Es verano y hay un sol espléndido, aunque ya son las ocho de la tarde.
Llegás, y te parás cerca del buzón.
No la ves. Estás nervioso. Nunca te gustó esperar.
Hay un bar con una puerta angosta que da a la ochava. Un café no te vendría mal. Pero ¿si llega y no te ve? Es un bar antiguo que no tiene ventanales. Las ventanas son chiquitas, pero seguro que la verás cuándo se pare al lado del buzón. Te decidís, empujás la hoja vaivén y entrás.
Tus ojos recorren el lugar. Te sentís como si hubieses viajado hacia atrás en el tiempo. Caja registradora niquelada, ventiladores de techo, espejos deteriorados, muros desconchados, manchas viejas de humedad en el cielorraso, mesitas con manteles de color azul y, sobre ellos, una tela colorada en rombo.
Buscas una ubicación que te permita ver la esquina.
Te acercas al mostrador, ocupas un taburete y apoyás los codos en el estaño. Dándote vuelta, ves el buzón enmarcado por la puerta angosta. Lo mirás, y pensás en ella, abstraído.
Una voz con acento gallego te despabila.
-Buenas, ¿Qué le sirvo?
Te enfrenta una cara arrugada por los años, adornada por unas cejas tupidas y canosas. Te lo imaginás escapado del hambre y de la Guerra Civil. Atrás suyo cubre la pared un espejo sucio que refleja su cabeza calva. Botellas semivacías de bebidas con marcas arqueológicas pueblan los estantes de vidrio opaco y deslucido. El whisky, el gin y algún vermouth estàn más a la mano.
-Buenas – le contestás- un café negro, cargado por favor.
El hombre se da vuelta y va hacia la espresso.
-¿Azúcar o endulzante? – te pregunta desde allí.
Mirás hacia la entrada y ves el buzón, rojo y solo. Mirás la hora. Ocho y cuarto. Te preocupa la demora.
-Azúcar- contestás.
Oís el ruido de la loza. Levantás la vista y murmurás un “gracias” al hombre, que te sirve la tacita de café, un vaso de soda y te acerca la azucarera.
-¿Cuánto es?- le preguntás.
No te contesta, ya ocupado en hacer un tostado. Buscás dinero en tu bolsillo.
Al levantar la vista, la ves en la esquina. Está buscándote. Tenés un instante de indecisión, ¿el café o ella? No hay competencia. Dejás un billete sobre el mostrador, te bajás del taburete y salís por la puerta vaivén.
Al verte, la mirada se le ilumina. Se acercan.
-No es cáncer, hijo – te dice, abrazándote fuerte – ¿Entramos? Necesito un café.
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