Cuentos que nos hablan, entre voces y murmullos, del mundo de adentro y del de afuera, de una guerra cotidiana y colorida, de la vida y la muerte, de las puertas invisibles; de lo válido y perpetuo.
Es la canción del universo y es la canción de la locura; es el deseo. Nos hablan de obediencia, de sumisión, de temor y de arrepentimiento. De lo real y de otra dimensión; del orden y el delirio; de alguna falla en los mecanismos adaptativos del sujeto en su relación con el medio. De algo equivocado y de las muecas confusas que insinúan una libertad posible. Frustración, esperanza y resignación en el abanico del pasado. Y, del otro lado de la existencia, sólo amor de gusanos.
¿Cuál y cómo fue tu primera experiencia en este desafío de escribir y exponerte frente a los demás?
Concretamente lo primero que recuerdo son las cartas de amor que le mandaba a una vecina cuando tenía seis años; ella era mucho mayor (tenía ocho); ya la dejaban ir de compras sola hasta la verdulería de la esquina, y yo apenas me distinguía de las baldosas que pisaba, de manera que la primera vez que se me ocurrió escribir fue para levantarme una nena que estaba por fuera de mis posibilidades. Gracias a las innumerables cartas que le escribí, lo logré. Con respecto a esto que decís de la exposición pienso que escribir es un acto íntimo y a la vez universal; se ejerce siempre en la soledad y el silencio y al mismo tiempo la materia que se trabaja es una materia plástica y sin forma que acumula todas las sucesivas transformaciones de las infinitas manos por las que alguna vez pasó –y por las que simultáneamente está pasando-; yo escribo para no tener que hablar, para no tener que tratar con seres humanos; incluso el hecho fortuito de ocupar un tiempo y un espacio me parece algo poco modesto, como un alarde injustificado. Pero esa ilusión de borradura completa del propio nombre, de la disolución de lo colectivo, que implica la soledad absoluta del momento de escribir, tiene su reverso inmediato que es la exposición inevitable: desde el primer momento emplear la palabra supone la presencia de otro -da lo mismo si ese otro es real o imaginario, si comprende una generalidad o no, o si es también uno mismo; la palabra está dirigida siempre hacia un más allá. Ni siquiera en los pensamientos, cuya escritura requiere únicamente la materialidad del tiempo, estamos solos.
¿Si tuvieras que buscar una conexión entre los cuentos reunidos en esta obra y, al mismo tiempo, señalar una diferencia sustancial con tu trabajo anterior, sobre qué aspectos pondrías los acentos?
Anteriormente publiqué una novela, Errar, que fue editada por añosluz en el año 2013; es una novela corta, de inicio; fue casi la primera cosa que escribí con cierta pretensión; la novela es una especie de monólogo reflexivo de tono existencial cuyo centro está puesto en unos personajes que buscan algo de lo cual ni ellos, ni yo que los escribí, tenemos idea qué es. De la novela al libro de cuentos fue cambiando el estilo; en el libro de cuentos percibo una mano más segura a la hora de elegir las palabras, de establecer una respiración, un ritmo; a la vez sigue estando eso: todos los personajes van en busca de lo imposible, ¿Qué buscan? ¿Qué quieren estos personajes? Quieren algo que no se puede decir, ni representar, porque quieren lo que quiere siempre el deseo: todo. Y qué es ¿Todo? Algo sospechosamente parecido a la nada. Por eso siempre al final encuentran la disolución; el momento delirante o místico que los disuelve o los aniquila.
¿Cuánto hay de íntimo en tus relatos?
De íntimo hay todo. O espero que así sea. Admiro a los tipos intímos. El otro día hablábamos con un amigo acerca de Charly García, y decíamos que nadie sabía bien quién era. Creo que incluso Lebón (¡Lebón, que es capaz de llorar de amor por cualquier cosa!) decía eso en una entrevista, que nunca había podido descifrarlo. Y yo creo que porque el tipo es íntimo, íntimo de verdad: le interesa la forma de la vida, no su contenido. No es Spinetta; no sabe cocinar, no le sale ser padre; no tiene amigos; Charly vive como un cristo: su carne existe únicamente como receptora de la angustia y la belleza de vivir. Esa intimidad es la que a mí me gusta. No la anecdótica; no si tomo merca o trabajo en tal lugar, sino la otra, la que le habla a tu dolor.
Hablemos de inspiración, de percepción y de reflexión en el marco de El tren de los Suicidas. El cuento, que comparte su título con el libro, nos enfrenta con un personaje muy inquietante, el guarda- el enano- y al mismo tiempo están también en guardia los enormes perros oscuros. En la mitología nórdica los enanos están simbólicamente relacionados con lo subterráneo, con la magia y con la muerte; del mismo modo que la mitología europea asocia al enorme perro negro con el inframundo; sería algo así como un espectro nocturno, un augurio de muerte y, en particular, se lo asocia con cruces de caminos y antiguas vías. ¿Qué podés decirnos de ello?
No sabía esas asociaciones respecto de la mitología de los enanos y los perros. Me gustan mucho y voy a tomarlo. De alguna manera están allí. Cuando escribo, algo que me importa es la imagen: la imagen en la literatura es todo. Concretamente la escena de dos perros negros sentados en silencio custodiando la celda del personaje me llamó a escribirla por esa gravedad que transmite; por ese silencio que enseguida sugiere; ahora recuerdo una imagen similar en Stalker, de Tarkovsky, y es una de las imágenes más bellas que alguna vez ví, ¿Por qué? No sé. Pero lo es. Ese milagro de decirlo todo sin apelar a una razón concreta, eso que es como la poesía, eso es siempre necesario. Por otra parte, el tono general de El Tren de los Suicidas es oscuro, habla de la muerte, y la muerte es como hace un rato decía de la literatura, individual y universal a la vez; la experimentamos solos, la tenemos todos. Y por eso todas las imágenes son hijas de la muerte.
Si digo que trama, argumento y lenguaje serían las armas que exhibís para impactar con, y sobre, personajes que a su vez se esconden y escudan detrás de esas mismas armas que te roban para darte vuelta la historia y hacer la suya, ¿qué habría de cierto en ello?
Sí, trama, argumento y lenguaje. De esos tres me interesa más el lenguaje; la parte argumental generalmente es sustituida por un razonamiento, por lo argumental en el sentido más peregrino de argumento; de reflexión lógica. Generalmente el personaje tiene una idea o asociación de ideas, y esa idea dispara la acción y las imágenes. Con respecto a la trama no me interesa demasiado. No planeo lo que escribo. De manera que es absolutamente cierto esto que decís: yo voy encima del personaje como sobre un caballo; con todas mis poderosas riendas; y después el que termina comiendo pasto soy yo.
¿Si tuvieras que definir el actual tiempo literario, en breves palabras, qué destacarías como característico?
No conozco mucho del “ambiente” actual. No conecto mucho con lo poco que conozco. No me interesa esa narrativa a la que se alude habitualmente en los suplementos como generacional. Si es generacional es algo propio de la sociología, de la anécdota. Y la década siguiente recogerá la anécdota pero hará otra literatura. Pienso que hay una afectación, un esfuerzo desmedido en ser contemporáneo pero ¿Por qué esforzarse si uno siempre lo es?
¿Pensás que hay correspondencia, o discordancia, entre el tiempo de la creación y el tiempo social?
Sí, pienso que son discordantes. El tiempo de la creación, el tiempo de la intimidad, es un tiempo en el que caben más cosas. Cada noche que me la paso escribiendo son como siete noches sociales. También, cada vez que me siento a escribir, son horas en las que podría intentar cambiar el mundo, pero no. Prefiero hablar solo como un loco.
¿Si te pido algunos nombres de escritores argentinos -hombres o mujeres-que puedas reconocer como faros de la cultura, a quiénes distinguirías?
Artl, Saer, Di Benedetto. Y voy a extender los límites de lo argentino un poco más al oriente: Levrero y Felisberto Hernández. Nombro también a un poeta: Jotaele Andrade.
¿Y del otro lado del océano?
Los rusos: Dostoievski y Gogol.
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