Cecilia llegó en tren al pueblo “El viejo andén”. Bajó junto con unas cuantas personas más a ese lugar.
– Vine hasta aquí buscando a alguien de quien ni siquiera sé el nombre- se dijo – Cuando salí de mi casa estaba muy segura de lo que quería hacer y ahora no sé si preguntar a qué hora sale el tren de regreso o afrontar la situación e instalarme aquí por un tiempo.
– Le ocurre algo señorita- preguntó un joven muy amablemente- ¿Puedo ayudarla?
– Mmm…No sé- dudó ella sin estar convencida de confiar en esa primera persona que le dirigía la palabra desde que había subido a aquel tren.
– Ante todo le aclaro que nací aquí, y que todos los pobladores de “El viejo andén” nos conocemos bien, de modo que puede estar tranquila en que si me decidí a hablarle fue únicamente porque la noté desorientada. No tengo ninguna mala intención. Mi nombre es Francisco, pero la mayoría me llama Pancho y trabajo en el bar de la estación. Le aconsejo que antes de ir a ningún lado se tome algo caliente en nuestro bar “El Andén”. Si quiere preguntar algo allí le responderemos, le aseguro que sabemos todo lo que ocurre en el pueblo y somos buena gente.
– Bueno Francisco o Pancho. Creo que seguiré su consejo. Estoy muerta de frío y tuve un viaje muy largo. Me vendrá muy bien tomar algo caliente.
– Vamos entonces, es por aquí nomás.
En la estación de aquel pueblo, había un bar que cada uno de los recién llegados visitaba para tomar un buen café con leche y medialunas.
Como “El viejo andén” quedaba lejos de todo, se hacía indispensable después de tantas horas de viaje atravesando una zona árida, inhóspita y de clima muy frío, tomar algo caliente antes de dirigirse a donde hubiese que ir. No había otra opción que el único hotel donde paraban los viajantes de comercio y cualquiera que estuviera de paso, así como aquellos que venían a visitar a lejanos familiares, o aquellos pocos que hubiesen decidido quedarse por allí, generalmente para ocultarse de algo o de alguien.
El bar era un lugar muy acogedor, abrigado, cálido, con su luz amarillenta, y siempre abierto. Su dueño, don Feliciano, quería mantenerlo así, aunque no llegase ningún tren. Le gustaba ver que todo aquel que pasara por allí lo mirara con deseos de entrar y que algunos lo hicieran sin dudar.
Había un solo mozo, Joaquín, que era reemplazado por el propio Feliciano, ya que obviamente debía dormir en algún momento de la noche.
La máquina de café era manejada por Pancho. Hacía un delicioso café con leche. Las medialunas y los sándwiches de pebete con jamón y queso los proveía la panadería más cercana.
La noche en que llegó Cecilia el tren venía bastante cargado de personas y mercaderías. Tanto don Feliciano como Joaquín y Pancho se preguntaron qué buscarían por allí. Igualmente por orden del patrón los empleados se pusieron a preparar cada uno lo suyo.
Era de suponer que ni bien se descargaran los equipajes, todos los pasajeros querrían tomar algo caliente. Aun no había amanecido y el viaje seguramente había sido muy largo, ninguno de aquellos pasajeros parecía llegar del pueblo más cercano, que por cierto quedaba a casi mil kilómetros.
Al bajar del tren, todos se abalanzaron en dirección al bar exigiendo que los atendieran rápido. Tenían muchas ganas de comer algo ya que en el tren no había salón comedor y menos aún calefacción como para mantenerse abrigados.
– Oiga don ¿por qué no se apura un poco? No ve que estamos hambrientos.
– Ya va señor, tenga un poco de paciencia que hay muchas personas para atender- dijo el mozo tratando de conservar la calma.
Don Feliciano corría de una punta a la otra tratando de ayudar a Joaquín y a Pancho al mismo tiempo. Quería quedar bien con los circunstanciales parroquianos.
De todos ellos le llamó la atención la joven con aspecto de provinciana. La calificó así porque conocía muy bien a las de la Capital, y la mujercita le pareció demasiado sola y desamparada.
– Fijate en aquella chica- le preguntó a Joaquín- ¿no te parece raro que esté sola por aquí?
– Si, casi ninguna mujer viaja sola y menos una joven. Le cuento que vi a Pancho cambiar unas palabras con ella cuando bajó del tren. Capaz que él sabe algo más. De todos modos tiene el aspecto de una muchacha honesta.
Como ocurre en general en toda pequeña población uno de los principales entretenimientos consiste en saber lo que sucede en la vida de cada quien, aún de los recién llegados que apenas permanecen un día o dos por allí. Por eso a Joaquín no le extrañó la pregunta de su patrón que coincidía con sus propios interrogantes respecto a la joven. Dedujo por su cuenta que estaría escapando de algo, podría ser de un ex novio indeseable, de padres agobiantes o de algún colegio de señoritas al que no quería regresar.
– ¿Qué desea tomar?- preguntó a la muchacha.
– Un café cortado chico- respondió ella.
– Pero después de tan largo viaje ¿no le gustaría comer algo? Además, hace mucho frío y debería alimentarse un poco para soportar estas temperaturas.
– No se preocupe, está bien con eso. Quiero algo caliente.
– Como diga.
Joaquín le sirvió el café y, sin que don Feliciano viera, tomó unas galletas resecas del frasco de vidrio que estaba sobre el mostrador y le agregó dos o tres como si vinieran incorporadas al pedido, lo cual no se estilaba en ese lugar.
Ella tomó ávidamente ambas cosas, café y galletas, y luego, levantándose de su asiento se dirigió hacia la barra.
– ¿Dónde se puede pasar la noche? – preguntó a su ya conocido Pancho que seguía preparando tazas de café con leche para los nuevos parroquianos que pedían dos y tres cada uno.
– Bueno, aquí en “El viejo andén” hay un solo hotel, queda enfrente de la estación y debería apurarse para conseguir lugar, porque si toda esta gente decide alojarse allí lo van a colmar.
– ¿Es el que se ve desde acá, ese de dos pisos y escalera al frente?
– Tal cual. Vaya rápido.
Sin dudar un instante se dirigió al hotel “Las Lilas”.
Pidió una habitación y dijo que solamente se quedaría un par de días, tal vez como máximo una semana. La dueña del hotel que estaba a cargo en ese momento, comentó haber visto llegar mucha gente en el tren y le aclaró que probablemente tendría que compartir la habitación con alguien, por supuesto que sería con otra mujer, pero que de ninguna manera le daría una para ella sola si necesitaba el espacio y las camas.
– No hay problema- dijo la muchacha- si hay que compartir lo haré sin inconvenientes. No soy nada remilgada y no siento vergüenza si me tengo que cambiar de ropa delante de otra mujer. Además me sentiría más acompañada si hay alguien conmigo en este lugar tan frío.
– No le permito, joven, mi hotel está perfectamente acondicionado para el confort térmico de los pasajeros- había aprendido hacía poco esa terminología en un programa televisivo de su aparato recientemente adquirido.
– No me refiero al hotel, señora sino al clima de la zona. Hace mucho frío por estos lares.
– Está bien señorita, suba por aquella escalera del fondo y le mostraré su habitación. Por esta noche es toda suya. Si mañana viene alguien le avisaré a su debido tiempo.
– De acuerdo. Además le pido que por favor me despierte temprano, me quedaré pocos días y tengo que aprovecharlos.
– Le cuento que por acá no hay mucho para ver, es solo un pueblito perdido en la llanura. No hay paisajes muy interesantes, lo menos que debería recorrer para ver una laguna y un cerro serían alrededor de quinientos kilómetros.
– No se trata de eso señora, yo no vengo a ver paisajes, estoy buscando a una persona.
– Si me dice su nombre tal vez podría ayudarla- dijo la patrona con la previsible curiosidad por saber a quien buscaba esa joven en el pueblo. Seguro que sería un hombre casado de esos que simulan ser viajantes de comercio y siembran esperanzas vanas en mujeres incautas por aquí y allá. Seguramente ella lo conocería, y podría tener entonces otro chimento interesante para la charla de la tarde con sus amigas a la hora del mate.
– Lo siento, pero no conozco su nombre y si lo supiera no se lo diría. Entiendo y aprecio sus ganas de ayudarme, pero no quiero comprometer a nadie y menos a alguien que no sé quién es.
– Bueno, no se preocupe señorita, soy una mujer muy discreta. Y no me inmiscuyo en los asuntos de los demás.
– Me parece muy bien, de todos modos contaré con usted si puede darme algún dato de utilidad, sin ningún compromiso por supuesto.
– Usted pregunte lo que quiera. La respuesta desde luego dependerá de la pregunta. Y hablando de todo un poco, no me dijo usted su nombre.
– Es cierto, disculpe, con el cansancio del viaje y con la charla que se dio entre nosotras no tuve oportunidad de hacerlo. Me llamo Cecilia Fuentes y vengo de la ciudad o pueblo, como quiera llamarlo de “Las Salinas”.
– Está bien, tengo una vaga idea de dónde queda “Las Salinas”. Mañana completaremos su ficha. Por el momento me conformo con saber al menos cuál es su nombre. El mío es María Ester Buschiazzo. Puede llamarme simplemente Ester, por aquí todos me conocen así.
Tras decir eso la dueña dejó en paz a Cecilia. Ella se sintió agobiada no solo por el viaje sino por toda esa cháchara inútil con la tal María Ester.
Sacó el camisón de su valija. Se higienizó la cara y las manos en el pequeño lavatorio que había en la habitación y se acostó a dormir.
Por suerte era tal el sueño que tenía que se durmió profundamente antes de que pasaran cinco minutos. No escuchó que se levantaba un viento terrible que hacía sonar las ventanas y persianas de la pieza y luego cayó una lluvia torrencial que hubiera despertado a cualquier hijo de vecino.
Estaban solo las dos mujeres en aquel caserón. No se sabía que se había hecho de toda aquella gente que viajaba junto con Cecilia.
Ellos se habían demorado en el bar de la estación cuando los sorprendió la lluvia y decidieron quedarse allí bajo techo hasta que amainara.
Don Feliciano, Joaquín y Pancho tuvieron que permanecer en “El andén” porque era imposible atender a toda la clientela de otro modo.
Iban y venían con los cafés, los pebetes de jamón y queso, las tostadas con manteca y mermelada y todo lo que pudieran ofrecer de la mercadería que tenían. No estaban preparados para recibir a tanta gente al mismo tiempo y don Feliciano empezó a ponerse muy nervioso pensando en que haría a esas altas horas de la noche si no amainaba la lluvia y se le acababan las provisiones.
Efectivamente, alrededor de las tres de la mañana, ya no tenía nada más para servir. Pancho se ofreció a cruzar hasta el hotel y pedirle a doña María Ester lo que ella tuviese, comprometiéndose desde luego a devolverlo al día siguiente sin falta.
Feliciano dudó mucho en aceptar la sugerencia de Pancho ya que estaba enemistado con ella por un asunto de vieja data, pero finalmente no le quedó otro remedio que aceptar, aún a sabiendas de que la mujer no vacilaría en mofarse de él por el pedido y en difundirlo rápidamente por el pueblo para demostrar lo inútil que era el orgulloso Feliciano.
Pancho cruzó, tocó el timbre del hotel y esperó largo rato bajo la lluvia hasta despertar a la dueña. Ella lo escuchó sin hacerlo entrar y con una sonrisa de satisfacción se dirigió a su cocina para buscarle las vituallas para prestarle.
Mañana sin falta quiero todo esto por aquí ni bien abran la panadería y el almacén. Lo necesitaré para preparar el desayuno de mis huéspedes- dijo esto con tono amenazador.-
No lo dude doña, don Feliciano se comprometió y su palabra vale oro.-
¡Si sabré yo cuánto oro vale su palabra! Andá de una vez antes de que sigan pasando papelones con los visitantes.-
Feliciano y Ester habían sido novios en su juventud, hasta que él se enamoró de una mujer que descendió del tren en una noche lluviosa como aquella. Entró al bar “El andén” que en aquel entonces era de su padre. Cuando él la vio bajar sola, ya que en esa ocasión nadie más llegó al lugar, no pudo menos que salir a su encuentro y ofrecerse para cargar su bolso mientras la acompañaba hacia el bar. La señorita en cuestión, a diferencia de Cecilia Fuentes no parecía una provinciana. Sin duda provenía de la Capital y eso se hacía evidente por sus modales y su ropa elegante.
Ella miró con cierto desdén al joven Feliciano.
– ¿De dónde llega usted, señorita?- preguntó el muchacho para iniciar una conversación con aquella mujer deslumbrante.
– ¿Le importa mucho?- le contestó ella displicentemente.
– No, era solo una pregunta. Además se nota que usted no es del interior, seguramente vendrá de la capital. Y podría ser también que venga del exterior. Lo que sí me pregunto es ¿Qué la trae a nuestro pueblo?
– Eso justamente es lo que menos debería importarle. Por el momento hágame el favor de mantenerse callado. Cuando lleguemos al bar y logre tomar algo caliente usted me indicará dónde puedo pasar la noche. Eso es todo lo que necesito de usted por ahora.
No solo la llevó al bar de su viejo y le sirvió el mejor café con leche con medialunas calientes y crocantes, sino que la acompañó al hotel “Las lilas”. Se ocupó personalmente de que la madre de María Ester le asignara la mejor habitación que tenía, la única con baño privado, mientras su joven novia contemplaba la escena azorada sin poder creer que su noviecito se arrastrara tanto por la recién llegada.
Durante los siguientes días Feliciano y la capitalina no se separaron nunca más. El la acompañó a cuanto sitio se le ocurría a la mujer, aun sin saber qué era lo que buscaba.
Desde luego durante todo ese período se olvidó completamente de María Ester. Pasó a verla un par de veces y le dijo que estaba muy ocupado haciendo de guía, sin especificar de quién, aunque era obvio.
No transcurrió demasiado tiempo hasta que la intrigante mujer recién llegada lo condujera a su habitación en el hotel y lo hiciera entrar, sin prejuicios ni cuidados con respecto a la chica y su madre, para agradecerle todos los favores realizados.
Cuando a la mañana siguiente María Ester lo vio salir de allí subrepticiamente dio por terminado su noviazgo. Eso fue el colmo, ya no eran solo admiración por una “casi extranjera”, sino ofenderla pasando la noche con ella sin la menor vergüenza y en su mismísima casa.
La mujer del cuarto selecto partió al día siguiente en el próximo tren y nadie supo nunca más de ella, ni tampoco nadie se interesó en saberlo. Únicamente Feliciano.
No hubo forma de disuadir a María Ester de reconstruir su romance de jóvenes pueblerinos. Ella sintió que todo se había ensuciado de tal manera que aunque nunca se casara con nadie, ni tuviera jamás un hogar propio, no le perdonaría su inaceptable ofensa.
Feliciano por su lado, luego de sufrir no más de dos semanas por la extraña mujer con la que había compartido una sola noche, se dio cuenta de su terrible torpeza con quien podría haber sido la madre de sus hijos. Conocía el carácter de María Ester y sabía que jamás lo perdonaría. Se maldijo de todas las formas posibles e intentó las mil maneras de ser perdonado, pero aunque pasaron los años jamás lo consiguió. De allí que ambos dejaran de hablarse, salvo lo indispensable, y ninguno de los dos logró tener otro amor en su vida.
Con los pocos alimentos y bebidas que había conseguido Pancho, pudieron entretener hasta la madrugada a las personas que albergaban en el bar hasta que dejara de llover.
A las seis de la mañana ya reinaba en el lugar un insoportable hedor producido por el encierro, la transpiración, el vaho de los restos de comida y los efluvios provenientes del baño.
A esa altura don Feliciano no veía el momento de que se fueran todos para poder limpiar y ventilar y luego retirarse a dormir, aunque sea durante una o dos horas. Sabía que había hecho la mejor recaudación en años y eso era lo único que justificaba para él tanto cansancio. Pancho y Joaquín ya se habían retirado hacía más de una hora porque les resultaba imposible mantenerse en pie.
Ninguno comprendía cómo toda esa gente podía permanecer tanto tiempo allí sin casi inmutarse.
Por fin empezaron a levantarse en grupos de dos o tres; en total serían treinta personas aproximadamente. Y sin preguntar a dónde dirigirse ni saludar al dueño del bar cruzaron el andén y se dirigieron al hotel “Las lilas”.
Cuando entraron estaba Ester en el mostrador, quien previsoramente había llamado a sus dos sobrinas para que la ayudaran, esperando que el trajín le fuera más liviano si lo podía compartir.
Los grupos fueron distribuidos en las diez habitaciones del hotel, una de las cuales ya había sido ocupada por Cecilia.
Se dividieron a su criterio y por supuesto que Ester no se animó a preguntar a ninguno de los que estaban en pareja si eran o no casados. Lo que le interesaba era que nadie hiciera escándalos y se avinieran a las costumbres de la casa sobre ruidos molestos, higiene, y demás cuestiones por el estilo.
Como compañera de habitación le tocó a Cecilia una mujer de alrededor de treinta y cinco años, simpática y sociable. Ella le comentó que el grupo estaba de gira haciendo una obra de teatro y que estaban allí tanto integrantes del elenco como los técnicos, así como el autor y director de la compañía teatral.
La mujer se hacía llamar Mecha Ortega y declaraba ser una de las protagonistas femeninas más destacadas.
Cecilia simpatizó con ella, y decidió creer todo lo que le decía y tal vez contarle alguna confidencia.
A medida que transcurrían los días en “Las lilas”, Cecilia y Mecha se fueron haciendo más amigas. Ambas habían llegado a ese pueblo buscando a una persona, específicamente a un hombre.
¿A qué se debía esa coincidencia? ¿Quién podría ser ese hombre o los dos supuestos hombres que buscaban ambas?
Se les hacía difícil, por más que lo estudiaron de todas las formas posibles y que interrogaron de distintas maneras a Ester y a todo aquél que conocieran en el pueblo, tener una idea más concreta sobre el hombre a quien buscaban.
A Cecilia le daba por pensar que sería su padre, ya que su madre le había contado que lo conoció en un pueblo y pasó una noche con él, y después de unos meses notó su embarazo y dedujo que se podía tratar de aquél muchacho, pero no tenía la menor seguridad de que fuera él. La madre de Cecilia jamás había visitado ese pueblo, solamente lo había nombrado en una ocasión en que alguien dijo que había pasado por un lugar llamado El viejo andén.
Por su parte, Mecha estaba convencida de que en ese pueblo encontraría su gran amor. Ella había tenido un sueño cuando viajaban con la compañía de teatro ambulante en el cual se enamoraba de un hombre en un pueblo perdido en una llanura casi inhóspita.
Debido a eso es que soportó aquella noche de tormenta en el bar de Feliciano y simuló sentirse cómoda con sus compañeros de teatro y feliz del refugio que habían hallado.
Con su objetivo casi rozando la obsesión deambulaba por el pueblo todo el día, tratando de buscar a alguien que le llamara la atención. Al mismo tiempo intentaba encontrar al padre de su reciente amiga Cecilia. En un momento llegó a pensar que ambos podrían ser la misma persona, por más que la cronología no correspondiera a esa intuición. Pero ¿quizás?
Caminaba desde la mañana hasta la hora de la función sin parar, apenas para comer un sándwich en el bar de la estación.
Recién ahí descansaba un rato y se reunía con Cecilia en momentos en que ambas intercambiaban sus supuestos descubrimientos diarios.
A veces podía ser un señor de más de cincuenta años y otras un joven de apenas treinta.
Ambas perdieron noción del tiempo transcurrido, tanto desde que comenzó la busca de ambas como la llegada a “El viejo andén”.
La compañía de teatro terminó las funciones programadas en el club social del pueblo y como Mecha se negó a partir con ellos, la dejaron allí y la reemplazaron por una mujer bien dispuesta y de buen ver que se ofreció como actriz “protagónica” reemplazante.
Cecilia por su parte no pensó en irse tampoco mientras allí permaneciera Mecha.
El hotel “Las lilas” se vació cuando se fue la compañía teatral y aunque ya disponían de habitaciones para que cada una se fuera a dormir sola, decidieron seguir juntas ante el asombro de Ester, que no había prestado atención a la amistad que había surgido entre esas dos mujeres; una joven inexperta y una muchacha de mediana edad que parecía tener bastante experiencia en la vida.
Ester no hizo ninguna pregunta mal intencionada ni se le cruzó por la cabeza que pudiera haber entre ellas alguna otra inclinación sexual de las que tanto se solía comentar en voz baja.
Las veía a las dos casi como hijas o como reflejos de algo que no podía llegar a entender.
En el bar, mientras tanto, comenzaron las discusiones entre los tres principales.
– Muchachos ¿no les parece extraño que esas dos mujeres, una muy joven y la otra no tanto sigan quedándose en el hotel Las lilas? Yo sospecho algo raro ¿qué estarán buscando? ¿para qué llegaron al pueblo?- preguntó un día Feliciano a Joaquín y Pancho.
– Bueno- aventuró Joaquín que veía todo tipo de informaciones de ultimísimo momento en el diario- tal vez sean dos tipas raras en busca de intimidad y por eso procuraron un lugar lejano a su ciudad natal. Es probable que la más grande sea casada y tenga hijos y la más joven esté huyendo de sus padres que no aceptan su condición- continuó con sus fantasías obviamente guiadas por las noticias y los chismes.
– Yo creo que lo que vos decís, Joaquín, no tiene nada que ver con lo que está pasando. Se me ocurre que ambas vinieron por distinta vía para buscar a alguien y matarlo por alguna venganza- dijo Pancho, quien también siguiendo los radioteatros se inclinaba más por los casos policiales o criminales que por los temas de ambigüedades sexuales, cuestiones que no entendía ni le interesaban para nada.
– Los dos pueden tener razón, o tal vez no sea nada de eso y solo se trate de una mera coincidencia de dos mujeres solas que se han hecho amigas gracias a la mediación de Ester, que aunque no lo acepte es capaz de arreglar cualquier problema de los demás aunque nunca pudo resolver el suyo…- afirmó Feliciano que seguía queriendo a su vecina y jamás había soportado que no lo pudiera perdonar.
Por su parte, la dueña de “Las lilas” también estaba intrigada por la relación entre las dos mujeres que habitaban en su hotel. No tenía la menor idea sobre cuál era la relación entre ellas, aunque se sentía inclinada a pensar que algo más que la casualidad las había unido en aquel pueblo alejado de todo.
No quería hacer preguntas, pero día a día las veía pasar frente al mostrador y entregar la llave de su habitación y sentía una gran desazón. Quería formar parte de esa unión de mujeres solas y no sabía por qué. Después de todo ella no tenía nada que ver con las recién llegadas, pero una la conmovía, la más joven, y la otra le provocaba un gran rechazo. Y dudaba sobre su posible intervención entre ellas. Después de todo eran una fuente de ingresos y eso era lo que más le debía interesar a Ester. La vida de esas personas tendría que serle totalmente ajena. Después de todo en cualquier momento se irían del pueblo y todo seguiría como de costumbre.
Si bien no lo notó, cada vez que las veía pasar desde o hacia su habitación, su mirada indefectiblemente se dirigía hacia el andén y el bar del otro lado.
Veía a Feliciano y a los dos jóvenes que lo asistían para la atención de un público que cada vez era más escaso y sentía una mezcla de pena y de gozo. Él no tenía ningún cliente y ella tenía al menos dos pasajeras estables. No tenía que presionarlas para nada. Cuánto más tiempo se quedaran le vendría mejor a sus finanzas.
Pasaban los meses y las dos extrañas permanecían en el pueblo sin que nadie se animara a preguntarles qué hacían por allí y qué era lo que buscaban.
Iban y venían de un sitio al otro con total soltura, ya fuera cada una por su lado como las dos juntas. Conocían cada calle, cada esquina, cada casa y cada persona del lugar.
– ¿Cómo anda Cecilia?- preguntó una tardecita Pancho que sentía una atracción especial por ella y no tenía la menor idea de cómo acercarse y menos aún de cómo conquistarla, aunque más no fuera para un paseo por las afueras. Además le carcomía la duda sobre su relación con la otra mujer un tanto más grande llamada Mecha.
– Yo bien, Pancho y ¿vos?- respondió Cecilia con toda naturalidad y pensando que por fin el muchacho se había decidido a hablarle sin testigos, ya que en ese momento estaban los dos solos en el bar.
– Bien, no sabía que usted conocía mi nombre, o mejor dicho mi apodo.
– Yo sé todo de todas las personas que viven en “El viejo andén”, y sobre todo de ustedes tres, don Feliciano, Joaquín y vos.
– Y ¿le interesa algo en especial de nosotros?
– Me interesa algo en especial de vos. Y te pido por favor que no me sigas llamando señorita de esa forma protocolar. Me parece que soy más joven que vos y el hecho de que seas un mozo de bar no significa que me debas más respeto ¿acaso tenés la menor idea de cuál es mi ocupación?- explicó Cecilia con fluidez.
– Desde luego que no sé a qué te dedicás ni por qué estás en este pueblo ya hace tiempo. Solo puedo decirte que sos muy linda y que quisiera que hagas un paseo conmigo esta tarde.
– Estaba esperando que me lo pidieras.
– A las cinco en el puente ¿te parece?
– Allí estaré.
A partir de ese paseo comenzó una relación de noviazgo entre los dos jóvenes. Ellos se miraban amorosamente, se tomaban de las manos, iban al único cine del pueblo cuando había función. Nunca intervino en estos encuentros Mecha, ni tampoco los otros del bar preguntaron nada.
Ester supo enseguida que esos dos se querían mucho pero una espina se le clavó en el corazón sin saber a qué se debía.
Mecha, mientras su compañera de cuarto salía con el muchacho, comenzó un coqueteo con Joaquín que no fue muy bien visto ni por Feliciano ni por Ester.
Joaquín por su parte le seguía la corriente a Mecha, era una mujer muy atractiva y a él no le importaban los motivos por los cuáles había llegado al pueblo ni qué andaba buscando por allí.
Uno de esos días en que andaban juntos dando vueltas por el campo, Mecha comenzó el interrogatorio sobre Pancho, haciendo hincapié en llamarlo por ese apodo para acentuar sus diferencias.
– Es un buen pibe- dijo Joaquín tratando de no entrar en detalles y menos tocar el tema de las salidas con Cecilia.
– Sí, eso es lo que parece- comentó Mecha- pero ¿cómo se llevan entre ustedes tres? ¿No tienen problemas con los horarios y con lo que les paga don Feliciano a cada uno?
– Bueno, en realidad hay algunas injusticias. Yo tengo más experiencia y merecería mucho mejor sueldo que Pancho, pero no digo nada porque no quiero problemas.
– Creo que deberías hablar a solas con el dueño y comentarle eso. No es justo que ganes apenas un poco más que el jovencito.
A los pocos días Joaquín habló con Feliciano y consiguió que le aumentara el sueldo con tal de dejarlo conforme y que no lo abandonara, ya que le tenía mucha confianza.
Mecha llegó una tarde a última hora al bar y encontró solo a Pancho.
– ¿Cómo estás?- preguntó con vos melosa antes de pedir nada para tomar.
– Yo bien, y ¿usted?- dijo él tímidamente con temor que le preguntara sobre su relación con Cecilia.
– Muy bien, cada vez mejor, me encanta este pueblo y estoy pensando en quedarme a vivir por aquí. He visto unas casitas muy lindas, ideales para una mujer sola, tal vez alquile algo para instalarme por un tiempo y ver si me decido a quedarme.
– Nunca se me hubiera ocurrido que una mujer como usted quisiera quedarse en un lugar tan chico y con tan pocas posibilidades laborales. Le aclaro que estoy orgulloso de este pueblo, y aquí quisiera formar mi familia y criar unos cuantos chicos. No me parece apropiado para usted ¿Le gustaría permanecer aquí con su belleza y su carrera de actriz por delante?
– Dejá que yo lo decida, esto que te cuento es solo un comentario para que me conozcas un poco más. No soy tan fría y distante como parezco a primera vista. Y vos me das la impresión de un muchacho bien puesto y capaz de mucho más de lo que hacés en este bar de poca monta.
– Pues yo estoy conforme con lo que hago.
– …
Esa conversación se detuvo allí. Ella pidió un café y una medialuna y luego se fue con aires de gran señora.
Al día siguiente Ester notó que entre las dos compañeras de cuarto había una rivalidad latente. Las dos se levantaban a distinto horario y ya no estaban saliendo tantas veces juntas como antes. Cecilia solo esperaba el llamado de Pancho y Mecha daba a entender con su actitud despectiva que ella estaba muy por encima de esa relación de chiquilines.
Ester trató de averiguar lo que pasaba entre ellas. Sentía que algo relativo a su propia persona podría ser la causa del distanciamiento entre esas dos mujeres.
Cruzó el andén después de muchos años que no lo hacía.
– Hola Feliciano, tanto tiempo sin vernos y estando tan cerca. Pero no importa, eso ya pasó. Venía a hablar con Pancho o con Joaquín.
– Bueno- dijo el hombre- ya busco a alguno de los dos.
– Espero.
Al poco rato apareció Pancho.
– Mi querido Pancho, ¿tenés idea sobre lo que está pasando entre Cecilia y Mecha?
– ¡Qué pregunta tan directa! Me extraña doña Ester que piense que yo puedo tener algo que ver en esa relación entre amigas.
– No pienso que tengas algo que ver, pero como te he visto con ambas en distintas ocasiones supuse que vos podrías saber algo. Y además, sabés que son mis únicas dos huéspedes y no quisiera perderlas, les he tomado cariño. A Cecilia la quiero como una hija y a la otra, aunque no me simpatiza mucho, la aprecio como a una hermana menor.
– ¿Y yo que tengo que ver en eso?- volvió a preguntar Pancho.
– No nada, bueno solo preguntaba. Me voy y saludos a los otros.
Pancho no dudó aprovechar la oportunidad que le daba dicha supuesta actriz y le siguió el tren de conquista dejando de lado la relación de noviecito con Cecilia.
Al poco tiempo y en el mismo hotel “Las lilas”, pasó una noche con Mecha, quien ya a esa altura había logrado obtener una habitación para ella sola, y luego se retiró subrepticiamente a las seis de la madrugada creyendo que pasaba totalmente inadvertido.
Tanto Cecilia como Ester lo habían visto entrar y salir de esa habitación.
No eran necesarias las explicaciones.
– Doña Ester, me voy del pueblo- dijo Mecha a la mañana siguiente.
– ¿Pasó algo, señorita?- preguntó la dueña del hotel.
– Nada importante, solo que me llamaron de la compañía teatral y tengo que dirigirme lo más pronto posible al próximo destino. Me necesitan y no pienso fallarles. ¿Le puedo pedir un favor?
– Por supuesto.
– Deje mis cariñosos saludos a Cecilia. Yo me encargaré de entrar en contacto con ella a la brevedad, y le agradezco a usted su hospitalidad.
Ester no dudó en salir corriendo hacia la pieza de Cecilia. Sabía que ella la necesitaba.
Cuando entró en su cuarto no pudo creer lo que vio. Sus lágrimas habían empapado la almohada. Trató de hacerla reaccionar y solo consiguió comprobar que su corazón ya no latía. A su lado había una nota apenas esbozada dirigida a Pancho.
Ester sintió que su vida se había ido junto con aquella muchacha casi desconocida.
Se dirigió a la estación de “El viejo andén”. Miró de soslayo el bar de Feliciano. Tanto él como Pancho estaban en el mostrador preparando lo necesario para atender a los recién llegados.
Hubo una mirada fugaz entre Ester y Feliciano.
Allí estaba Mecha, esperando el próximo tren con su valija y sus aires de gran dama.
Cuando se acercaba la formación Ester no dudó un instante. Solo un pequeño movimiento y Mecha cayó entre las vías.
Alicia Carosio es bibliotecóloga y profesora de filosofía. Estudió en la escuela de la Biblioteca Nacional. Se desempeña en el sector “Procesos técnicos” y tiene a su cargo la supervisión de becarios y contratados en la biblioteca central del INTI.