Una propuesta para descubrir a un director a través de tres de sus trabajos, ni los mejores, ni los más famosos, tan solo un viaje para disfrutar el cine.
Eric Rohmer tiene 88 años. Poco se sabe sobre su vida privada; probablemente sea abuelo o bisabuelo y juegue con esos niños mientras toma té frío, sentado en una bella casa de campo, en algún pueblo francés, rodeado de viñedos, con sombrero y sin muchas preocupaciones. Sus charlas deben ser una mezcla gourmet de cháchara, nimiedades, el tiempo y las elecciones en Italia; el porqué el vecino usa botas de lluvia cuando no llueve, la belleza de las flores que no tienen perfume y algún libro medieval, o una poesía épica.
Todo eso está en su cine. Rohmer no dice cosas importantes, no enseña, no explica, no impone ni critica. Cada película del director francés es tranquila, goza mirándose a sí misma, se regodea de su equilibrio y de la seguridad de cada plano, cada palabra, y cada gesto de sus intérpretes.
Se puede dividir al director galo en varias partes, con trozos más grandes e interesantes que otros, pero todos constitutivos de un todo que le vale el mote de auteur. Los caminos que mejor rédito le dieron fueron aquellos en donde ni el tema, ni las ideas prevalecen, sino que el clima y la viñeta marcan de manera precisa su intencionalidad: la de descolocar al espectador, acostumbrado a verse manipulado por sensaciones e ideas. Rohmer tan solo utiliza el ruido de las conversaciones para delinear personajes, nos tensa con situaciones cotidianas, que nada tienen que ver con el clásico suspenso, pero que a la vez juega con él.
Sin embargo, podría objetarse que sus “Cuentos morales” dan una definición del deber ser, que plantean situaciones de engaño, en donde el director se coloca por encima de los personajes y su canon moral es expuesto a rajatabla. Pero no. Rohmer tan solo expone dudas; los encuentros casuales de sus criaturas desnudan una debilidad insustancial, en donde el engaño no funciona como traición, sino como propia afirmación de un cine sostenido en lo sencillo, lo cotidiano.
Entonces, podemos recomendar ver el cine de Eric Rohmer como un cine intencionalmente banal, en donde los tiempos muertos y los diálogos sobre temas triviales funcionan como una base de referencia.
“L’Amour l’après-midi” (“El amor al mediodía”, 1972) es el último de sus cuentos morales, el más ambiguo y feliz. En él, Fréderic se encuentra muy enamorado de su esposa pero a la vez (como ya lo habían problematizado Agnès Varda en “Le Bonheur” y François Truffaut en “Jules et Jim”) se encuentra atraído por la belleza femenina en general, y en particular por la de una amiga con quien se encuentra a almorzar todos los miércoles.
“Conte d’automne” (“Cuento de otoño”, 1998) también cierra una etapa, los “Cuentos de las cuatro estaciones”, y nuevamente nuestro director busca un tono no sólo relajado y afable, sino esperanzador. En este caso, Isabelle y Magalí, dos amigas de mediana edad, juegan con la soltería de una y la tranquila vida burguesa de la otra. Varias historias menores inundan el filme de una morosidad inusual, sumamente disfrutable.
“Le rayon vert” (“El rayo verde”, 1986) está soportado en dos trabajos formidables, el de detrás de cámara y la inigualable actuación de Marie Rivière, quien interpreta a una secretaria que tras varios desplantes decide viajar a la costa para olvidarse de sus problemas y sus inseguridades. “El rayo verde” es romántica y hasta melosa, pero nunca vemos historia de amor, tan solo un final y un principio.