Mara es el primer libro de Lucas Ryan, director de la revista literaria ekstrapoésia y parte del staff de la mítica librería de Yánover.
“En alguna parte se escuchaba un pájaro que decía algo que yo no entendía,
estaba sentado en una ramita y pensé que era extraño ver un pájaro así”.
¿Cómo nace Mara?
Las razones suelen ser algo trivial; ya decía alguien que la mayoría de las obras nacen a la salida de un bar o en la esquina de la casa. Se puede decir que Dostoievski escribe Los demonios a raíz de una nota que lee en el diario, o que el Zama de Di Benedetto es una lectura de Buzzati, sangrienta y hecha desde el Plata. Creo que lo que quiero decir es que cuándo y cómo nace el libro resulta arbitrario, un conjunto de particularidades del autor y de algo que pasa; en mi caso es un espacio en donde me siento cómodo; no bien, no mal: cómodo. Y es por eso que sigo escribiéndolo.
La luz es un personaje más de tu historia, ¿cómo concebiste el texto en términos de imagen?
No había pensado en esto que señalás de la luz; me gusta esa idea. Respecto a la construcción de la imagen, creo que podría decir que fue algo que pasó; es decir, en un principio pensé ciertos factores visuales que me interesaban trabajar, que creo que son el resultado de ciertos lugares y lecturas que conozco y me gustan, como son el sur argentino o Comala, pero que después todo se fue articulando, digamos, de manera natural. Es un poco como ver el ecosistema que se forma en una maceta sin que nadie la cuide; o en un bosque cualquiera, también. Hay muchas cosas que, una vez hecho ese tiempo que es Mara, fueron pasando de mí al libro, o del libro a mí. Hay muchas cosas que no supe elaborar para esta primera versión, imágenes que no supe escribir; algunas después supe; otras, distintas, aparecen ahora y son las que escribo.
El libro presenta varios narradores, ¿cómo trabajaste en la construcción de esas voces?
Al principio, y durante el primer año de escritura del libro, clasificaba esos relatos a distintas voces según los narradores, en folios o carpetas que me iba haciendo. El trabajo fue un poco el que describe Calvino cuando habla sobre su método en relación a Las ciudades invisibles, es decir, dejar salir los textos de la manera que tengan que salir, pero ordenándolos un poco, al menos con ciertos rótulos, para después ver qué puede hacerse en una suerte de versión final, o al menos editable. Todavía hoy algún narrador nuevo aparece, pero a la mayoría la conozco, por lo que ya prescindo de separar los textos y los dejo descansar uno encima de otro, en un cajón, para cuando quiera corregirlos. A veces pasa que dos voces, dos narradores, se confunden, y terminan siendo el mismo; por suerte uno se acostumbra a eso, aunque no deja de sorprender.
Ese escenario distópico, donde el sol ya no calienta y “las flores son una esperanza” que no seca, habilita múltiples señalamientos. ¿Cuál es la carga simbólica que le adjudicás a tu texto?
Creo que explicar un posible sentido, explicar esa carga simbólica como vos decís, al menos la mía, o la que yo entiendo, sería limitar el texto, completarlo. Y lo completo se agota y angustia.
A lo largo de la historia, la espera se hace protagonista. ¿Es una espera absurda?
La vida es una espera absurda: espera de un amor, espera de un libro, de un hijo, de una mejoría o de una catástrofe. Todos, en algún punto, esperamos algo. Yo ahora espero terminar un café, para después esperar otra cosa. La espera absoluta, la ideal, no existe, o si existe, presupone una inactividad ideal; hasta los anacoretas dedicaban sus horas a la meditación, que es algo. La inactividad imperfecta, es decir, la que tenemos, es la muerte.
“después las imágenes se fueron amontonando como piedras y las llamé recuerdos” / “son todos los míos los propios recuerdos que ahora se olvidan”. ¿Cómo construye el recuerdo la narración?
Hay una muy linda línea en Borges que creo que dice: Somos nuestra memoria, ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. La memoria operaría de cierta manera así, trayendo a colación lo que uno puede retener, como yo ahora ese parafraseo que hago de las palabras de Borges. Digo, el recuerdo, como todo recuerdo, hace lo que puede. Me lo figuro un poco como a ese hombre de Poe que está en un cuarto oscuro, que lo recorre repetidas veces con las manos, buscando una salida y luego una lógica, es decir, un recuerdo, un reconocimiento de la disposición geométrica del espacio. El narrador de eso que pueden decirse diarios en Mara se le parece un poco, aunque éste deja testimonio escrito de la búsqueda, de ese intento de reconstruir su memoria entre cuatro paredes.
¿En qué género inscribirías tu relato?
La editorial supuso correcto editar el libro en su colección de poesía. Tal vez eso esté bien para algún lector, tal vez mal para otro. Yo no me siento poeta.
¿Cuáles son y han sido tus referentes literarios?
De los muertos hago referencia en las otras respuestas. De los vivos, creo que alguien que me gusta lo que hace es Roque Larraquy, con quien por suerte pude tomar una cerveza y conversar, y que me dio, por lo menos, un enfoque que yo no había sabido tener hacia con Mara. Hay otra persona, igual de viva, pero mucho más desconocida en Argentina, que es Javier Vela, poeta y español, joven; de él leí Tiempo adentro, poemario que editó Acantilado, y que me parece logradísimo. Hay una tercera persona que admiro mucho como poeta y que, por suerte o no, se mantiene todavía inédita: Maximiliano Tossenberger.
¿Cómo surge la idea de los puntos negros, de esas “manchas” en la nieve?
Acá podría contar una anécdota que es de mi madre: ella, cuando era chica, soñaba seguido que estaba en la cama y que detrás, en algún punto que yo me figuro por encima suyo y a su derecha, crecía una mancha negra en la pared; la mancha iba creciendo en tamaño y en textura, aunque no sé si hacía algo, no me acuerdo. En la lógica de los sueños esa mancha significaba el horror, y hacía que ella despierte, temblando, en la mitad de la noche. Esto me lo contó después de haber leído el libro.
A medida que avanza el texto, pareciera que la prosa de la voz que escribe su diario se rompiera, en concordancia con un personaje que se transforma; en una de las entradas del diario que hace avanzar la historia, el narrador dice que escribe porque no puede pensar: “y el relato, esa historia…”. ¿Cómo articulás historia y poética?
En el texto mismo. Es decir, creo que la complejidad que muchas veces se le atribuye a la poesía es la misma a la que hay que someter un texto en prosa: un texto tiene que sonar, como decía Asturias. Entiendo que la dificultad de la construcción de un poema estriba en otra parte: se manejan metros, pies, versos, etcétera, pero esto nunca me pareció un motivo para desmerecer el trabajo que se aplica a una prosa. Desde la microestructura que es una línea a la macroestructura que puede ser un capítulo o un libro entero, creo que en cada una hay un trabajo de ritmicidad y, debido sea el caso, de transparencia u opacidad. Digo que hay maneras de llevar el relato, de darle una unidad y de hacerlo funcionar como funciona lo que, a mi parecer, es un buen libro: un organismo. En el caso particular de Mara creo que un poco la idea fue y sigue siendo la de articular los textos en una función que, además de ser semántica, también lo sea emocional; a esto muchas veces se lo llama poético. No sé si funciona; al final el texto termina siendo menos mío que de quien lo lee.