a todo el mundo, eso sí. Hay algunos temas por los que he confrontado toda mi vida, esa aceptación de que todo vale lo mismo, por ejemplo. Hay lugares en los que yo no leo. Eso no sirve para el gobierno, ni para la revolución ni para nada de eso, yo lo sé. Pero sirve para sostener una ética personal. Hay lugares en los que yo no leo porque no estoy de acuerdo con lo que simbolizan. Hay gente con la que no leo y hay cosas que no hago. Hay invitaciones que no acepto. Es la única forma que encuentro de ser coherente con lo que pienso del mundo. Yo creo que no se tiene que leer con Macri, y mis amigas me dicen: “Pero entonces no leés en ningún lado”, ¡y a mí qué me importa!, no leo. ¿Qué valor tiene que yo le diga no -como le dije- a Macri? Ninguno. Él sigue en el gobierno, es millonario, de hecho ni sabe que existo. Pero yo me quedo tranquila, con Macri no leí. Hay que tener una línea de conducta en la vida. También acabo de rechazar una invitación del CCEBA, y yo digo, si sigo así ni los perros se van a acordar de mí, pero qué voy a hacer. El muchacho que me llamó, ¿sabés qué me dijo?: “La admiro profundamente, señora”. ¡Como si yo fuera Juana de Arco! Se ve que no hay mucha gente que sostenga una conducta. Simplemente le dije que yo pienso muy mal de España y entonces no puedo ir a usar el servicio cultural de España en el extranjero, porque si alguien se levanta y me da una trompada, tendría razón. ¿Le afectó a alguien esto? No. Pongamos el caso de la Guggenheim, por ejemplo. Yo tuve un momento de duda con eso, sobre todo cuando necesitaba el dinero para poder volver. Y mi marido me dijo, “Si vos lo hacés, no vas a poder leer en ningún lugar más, cuando te digan ‘Sra., usted se tira contra el imperialismo y pide la Guggenheim’, ¿qué les vas a decir?”. Y tenía razón, todos tienen la Guggenheim, yo no conozco a nadie que no la tenga.
¿Tenés alguna rutina de escritura?
No, yo soy poeta, los poetas no tienen rutina. A lo sumo uno te dice “escribo de noche”, “escribo de día”, yo veo que mis amigos narradores sí tienen: se levantan y se ponen a escribir. Un narrador tiene que escribir con otro método, tiene que llenar doscientas páginas; la poesía es una condensación; la narrativa, una extensión, en última instancia. Hasta hace no mucho tiempo yo siempre escribía de noche, pero ahora estoy más diurna. Salgo de noche, pero ya no escribo de noche. Tampoco tuve nunca un lugar fijo donde escribir. Escribía en la cocina, en el comedor, donde fuera. Ahora tengo un escritorio y tampoco lo uso.
¿Escribís a mano?
Todas las notas las tomo a mano. Después paso las anotaciones a la computadora, las imprimo y sobre eso trabajo. Pero escribo mucho a mano. Es muy raro que yo empiece a escribir en la computadora. También tiro mucho; lo que no sirve, lo tiro.
Recién decías que escribís mucho y publicás poco; La ley tu ley reúne tu obra -exceptuando los dos primeros libros y hasta el 2000-, ¿dejaste mucho afuera? ¿Cómo trabajás en el proceso de selección?
Mirá, yo aprendí después de mi tercer libro que un libro no es un conjunto de poemas solamente, sino que tiene que tener una estructura. Partida de las grandes líneasestá escrito con un plan: cada primer verso es un sueño. Yo me despertaba y anotaba un verso, y después escribía el poema, y me propuse que fueran cincuenta. Eso es un plan. Después me di cuenta de que el libro tiene que tener unidad, tiene que tener un eje, no lo que hacíamos de jóvenes, que uno juntaba los poemas que tenía y los publicaba. Y así es como van quedando cosas en el camino. Por ejemplo, los poemas a mi madre, de mi último libro, yo los tengo escritos desde hace muchísimos años. No encajaban en otro lado. Tengo muchos poemas que no encajan en ningún lado y entonces quedan ahí. Es importante que el libro tenga un eje, una hilación, un vértice. Y también el título tiene que tener que ver con eso. Porque otra cosa que solemos hacer los poetas es poner de título del libro un verso de un poema que es fantástico, pero después uno lee el libro y dice “El título es fantástico, ¿y dónde están los poemas tan fantásticos?”. El título tiene que decir lo que el libro dice.
¿Sentís que a lo largo de toda una vida fue cambiando tu estilo, tu poética, tu poesía?
No, yo creo que fue cambiando la escritura, el saber escribir mejor, pero creo que finalmente yo escribo una larga carta que empezó desde el primer libro. Eso lo han dicho casi todos los críticos. Por supuesto que en cincuenta años algo aprendí, entonces escribo mejor, no caigo en ciertas trampas, sé lo que no hay que hacer, ese tipo de cosas. Beatriz Sarlo dice que en Mujer de cierto orden -del ’60- yo ya estaba construida (lo dice en otros términos), que después fue aprender a escribir. Yo creo que no he cambiado mucho.
“… después fue aprender a escribir”, ¿cómo es ese camino?
No te das cuenta, lo vas haciendo. A lo mejor la traducción me ayudó. Leyendo mucho. No siendo soberbia, no creyendo que cada palabra que ponés en el papel está bien puesta. Yo escribo mucho. Antes, hace muchos años, yo escribía y no sabía si eso iba a servir o no. Ahora no. Ahora, cuando escribo, si es una porquería que no va a ningún lado me doy cuenta. Igual escribo, y después lo tiro. Pero eso es ya como un diario íntimo, es otra cosa. Eso es un aprendizaje.
Y a esa especie de diario íntimo, ¿qué sentido le encontrás?
De psicoanálisis, yo creo. Escribo mucho contra la estupidez, contra los miserables. A lo mejor de eso queda un verso. Yo estaba escribiendo algo que se llamaba “El cuaderno de la poeta”, que durante mucho tiempo dejé olvidado y ahora retomé, porque siempre quedan -después de tantos años de poesía- algunas cosas para rescatar. En ese cuaderno fui juntando todas esas cosas que no quería que se perdieran, un poemita corto que nunca entró en un libro, ese tipo de cosas… No voy a poner en un libro ahora un poema de los 30 años, no va. Una mujer de 73 años que siente como una de 30 no va. Yo no pienso ni siento lo mismo que a los 30, la gente cambia. No es que cambien las convicciones o la ideología, pero la gente crece o, mejor dicho –la palabra crecer no sirve-, envejece.
¿Por qué decís que la palabra “crecer” no sirve?
Porque crecer da una idea de progreso. Y a veces no tiene que ver con un progreso, sino simplemente con el paso del tiempo.
¿No creés en el progreso?
No mucho. No creo en el sueño del positivismo. Además, la historia ya nos demostró que no hay que creer mucho en eso.
¿Sos un poco escéptica?
No, para nada. Por eso sigo escribiendo. Creo en cosas que van a pasar, creo profundamente en el pueblo, creo que algún día el pueblo va a hacer algo.
Sentencia uno de los versos que abre La ley tu ley: “como siempre hablo de los demás pero digo yo,”. ¿La poesía dice siempre yo? ¿Vendría a ser el género por excelencia del yo?
Yo creo que sí, porque vos hablás de los demás, hablás del mundo, pero hablás de vos, no te ponés nunca en la piel de otro. Es muy raro que un poeta pueda tomar un personaje y hacerlo hablar como hace un novelista. El poeta, aún en lo más oculto, habla desde sí, desde un yo cerrado. Hay un ensayista francés cuyo nombre no recuerdo que dice que el Romanticismo es el imperialismo del yo. Y yo creo que el imperialismo del yo es la materia con la que trabajamos los poetas. Esto no quiere decir poesía intimista, ni confidencial ni autobiográfica, yo escapo de todo eso, lo que digo es que uno da siempre su versión del mundo, y eso es el yo.
“mira como una criatura / los triunfos, las derrotas de ese ir y venir de palabras, su vida en realidad” son últimos versos de “Y cada vez hay menos tiempo”. ¿Creés, como pensaba en un sentido Proust, que la verdadera vida está en el arte?
No, yo pienso todo lo contrario. Y he luchado toda la vida para que eso no fuera así, aunque no lo logré mucho. Yo no soy trascendente ni profunda, a mí me gusta salir, me gusta comer, me gusta la vida afuera, no me gusta la casa, aunque trabajé toda mi vida en casa…
¿Siempre viviste de la escritura?
De jovencita no. Fui encuestadora, oficinista… Y a los veintiséis ya empecé a traducir. Desde aquella época hasta hoy he vivido siempre de la traducción. Ahora estoy haciendo un Le Clézio, que es muy duro de traducir.
Otro de tus versos que tiene que ver más con lo que decís que el que leíamos antes: “Y yo pensaba en los que han confundido / la vida con la poesía”…
Claro, es eso. Yo hice una vida posiblemente para mi gusto muy intelectual, pero no pude hacer otra. Cuando uno cambia de clase –cuando vos te convertís en un intelectual, desgraciadamente cambiás de clase-, no lo podés evitar. No traicionás a tu clase, pero pertenecés a otra.
¿Vos de dónde venís?
Yo vengo de una clase obrera cerrada. Mi papá era obrero panadero; mi mamá, obrera de fábrica. No tiene nada que ver la vida que yo he hecho con la vida para la que nací. Mis padres me ayudaron para que así fuera; me mandaron a estudiar y no a trabajar. En un momento en que las mujeres no iban al secundario. De las chicas con las que terminé sexto grado, sólo dos fuimos al secundario. Y ella era hija de un constructor, tenía dinero. Hay que ubicarse en la Argentina del ‘55, en un barrio -nosotros éramos de Saavedra-. Por eso a veces estoy un poco apenada. Yo sé que soy muy mayor, pero me tratan como a una estatua. Me preguntan cosas… Yo no tengo un perfil pedagógico, para nada. Entonces me aburro. Yo agradezco la admiración, pero eso no es la vida. Si vos vivís eso, ya estás. Y muchos de mis colegas y amigos viven así, como canonizados. Te dicen: “yo me levanto, hago tal cosa, escribo de tal hora a tal hora…”. Yo nunca hice eso y no puedo ni quiero hacerlo
“una poesía en realidad para ser un animal herido entre la gente / para irse a un rincón y tratar de no molestar / si digo esa poesía ya no me interesa / es porque he empezado a sentir gusto por la vida en serio”. ¿Hay una poesía de animal herido que es un espacio que aleja al hombre de la vida “en serio”?
Sí, y muchos poetas lo han vivido así y lo sufren –algunos lo sufren como una aristocracia-. Otros nunca se han cruzado con una vida de realidad, de integración, a otros sus hijos los han odiado, a otros no. Yo creo que toda poesía te separa, ninguna suegra quiere tener una nuera poeta –a menos que la suegra sea una snob-. Ser mujer poeta, en una clase media normal, no te sitúa en un muy buen lugar; hay que ser fuerte y resistir en lo que uno hace… Y también hay que tener mucho cuidado y no sentirse superior por ese extrañamiento, eso no te hace mejor que los demás. Si vos lo tomás como una superioridad, eso te lleva también a un aislamiento.
En el ’67 escribías: “Qué vas a hacer de tu vida juana? / Sufro, amo, todos rabiamos por la revolución / a veces tengo miedo de que seamos felices.” ¿Qué hiciste de tu vida, Juana, con tu juventud y tu ternura?
Hice una vida que ahora veo que ha sido bastante de privilegio. Yo hice lo que quise, poca gente puede hacerlo. Logré escapar de cosas que no me hubieran permitido hacer la vida que hice y que involucraron decisiones muy duras: yo nunca quise tener hijos, y por suerte me casé con alguien que tampoco quería. Pero es una decisión muy difícil, yo casi no conozco personas que deciden eso. Siempre odié la vida doméstica, aunque soy un ama de casa, pero no le doy ningún valor a esa vida ni a esos valores de la familia, a mí no me criaron en esos valores, me criaron en los valores hacia fuera, soy hija única además. Y he sido criada en una casa que no creía en la familia sino más bien en los amigos, en la militancia y en otro tipo de cosas. Cuando yo escucho eso de que lo primero es la familia… ¡yo no sé qué significa eso! Para mí, estar con mi marido es como estar sola, pero no porque estoy sola, yo con él me llevo muy bien, sucede que después de cuarenta años, estar con él es estar conmigo misma, y a él le debe pasar lo mismo. Nosotros hablamos mucho, hemos viajado juntos mucho, salimos… el otro se convierte un poco en una prolongación tuya. Yo he hecho una vida muy diferente. A mí me criaron mucho con el sentido del deber y la obligación, sin duda hubiera sido una madre muy obsesiva, hubiera cumplido con mi deber, y eso me hubiera frustrado en muchos otros sentidos.
En tu obra está bastante presente la figura de la familia: “no abandonen la hermosa cena familiar / no hablen más de un ciego retrato en colores / sobre él ha caído una permanencia / la de la sangre”. ¿Qué opinión tenés acerca de la institución “familia”?
Yo pienso que la familia, como la hemos conocido nosotros, -incluso el matrimonio- es una picadora de carne. Yo conozco buenos matrimonios –el mío es un buen matrimonio-, pero las instituciones piden un precio de sangre, pagan un precio de oro si querés, es cierto, pero sin duda estamos viendo este desmembramiento de la familia, este permanente divorcio de la gente. Yo creo que la familia es una institución que tiende a desaparecer –no sé qué la puede reemplazar, no tengo la más mínima idea-, pero la gene que se aferra a la idea de la familia es la gente que vive con más prejuicios y frustraciones. Cuando yo escucho frases del tipo “Yo lo único que tengo son mis hijos, mis nietos…”, a mí se me ponen los pelos de punta. Yo tengo el mundo, la gente, y eso otro no lo entiendo. Creo que uno puede tener hijos y nietos y también tener el mundo, no hay por qué hacerse un monje de clausura. Los hijos van a ser mucho más felices con alguien que está en la vida y en el exterior que con esa madre hacedora de milanesas todo el día en la casa…
“Las mujeres de mi generación / las que tuvimos la suerte de no convertirnos / en atemporales secas acumuladoras de inútiles conocimientos / somos cursis (…) en realidad sufrimos los arquetipos”. ¿En qué sentido las mujeres de tu generación sufrieron los arquetipos? ¿Cuáles?
Todos. Una mujer de mi generación estaba destinada a casarse. Las que se salvaron se salvaron por la militancia, o por una actividad social fuerte. Ese tipo de mujeres fueron las que lucharon contra los arquetipos. Algunas fueron muy desdichadas y condenadas. Recién en el setenta –sacando las pioneras- empieza a aparecer otra cosa, porque pensar en mi vida no es pensar en el común de las mujeres de mi época, es otro tipo de vida. La mujer realmente ha estado siempre más o menos sometida. Había muy pocas casas como la mía en las que no se esperaba que la mujer se casara, tuviera hijos y ya. Para los más liberales también podías tener tu profesión, pero sea como fuere una mujer trabaja afuera, vuelve a su casa y hace las tareas de la casa, es lo que sigue pasando ahora: una ingeniera trabaja todo el día y cuando vuelve a su casa tiene que lavar la ropa y cocinar, por más que tenga alguien que la ayude, la responsabilidad es de ella. Y esos arquetipos en el ‘60 estaban muy duros. Y tampoco se puede juzgar eso por las chicas de la calle Corrientes, que fueron otra cosa. Una vez le preguntaron a un gran actor español que murió hace pocos años, Fernando Fernán Gómez, cómo se había vivido en España durante el franquismo el tema de la represión sexual, y él dijo que no podía contestar eso porque él siempre había estado relacionado con actrices, se casó con actrices, tuvo amantes actrices, etc., entonces él no podía juzgar la España de Franco por el comportamiento que tenían las actrices, que por supuesto eran más abiertas y luchaban con otra fuerza. Y esto se puede aplicar a la literatura y a la poesía.
¿Creés que hay alguna diferencia concreta que se pueda señalar entre la escritura femenina y la masculina?
Yo creo que la diferencia se da porque una la escribe un hombre y otra una mujer, y si los dos son buenos poetas vos nunca vas a dudar si estás leyendo a un hombre o a una mujer. Esto de los valores femeninos -que yo execro y desprecio-, esto de que los hombres son inteligentes y nosotras tiernas… No, yo soy tan inteligente como un hombre, y los hombres que yo conozco son tan tiernos como una mujer. No hay una división donde el hombre es inteligente, fuerte, guerrero, recolector… ¿Qué¿ ¿Estamos en las tribus? Yo creo que esa diferencia puede aparecer en ciertas temáticas, en ciertos modos de relacionarse con las personas y con el mundo, pero eso no hace a una exacerbación de los valores femeninos en los que yo no creo. Mientras nosotras sigamos defendiendo el adentro, el afuera lo tiene el enemigo, no hay mayor tranquilidad para un dictador, para un marido prepotente, para un padre sangriento, que que la mujer se quede en la casa y exalte esos valores de no independencia –no de libertad, porque eso es otra cosa-. Todo esto lo digo, por supuesto, sacando esos poemas que yo detesto del tipo “la olla hace puf puf en la cocina…”.
Cito una vez más, de Si alguien tiene que ser después: “ahora que soy nada más que obviedad / una anciana que parece no haber conocido estructura teórica…”. ¿Cuál ha sido -cómo es- tu relación con la teoría?
Yo creo que toda persona que llega a mi edad escribiendo tiene algún tipo de teoría, aunque no sea un teórico. Yo no soy una teórica, pero todos tenemos una teoría, si no uno no escribe durante cincuenta años. Lo que sí veo es que hay teorías no poéticas o interpretaciones que alejan a los poetas de la realidad –eso también pasa con muchos politólogos-. No es que la realidad tenga razón siempre, pero sí el análisis tiene que partir de la realidad, ¿no? En cambio, la construcción teórica abstracta tiene ese grave peligro, con lo cual se termina no entendiendo nada, no entendiendo el país, no entendiendo la clase, no entendiendo lo que ha pasado en la Argentina.
Hablando de lo que ha pasado en la Argentina, ¿cómo fueron tus años en el exilio?
Yo nunca me sentí exiliada, fui una desterrada. Yo viví siempre aquí, nunca me di cuenta de que vivía afuera, no lo registraba. Viajaba mucho, traducía mucho –traduje más de cuatrocientos libros-. A tal punto te digo esto que el vivir afuera no influyó en mi lenguaje escrito –y eso que yo traducía en español, por lo tanto escribía según las reglas de España-. Lo que sí, estuve muy triste siempre allá, irme fue una liberación. Pero bueno, me tocó vivir eso. Acá no se podía volver. Primero por cuestiones ideológicas y después por un problema exclusivamente económico, Mi marido es corrector de estilo y traductor de arte, y acá no vivías de eso, no había forma en el ’83 de volver. Imagináte… éramos dos traductores, sin casa, teníamos que pagar el alquiler y comer, no podíamos. Entonces hasta que no terminamos de pagar la casa de Barcelona y pudimos venderla, no pudimos volver. Nuestra profesión no era para vivir acá, ahora mis colegas traductores se siguen quejando, pero en el ’82 era peor.
¿Cuántos años estuviste allá?
Treinta.
¿Cómo decidiste irte?
Cuando murió Perón yo estaba convencida de que iban a gobernar los montoneros, nos fuimos por dos años, dejamos la casa embalada y todo, pensando que en dos años la cosa cambiaba. Enseguida vino el Rodrigazo, después en el ’76 la Revolución, y ahí nos quedamos varados totalmente. Si nos hubiéramos dedicado a otra cosa hubiéramos vuelto antes, pero con la profesión editorial acá no se podía vivir, y creo que tampoco hoy se puede, es muy difícil.
¿Cómo ves el panorama político actual?
No tengo una idea… no lo quiero decir. Estamos en un peronismo. Yo viví el peronismo, soy una típica chica criada en el peronismo. El año del terremoto de San Juan, en que se conocieron Perón y Evita, yo empezaba la primaria. Y terminé el secundario en el ‘55. O sea que yo estoy completamente educada en el peronismo. Si finalmente yo adopto una posición trascendente, que no quiero adoptar, siento como si esto ya hubiera escapado a mí.
¿Pensás que la poesía debe tener un compromiso político?
Cuando yo digo que hablen del mundo no estoy pidiendo que hablen de política, ni de conciencia social necesariamente. Esos poemas de estas chicas de ahora, por ejemplo, que dicen “me voy a comprar botitas”, eso también es el mundo. Es el afuera. Yo no digo que hablen desde mi ideología, si empiezan a estar en el afuera, aunque estén como tontas, algo el afuera les va a hacer, porque lo que ven en la vida, en la calle, las va a sacar de esa especie de limbo familiar que finalmente es un infierno, porque todos sabemos –lo supo Balzac en el siglo XIX- que el limbo familiar es un infierno familiar. Cuando yo pido el afuera, no me importa lo que vamos a bailar, me importa que bailemos, hay que salir. Por suerte, esa gran nada de una de nuestras generaciones jóvenes empieza a terminarse -es una generación que ha permanecido adormecida-; pero la generación de los que ahora tienen treinta ya está en otra, por suerte.
¿Pensás que algo parecido está pasando en términos políticos?
Yo no soy kirchnerista, no soy peronista, he sido toda la vida una mujer de la izquierda ortodoxa, pero lo que con gusto reconozco es que ahora la gente está en la calle y luchando, ya van a encontrar un camino, pero ya no es más esa cosa idiota de los ’90. Hoy ningún joven te dice que no le interesa la política, y eso es muy bueno. Por suerte eso de que se “vayan todos” ya se terminó. Es nuestra presidenta, son nuestros ministros, hay un compromiso. Gracias a Dios. Y esta generación de cerca de los cuarenta años -hay que decirlo- está terminada. Eso fue un poco Belleza y Felicidad.
Entonces, ¿cómo ves el panorama actual de la poesía?
Hay muchos poetas -también en el ’60 había diez en cada esquina-, pero eso no importa. Eso lo limpia el tiempo, rápidamente. La superabundancia ahora se nota más, porque en cada casa hay un recital. De los que empiezan a escribir a los veinte años, hay que ver cuántos permanecen pisando los cuarenta. La poesía es una carrera de fondo, hay que superar la juventud – que en la poesía dura hasta los cincuenta y pico-. Y en ese tiempo hay que superar las terribles cosas de la vida -las hipotecas, los hijos, los divorcios… todo eso es muy duro de llevar teniendo además que escribir-. No siempre se escribe con todo eso a cuestas, por eso la gente que escribe toda la vida tiene un gran mérito; es muy difícil que la vida no te pase por encima, hay que saber compaginar todo eso cuando uno no tiene una fortuna. Bueno, Rilke también metió a la mujer en un manicomio y a los hijos en un asilo y se fue a escribir a Suiza… también se puede hacer eso., Yo diría que no es lo más recomendable, porque finalmente fue un pobre angustiado que no logró superar ese desastre. Él quería escribir las elegías de Duíno, no quería estar viendo cómo pagaba el alquiler, y eso es lo que hay que superar. Es muy difícil sostener el entusiasmo del primer libro a los veintipico.
Me gustaría preguntarte por tus lecturas, ¿sos una lectora ordenada? ¿Qué leés?
Soy muy lectora de ensayos. Leo poesía, también, claro, pero lo que más me interesa leer es política. Durante más de veinte años traduje economía, historia, derecho. Y eso me gusta mucho. Los poetas que me han acompañado siempre han sido los italianos, Bertolucci por ejemplo. Ellos me enseñaron a escribir. No sé si son grandes poetas, pero te enseñan a escribir, como Pavese.
¿Traducís poesía?
No. Traduje algunos italianos para el Diario de Poesía, pero muy poco. No me interesa traducir poesía.
¿Cómo concebís el ejercicio de la traducción?
Yo soy muy buena traductora. Lo digo simplemente porque si no lo fuera no hubiera tenido todo el trabajo que tuve, nunca lo hice para la gloria de mi intelecto. Para mí fue una profesión, si yo hubiera tenido dinero, como decía Federico Correa -que es un excelente escritor argentino- no me hubiera dedicado a traducir. Él me decía: “Yo, Juanita, si tuviera dinero, no pongo una mano en un teclado”. Hay traductores que aprenden traduciendo poesía, como si entraran en un juego con ese poeta. Quizás a ellos la traducción los ayuda a escribir; a mí no. Ahora los traductores se consideran autores, yo creo que eso es una tontería total, es una ilusión. Tal vez a mí eso no me pasó con la traducción porque yo siempre escribí, nunca puse mi escritura en la traducción. En la traducción pongo traducción. Por ejemplo, yo traduzco a Le Clézio y queda un Le Clézio poético y genial, pero porque él es poético y genial, y porque yo lo sé traducir. Yo respeto el texto, creo que la traducción empieza por ahí, por el respeto al autor.
¿Probaste alguna vez algún género por fuera de la poesía?
No. Alguna vez intenté una nouvelle, pero no. La verdad es que no tengo constancia, me aburro. No es que me aburra la prosa en sí, me aburre el método que hay que tener para escribir prosa. Yo estoy acostumbrada a que las cosas se cierran y se terminan rápido. Aún aunque haya que volver mucho sobre eso. Me mantengo en la poesía, que es lo único que sé hacer. Ahora hay pocos poetas que son sólo poetas, la gente tiene más amplitud. Los poetas que sólo hacemos poesía somos pocos.
Hace un rato, mencionaste a la plástica, ¿te dedicás a la plástica?
Con mi marido somos aficionados, vamos mucho a exposiciones –eso sí que extraño de Europa, pero ahora no voy a ponerme a tener nostalgia de Europa, tuve treinta años nostalgia de Buenos Aires, no voy a tener nostalgia de Europa ahora, sino me quedo andando de nostalgia en nostalgia-. Me gusta mucho la plástica. Yo siempre digo que si tuviera que irme a una isla desierta no llevaría un libro, llevaría un cuadro. Me acompaña mucho más.
¿Encontrás resortes entre la plástica y la poesía?
Después de mi obra reunida, yo publiqué Quién hubiera sido pintada, que es un libro de poemas de pintura. Y ahora voy a sacar un libro inmenso de poemas de pintura. Yo escribo mucho sobre pintura, muchos poetas lo han hecho.
“como mi irremediable vejez será justificación / de esa mezcla de asco y lucidez / que solemos llamar destino”. ¿Qué pensás sobre la idea de destino?
Yo tengo la ilusión de que haya un destino, que se lo forma uno con decisiones muy duras quizás. Yo siempre tuve la sensación de que no iba a morir sin construir un destino, sin haber estado destinada a algo, haberme destinado yo misma a algo, a hacer algo que sirva para algo, que vos sepas que trasciende tu tiempo de vida. Pueden ser mil cosas, no estoy hablando de la literatura necesariamente. Siempre creí en esas cosas.
¿Sos -en alguno de los amplios sentidos de la expresión- un ser religioso?
No. He sido criada absolutamente sin la idea de dios y para mí no es una idea ni angustiosa ni presente. No tengo una creencia en nada. Mis padres eran profundamente agnósticos. Yo no tengo ese conflicto.
Y con la idea de la muerte, ¿como te llevás?
Muy bien. Me llevo mal con la idea de la enfermedad, con la muerte no tengo problemas.
Para ir cerrando, ¿cuál es la luz de la edad?
La que te hace comprender quién sos. La edad tiene que darte una serenidad que yo llamo luz, como una idea de conocimiento. Yo no soy una anciana angustiada, está lleno de ancianos angustiados, yo los veo. A mí no me angustia la edad ni los cumpleaños ni las fiestas. Yo no me deprimo, creo que la luz de la edad es llegar a morirte de una manera viva y luminosa, sin rechazo a la gente joven ni a las nuevas costumbres. Yo tengo todos amigos jóvenes, los de mi edad han entrado en un cono de sombras, están muy encerrados. Hay que tener capacidad de discusión; eso de que los jóvenes no entienden nada yo no lo comparto. En este país a los jóvenes los han golpeado mucho, la izquierda ha fracasado, y de eso hay que hacerse cargo. Hay que hacerse cargo del mal que ha hecho la izquierda oficial en la Argentina; a mí no me hizo tanto daño porque yo soy más bruta. Además mi padre era anarquista y a mí me quedó como una fuerza más vital, pero la decepción de la lucha, la decepción de la izquierda, han sido muy duras. Eso de que la historia ha fracasado no tiene ningún sentido.
¿Creés en la revolución?
Totalmente. No sé cómo se va a llamar ni sé quién la va a hacer. Negri dice una cosa muy cierta: hay un campo de la necesidad cada vez más grande. A pesar de ciertas políticas sociales de la presidenta, la desigualdad es monstruosa, no sé si ella tiene capacidad de acción para solucionarlo, no quiero decir que no quiera, pero a veces el tema es insuperable. Negri dice que mientras haya necesidad hay un territorio de la revolución. Claro que ahora los líderes no son lo que eran antes, la burocracia sindical maneja los sindicatos de otra manera, pero hay un campo inmenso –más grande que en el ’60- de la desigualdad. Es espantoso. Es una sociedad mucho más segregada, una mínima parte vive bien, otra mínima parte sobrevive de manera estricta y la otra parte no sé cómo vive. Ese campo es el semillero de la revolución, el de la clase necesitada, no se podrá llamar más el proletariado -el obrero industrial murió-, pero ese es el campo de la revolución y de la rebelión.
Para cerrar, una pregunta quizás inabarcable: ¿qué es la poesía?
Es memoria, es resistencia, en todos los aspectos de los que hemos estado hablando. Resistencia y persistencia. Es sobre todo voz de la memoria, que lo que existió no muera. La poesía logra que lo que existió no muera, de eso estoy convencida.
Juana Bignozzi (1937-2015)