Como complemento al diálogo entre Kazuo Ishiguro y Kenzaburo Oé, publicado en éste mismo número, ponemos al alcance de los lectores un relato de uno de los autores ineludibles al hablar de la narrativa japonesa moderna. Famoso por sus novelas de no-ficción basadas en investigaciones de índole social, Akira Yoshimura se va abriendo paso lentamente en el mercado editorial nacional, haciendo vislumbrar a los lectores argentinos que bien vale internarse en el universo literario que separa a Kawabata de Haruki Murakami.
A mi mujer embarazada que está en tratamiento odontológico le han aconsejado tomar pastillas de calcio. Tiene mucho temor de perder su propio calcio a causa del feto que ha empezado a moverse en su Danza.
-Vea la carnicería y compra huesos de vaca o cerdo. Hazlos polvo y prueba a tomarlos-, le dije sonriendo, pero en el fondo seriamente.
Hace doce años que me operaron para cerrar una caverna del pulmón, cortaron y abrieron mi espalda con un escalpelo y me sacaron cinco costillas como si éstas hubieran sido el enrejado de una shoyi[1]. Luego, durante aproximadamente un mes, me vi obligado a ingerir gran cantidad de ceniciento polvo de huesos. Este estaba hecho con huesos de animales, no sé si de perro, cerdo o vaca, pero en todo caso es seguro que con los de alguno de ellos.
-En fin, así como los cangrejos regeneran sus pinzas, cuando se suministra calcio van renaciendo después de un año y finalmente se sueldan. Asintiendo con la cabeza a la explicación del cirujano, continué tomando el polvo con sabor a tiza.
Pasado el año, con la punta de los dedos, temeroso, me palpé el músculo de la espalda que se hundía en el lado izquierdo, para comprobar si la medicina había hecho efecto. Como estaba muy delgado, percibí claramente la diferencia entre la parte con huesos y la que no los tenía. Esta última se hundía y resultaba de una blandura que me pareció la del pulmón que estaba debajo del músculo.
Pero con el paso del tiempo sentí que ese lugar flojo iba reduciéndose. Asocié esto con la construcción de un puente metálico. En esta escena: desde las dos orillas de un río levantaban un armazón de hierro semejante a las pinzas de un cangrejo. Del mismo modo, el puente de mis costillas iba reapareciendo gracias al remedio y, aproximadamente un año más tarde, quedó perfectamente consolidado.
-Como recién terminaba la guerra, te hicieron tomar algo tan tosco. ¡Qué asco! -dijo mi mujer frunciendo las cejas.
Tal vez sienta aversión física al mismo tiempo que repulsión al pensar que los huesos del feto puedan estar formados con los de una vaca o un cerdo. Es su segundo embarazo. La primera vez no estuvo preocupada por su boca, pero la primavera pasada, un coche que no había respetado las señales la golpeó y le rompió dos dientes de adelante; desde ese momento su dentadura es para ella motivo de un exagerado cuidado. Sus dientes rotos fueron reemplazados por postizos que se ven como granos de maíz viejo, azulados y brillantes. Lo que no quiere es que en este embarazo aumenten los postizos. Regularmente va a hacerse revisar la boca. Su dentista es una mujer. Como se queda conversando largamente con ella, algunas veces vuelve tarde.
Un día de lluvia, de regreso del consultorio, me dijo con ojos traviesos y chispeantes:
-En el consultorio de la dentista vi algo que te gustaría.
-¿Qué? -le pregunté sin moverme de mi escritorio.
-Un besugo sin carne que nadaba sólo con sus huesos.
Involuntariamente me volvía para verle la cara. La noté risueña, sabedora de haber provocado en mí suficiente sorpresa.
-No es mentira. Es cierto. Lo vi nadando en una foto de la revista Graph. Era cruel pero hermoso. En la revista decían que un cocinero experto conoce una técnica para hacerlos nadar dejándoles únicamente el esqueleto.
-¿ De veras? -volví a preguntarle. Ella asintió con la cabeza.
Tomé su paraguas mojado y salí precipitadamente del departamento. Corriendo, bajo la lluvia, crucé la calle entre los coches, llegué y empujé la puerta del consultorio. Fingiendo ser un paciente, entré a la sala de espera y tomé la revista en cuestión. Di vueltas apresuradamente a las páginas, y cuando llegué a la parte que buscaba me quedé pasmado. En una pecera de cristal dos grandes besugos descarnados aparecían nadando. En sus costados muchos huesos se transparentaban claramente. No había exagerado mi mujer, pues les habían quitado hasta la carne que estaba pegada al esqueleto. En otra foto que les habían tomado aparecían con una forma extraña, como si la cabeza nadara sola.
-Era verdad, nadaban los huesos, ¿ no?
Cuando retorné al departamento, mi esposa me recibió con una mirada inquisitiva. Sin contestarle, me senté a mi escritorio.
Según la nota que acompañaba las fotos, eran una clase de ikizukuri[2]; sin embargo, hasta entonces yo sólo había visto peces que abrían y cerraban su boca sobre grandes platos. Estos cadáveres, que no son el sashimi[3] o el tataki[4] que normalmente se sirven me impresionaban extraordinariamente, pues cuando los comí sentí una suavidad incómoda al palpar con la lengua la carne que se deslizaba en mi boca.
Me pareció que estos besugos sin carne tenían una vitalidad distinta y más poderosa que la de los ikizukuri comunes. Habían perdido las escamas de ambos flancos pero los huesos que se marcaban a través de la carne blancuzca conservaban su lozanía, y refulgían exactamente como peces de cristal.
Mirando la lluvia por la ventana, recordé los huesos que se traslucían y los luminosos ojos de los besugos que me observaban desde la pecera. Y espontáneamente volvió a mi memoria el color de mis costillas que relumbraban en una caja tras la operación.
Mi operación había durado más o menos seis horas. Como hacía poco que había terminado la guerra, las muertes durante las intervenciones quirúrgicas eran frecuentes, además, a causa de la falta de anestesia, esas seis horas fueron un intolerable sufrimiento para mí. Cuando finalmente cosieron mi herida y me levantaron por la mitad superior del cuerpo, vi las costillas que me habían extraído dentro de una caja que yacía sobre el piso embaldosado. Tenían una textura excesivamente fresca y estaban entre gasas manchadas de sangre. La camilla empezó a moverse rechinando y fue hacia la salida de la sala de operaciones. Giré la cabeza fijando mi ávida mirada en esa parte de mi ser que había perdido. Luego, reacio a alejarme de esos mis huesos, sentí que me despedía de mi propio cuerpo.
A la mañana siguiente, cuando vino a verme mi joven cirujano, le pedí jadeando que me devolviera mis costillas. Para quitármelas habían presionado el pulmón, así que gemía aún por el dolor de la herida y mi padecimiento al respirar. Mi medico me miró sorprendido y se rió durante un rato silenciosamente.
-Son mías. Devuélvanmelas -dije, tratando de regular mi respiración, pero no pudiendo evitar que me cambiara el color de la cara. La sonrisa del médico se hizo más pronunciada.
-No sé si están -me contestó ladeando la cabeza como un chico travieso. -Puede que ya se las haya comido un perro -sus ojos chispearon burlones.
Pero una hora más tarde el médico volvió a mi habitación y me mostró algo envuelto en gasas.
-Creo que son éstas, aunque también podrán ser de otro -declaró sonriente y a la vez serio.
Como intentara mover mis manos y se me escapara una queja, el médico abrió la gasa a la altura de mis ojos y me reveló su contenido. Vi un hueso algo curvo y plano.
-Es mío -aseguré sin vacilar. Ignoro por qué pero intuí que ésa era una de las costillas que habían sostenido mi pecho. La conservé casi diez años. La tenía guardada en una caja de celuloide para lápices, cubierta con un algodón y a veces la sacaba y la limpiaba con un paño. También la metía en una pequeña pecera de cristal donde soltaba luego mis peces de colores. Dentro del agua, el hueso parecía cobrar vida. No sé si los peces sentían olor a animal pero, con la misma morbidez con que un pincel traza líneas de color bermellón, abrían y cerraban sus bocas, y con ellas rozaban sin cansarse la superficie de mi hueso. Este había desaparecido de mi vista hacía dos años. Mi hermano menor vino un día sin ningún motivo en particular y en un momento en que salía a comprar cigarrillos, lo encontró y se lo llevó.
-¿ Por qué no hiciste algo?
-¿ Qué tenía de malo? -a mi mujer le relumbraron los ojos, divertida. Hice un chasquido con la lengua.
-¿ Qué dijo? -pregunté intimidado.
-Dijo: «¡Mi hermano todavía la conserva!»
Sonreí amargamente.
Al otro día lo llamé a su oficina desde un teléfono público. -Devuélvemela -le pedí.
-¿Qué cosa? -me contestó su voz burlona.
-No te hagas el tonto. Te la llevaste anoche.
-¡ Ah!, eso.
-Devuélvemela.
-Ya no la tengo.
-¿Qué hiciste con ella?
-La tiré.
-Mentiroso -me quedé desconcertado.
-Hermano -su voz estaba cargada de reproche -¡Qué afición tan perversa la tuya! ¿Qué vas a hacer con eso? Ya pasó mucho tiempo de tu enfermedad. Has podido formar un hogar, tenerla es algo impropio de un adulto. Ya te la saqué, así que renuncia a ella. Tengo que cortar porque estoy ocupado.
Percibí que aún sostenía el auricular del teléfono mofándose.
-En serio ¿no me la vas a devolver? -pregunté riendo nervioso.
-No, no te la devuelvo. La tiré por la ventanilla del auto, de modo que aunque quisiera no podría.
-Vas a ver -dije y colgué.
Lo extraño era, sin embargo, que no sentía remordimiento ni mortificación. Lamentaba haber tenido tan mala suerte que mi hermano la hubiera hallado, pero el mismo tiempo, inexplicablemente, me tranquilizaba que se hubiera llevado la costilla.
Después de eso, si nos encontrábamos yo no tocaba el tema y mi hermano fingía no saber nada. Cuando por casualidad se cruzaban nuestras miradas, nos reíamos apenas y nos hablábamos con gestos de los ojos. Los suyos parecían decirme: «te lo dije» o «lo lamento». Yo sentía irritación y vergüenza al recordar aquello, y sólo atinaba a sonreír.
La imagen de los besugos esqueléticos me trajo a la memoria la de mis huesos que yacían en la caja, la de la costilla en la pecera o dentro de la caja de lápices teñida suavemente con el azul del celuloide. Los esqueletos que se transparentaban a través de la carne blancuzca se superponían dolorosamente con las costillas que habían sacado de mi cuerpo.
Sentada a mi mesa de trabajo me decía que mi inclinación era una tontería. Después de todo, ¿los huesos no eran simples objetos? Aun cuando hubieran formado parte de mi propio cuerpo, extraídos, habían perdido su función y se habían convertido en algo sin importancia.
La imagen de la osamenta que revelaba al besugo no se borraba de mi mente. Ese día y el siguiente estuve inquieto e irritable como mujer. Mi esposa me observaba de vez en cuando frunciendo el ceño, como estudiándome. Al anochecer, mientras estaba acostado delante de mi escritorio, ella se sentó a mi lado. Puso su billetera sobre mi pecho y me dijo con un tono que me sonó indiferente:
-El dinero para tu viaje. No debí habértelo contado. Hice mal.
Cerré los ojos malhumorado, y me di vuelta. Como se acerca la fecha del parto, tenemos que ahorrar dinero. No deberíamos gastarlo en mi viaje caprichoso.
-Es tu obsesión, no hay remedio. Ve pronto a verlos -declaró con un tono que habría usado para hablarle a un infante.
Me digo que es impertinente. Me irrita que siempre adivines mis sentimientos. Seguí obstinadamente acostado. Pero después de un rato tuve ganas de aprovechar su admirable disposición.Entonces, simulando no estar demasiado entusiasmado, me puse a hojear la guía de horarios del tren.
-Salgo esta noche y vuelvo pasado mañana por la mañana -murmuré entre dientes.
Con una ácida sonrisa me trajo una maleta y también puso en ella mis objetos personales.
Salí cuando se quedó dormido mi hijo de dos años y cuatro meses.
-Vuelve pronto. Estoy cerca de la fecha para dar a luz –me dijo verdaderamente inquieta, mientras yo me calzaba.
Le contesté afirmativamente, tomé la maleta que ella me daba y me fui. Con una emoción cercana al pecado, salí a la calle angosta. Me invadió la excitación y me apresuré por la cuesta hacia la estación.
En Nagoya estaba amaneciendo y el tren corría a lo largo de la bahía de Ise hacia el sur. Miré por la ventanilla los campos de cultivo todavía mojados por el rocío de la mañana y los tejados que se sucedían. Comí mi ekiben[5]. Ya habían transcurrido doce años desde mi operación y me hallaba viajando, expresamente, fascinado por unos huesos. Me asaltaba el remordimiento. Mi cuerpo estaba sano y no había rastros de la enfermedad. Yo mismo me había olvidado de las cicatrices que el bisturí había dejado en mi espalda.
Recordé a mi hijito y sonreí. Tal vez él es quien más interés tiene por mi cicatriz. Diez días antes había ido con mi niño al sento[6], y allá había oído de su boca por primera vez la palabra nin-go-go. Su significado me había resultado incomprensible, pero anteayer en la tarde, mientras mi hijo miraba televisión, señaló de pronto la pantalla y la gritó repetidas veces. Me volví, y vi la silueta del tren shinkansen, el tren bala, que corría. No pude evitar un rictus de amargura: nin-go-go significaba tren.
En el sento, mientras me bañaba sentado sobre los azulejos el niño había dicho aquella palabra reiteradas veces a mis espaldas. Creí que estas palabras murmuradas por mi hijo no tenían ningún sentido, y en todo caso ni se me ocurrió tratar de averiguarlo. Pero al balbucearlas una y otra vez, mi niño hacía extraños movimientos. Al principio frotaba afanosamente una parte de mi espalda con la palma de sus manitas, luego movía la pequeña yema de sus dedos de arriba hacia abajo trazando líneas curvas en un lugar fijo, en el sitio donde, precisamente, tras el corte del bisturí había quedado una cicatriz de más o menos treinta centímetros de largo. Era evidente que había relacionado los meandros de mi cicatriz con las vías del tren. Lo que restregaba con la palma de sus manos era la rara línea que quería borrar de mi espalda, y la yema de su dedo que la recorría era un tren. Ciertamente, mi cicatriz semejaba las vías curvas del tren. La piel de mi espalda había sido cosida con quince puntos y éstos parecían los durmientes de la vía férrea.
Después de ver la foto de los besugos me encontraba viajando, provocado tal vez por las palabras de mi hijo.
-Es tu obsesión -me había recalcado mi mujer que debía de sentirse resignada ante mi firme tenacidad. Para ella mi afición por los huesos se había convertido inadvertidamente en algo cotidiano. Nin-go-go…
Con ánimo tranquilo apoyé la cabeza en el respaldo del asiento. De pronto me sentí poseído por la fatiga del viaje nocturno y me fui quedando dormido. No sé cuánto tiempo habría pasado cuando me sacudieron por los hombros y abrí los ojos. Cerca de mi cara estaba la del guarda.
-La terminal. Llegamos a Toba -me anunció.
Me levanté apurado, tomé la maleta y descendí. Crucé el solitario control de la estación, confirmé el nombre del hotel que había apuntado de la revista y me dirigí a la oficina de turismo que funcionaba en la misma estación. Salió una empleada y en seguida me condujo a la parada de taxis. El coche echó a correr por la orilla del mar.
Volví mis ojos hacia la luminosa vista que se extendía a mi izquierda pero pronto me aburrió. El azul del mar, los pinos esparcidos sobre las islas, las orillas delicadamente curvadas, todo me pareció demasiado ordenado y me hizo recordar un dibujo que estaba pegado sobre los azulejos del sento. Miré hacia adelante. Mi objetivo no era ver el paisaje sino los esqueletos de los besugos.
Poco después el coche se arrimó a la entrada de un edificio viejo. Pero nadie salió de su interior a recibirnos. El chofer se dirigió al fondo, llamó varias veces y después de un rato apareció una moza delgada de mediana edad. Le dije que había ido para ver los besugos. Me alcanzó las pantunflas y me llevó por un largo corredor hasta una habitación que daba al mar. No estábamos en temporada, así que no había huéspedes y reinaba el silencio.
Cuando, sentado en una de las sillas de paja de la galería, estaba contemplando el mar refulgente, la moza me trajo un té.
-¿ Va a pasar aquí la noche? -me preguntó esta mujer de delantal azul marino.
-No, sólo vine a ver esos besugos que han presentado como destreza culinaria.
No podía permitirme gastos superfluos ni tenía ganas de quedarme una sola noche en ese sitio rodeado por un paisaje aburrido.
Cuando se retiró la moza, volví a quedarme solo. No había olas y cerca, en un lugar poco profundo, dos mujeres del lugar recogían caracoles. Descansando en mi asiento esperé un largo rato. Media hora después escuché pasos en el corredor. Aparecieron dos hombres jóvenes que traían a mi habitación una gran pecera cuadrada de cristal. Con gestos expertos llevaron una manguera hasta el jardín y llenaron la pecera con agua salada que parecía estar muy fría. Luego se colocaron al hombro una canasta voluminosa, que hasta entonces había estado sumergida en el estanque del jardín, y la introdujeron en la pecera. Me puse de pie y atisbé en ella. Adentro se movían intranquilos dos besugos de color rojo oscuro cuyos ojos relumbraban.
Cuando los hombres se fueron, la moza puso una tabla y tres cuchillos junto a la pecera. Fuera de la puerta de vidrio, se extendían los rayos del sol luminosos, pero en la sala dominaba un frío profundo y me inclinaba sobre el calentador.
Se abrió la puerta corrediza que daba al corredor y levanté la vista: entró un anciano pálido, vestido con la blanca bata de un cocinero. Sin hablar se sentó delante de la pecera y me hizo una reverencia, tomó con habilidad uno de los peces y lo colocó sobre la tabla. Era un ejemplar enorme que se veía muy distinto de cuando lo espié desde arriba en su canasta.
Me asaltó de pronto la preocupación por el precio, dados el tamaño del pez y lo pretencioso del acto. En la foto de la revista había alrededor de la pecera muchas personas que parecían turistas. Sin duda el precio sería altísimo por el material usado y la especial manera de prepararlo.
Me conformaba con ser un simple observador, me disgustaba tener que pagar yo solo todo el gasto. Pero no tenía ya manera de echarme atrás, así que no me quedaba más remedio que decidirme. Si no me alcanzaba el dinero, permanecería en el hotel y pediría que me girasen dinero por correo. Si presenciaba el acto angustiado por el dinero de que disponía, no valía la pena haber viajado desde Tokio.
Me acerqué al anciano y observé lo que hacía. Con su cola rígida el besugo golpeaba pesadamente la tabla. La punta de su cola era aguda como una aguja de hielo. Lo miraba con atención y me sentía incómodo, sentado frente al viejo de piel áspera, aunque no por el silencio del anciano seco ni por sus maneras antipáticas. La persona a quien se le había ocurrido hacer nadar besugos descarnados también estaría fascinada por sus huesos, no era sólo yo el obsesionado. Sentía que esto era repugnante.
Como si se tratara de un condenado a muerte, el viejo colocó sobre los ojos del pez un paño que tenía en la mano. El movimiento de la cola decreció y de golpe cesó. La mano del anciano tomó un cuchillo. El filo penetró en los costados, se oía el ruido que hacía al cortar las escamas, brutalmente cercenó y arrancó la carne de un costado, rápidamente le dio vuelta, el acero siguió trabajando, atravesó y extirpó más carne del otro lado. El movimiento del cuchillo carecía absolutamente de maestría artística y provocaba disgusto. Luego, herido, el besugo fue lanzado al agua.
No le quitaba los ojos de encima. Su columna vertebral se transparentaba por completo. Se desplazaba con pocas fuerzas. De los lugares donde la carne había sido lacerada, salían hilos de sangre que llevados por su movimiento se extendían formando una maraña color bermellón.
Otra vez oí ruido de escamas cortadas: había girado el segundo besugo y ya era visible el esqueleto. También éste fue arrojado al agua.
Los hilos de sangre en la pecera construyeron una complicada figura que se desordenaba. El movimiento del besugo grande no tenía vigor; y el más pequeño que tiraron en segundo término, nadaba desorientado. El grande se golpeó la cabeza en una esquina contra el vidrio y quedó postrado. Después, como si volviera a recordar, movió la cola y empezó a desplazarse. De improviso sus ojos se volvieron hacia mí. Me asusté. Habían perdido toda intensidad. Me di cuenta de que los ojos de los peces también tienen expresión. Me estaban revelando claramente la imagen de la muerte y el color de la agonía. Me provocaban una impresión muy distinta de los de la foto de la revista. Los besugos que se movían ante mi vista en la pecera, profundamente dañados, respiraban jadeantes y sufrían.
De las hendiduras de las agallas, que se agitaban alteradamente, manaba sangre cada vez que se abrían. Yo padecía con aquella dificultosa respiración de los peces. El ovillo de sangre se difundía. El agua de la pecera poco a poco fue perdiendo color por el líquido amarillento del plasma.
-Señor -alguien me hablaba. Levanté la cara. El anciano de piel manchada parpadeaba:
-No los mire de esa forma -me pidió con voz ronca. Su rostro inexplicablemente, enrojeció de servil vergüenza.
Sentí un espanto instantáneo y sonreí. Comprendía perfectamente el significado de la expresión que se dibujaba en su rostro. ¿El viejo sentiría también vergüenza de que existiera, además de él, otro fascinado por los huesos?
Con una sonrisa sarcástica, volvía a mirar el interior de la pecera. Ladeándose levemente los peces iban ascendiendo. Flotaban en la superficie sin energía con la cola hacia arriba y, nuevamente como si tuvieran un recuerdo, bajaban. Repitieron estos movimientos muchas veces, hasta que finalmente se pusieron de costado y empezaron a temblar en la superficie. Sabía que mi cara tenía la misma expresión indigna que la del anciano, y observaba con ojos ansiosos los huesos traslúcidos de los besugos que flotaban en la superficie.
-¿Te divertiste? -me preguntó mi esposa, vestida con camisón, al abrir la puerta cuando volví a casa a la mañana siguiente.
-Mmmm -entré sonriendo a mi habitación y me desvestí. En ropa interior me metí en la cama que ella acababa de abandonar. Su interior estaba agradablemente tibio.
-Ichiro estaba triste y te buscaba -me decía la voz de mi mujer, quien en la angosta pileta de la cocina hacía ruido con el agua. Me asomé por el borde de la cama y observé el rostro de mi hijo que dormía con la boca abierta en el pequeño colchón extendido a mi lado.
-En el sento el niño decía nin-go-go. ¿Qué quiere decir? Me fastidiaba. Estiré un brazo y apreté la manita que salía del cobertor. En la cara dormida de mi hijo reinaba una gran tranquilidad. Era un reflejo de su confianza en mí como padre y en mi mujer como madre. Para salir de viaje había juntado el dinero que había en la casa y me lo había gastado todo, realmente ¿tenía yo derecho a ser su padre? Me di vuelta y solté su mano.
El sento abre a las tres. Después de descansar un rato, iré con mi hijo. La cicatriz de mi espalda será su objeto de juego, tal vez el más adecuado.
Me cubro con las cobijas y cierro los ojos. Siento más nítidamente que nunca su brazo en mi espalda. Curvos rieles de hierro. Imagino cómo por ellos avanza un trenecito a los tumbos y hace chirriar sus ruedas, mientras ahí va viajando mi niño.
(Enero, 1964)
Traducción de Amalia Sato y Tokiko Aoshima
(Publicado en nuestro país en la revista Tokonoma Nº3, primavera de 1994, este relato forma parte de la antología realizada por Atsuko Tanabe, Antología de la narrativa japonesa de posguerra, editado en México por Editorial Premia. Agradecemos a Amalia Sato y la revista Tokonoma el permiso para reproducirlo en Revista Seda.)
[1] Puerta corrediza. enrejada y tapada con papel blanco.
[2] Pez preparado vivo como comida.
[3] Lonjas de carne cruda de pescado.
[4] Carne picada de pescado crudo.
[5] Vianda que se expende en las estaciones.
[6] Baño público con una tina del tamaño de una piscina.