Carlos Alfieri es un periodista de raza. Hoy se desempeña como el Jefe de redacción del LeMonde Diplomatique edición cono sur y Editorial Katz acaba de publicarle un libro de conversaciones, con la literatura como eje, en el que su alquimia mayéutica nos acerca de manera insospechada a personajes de la altura de César Aira; Ricardo Piglia; Roger Chartier; Fernando Savater; Antonio Muñoz Molina y Guillermo Cabrera Infante.
Nos juntamos una calurosa noche de febrero en un bodegón español a dialogar sobre el exilio, la cultura y el arte de saber escuchar.
¿En qué contextos te fuiste y volviste de España?
Tuve dos etapas en España; la primera, en Barcelona, duró casi diez años. Me fui en 1975, en el furor de los crímenes de la Triple A, meses antes de la inauguración de la dictadura militar. Trabajaba entonces en el diario La Opinión, que dirigía Jacobo Timerman, y volví en 1984, ya reinstaurada la democracia en la Argentina. Del ‘84 al ‘89 viví aquí en Buenos Aires y fui jefe de redacción del semanario El Periodista de Buenos Aires. En el ‘89 cierra el semanario y me vuelvo a España, esta vez a Madrid, y tuve la suerte de que me fuera muy bien otra vez. Tuve buenos trabajos periodísticos y demás me volvieron a contratar como redactor jefe en la revista Interviú, hasta que en 1995 se produjo allí lo que en lenguaje neoliberal se denomina una reestructuración, es decir, un despido masivo, que me afectó también a mí. Desde entonces y hasta principios de 2008, trabajé como free lance en toda clase de tareas editoriales y periodísticas. El cambio tuvo un costado muy placentero y gratificante para mí, y es que pude dedicarme predominantemente al periodismo cultural. Pero también un lado problemático: la irregularidad y las bajas tarifas que en España están prácticamente congeladas desde hace quince años. Este cuadro fue agravado por los primeros indicios de la crisis que ahora se manifiesta en toda su plenitud. En un momento dado fui sintiendo que estaba instalado en un ciclo agotado y fui pensando en regresar a Argentina. Pero quiero dejar claro que ese largo ciclo en España -que en total duró casi la mitad de mi vida- fue globalmente muy positivo y enriquecedor. Así que cuando Carlos Gabetta, director de la edición argentina de Le Monde diplomatique, me ofreció un puesto de editor en la publicación, concreté mi vuelta al pago.
Cuando te fuiste por primera vez, ¿militabas en algún lado? ¿O coincidieron las fechas…?
Me fui por razones políticas. Digamos que era una persona de izquierda, pero no estaba en la guerrilla. No estaba militando en una organización concreta, trabajaba en La Opinión, en la sección política, haciendo sindicales, y ya cosechaba síntomas de animadversión en algunos círculos de la CGT… Pero una de las razones determinantes de mi partida fue el asesinato de un compañero a manos de la Triple A. Jorge Money se llamaba. Esto fue antes de la dictadura. Su cadáver apareció en un bosque de Ezeiza, y en los últimos meses tenía la certeza de que se avecinaba un baño de sangre en la Argentina. Lamentablemente, no me equivoqué. Y obviamente no quería estar en esas circunstancias, por eso decidí irme a España.
En el medio, más allá de este libro que acaba de salir publicado, se te conoce como un gran entrevistador.
No lo sabía. En realidad, en periodismo hice de todo. Me gusta mucho este tipo de entrevistas, las que recoge el libro, porque más que entrevistas son conversaciones. ¿Qué quiero decir con esto? La entrevista suele estar caracterizada por una especie de ping-pong en donde hay que lucir juegos de ingenio, por lo menos es el género que se ha cultivado mayoritariamente. En el que se establece a veces una especie de competencia entre el entrevistador y el entrevistado, a ver quién es más ingenioso, o más vivo. Y en donde predominan los golpes de efecto. Ese tipo de entrevistas, que empezó a ser popular en los años 60 -a las que yo llamaría “entrevistas impresionistas”; Oriana Fallaci contribuyó a difundirlas mucho en la década del 60-, es un tipo de entrevista que a mí nunca me gustó, ni siquiera cuando estaba de moda, cosa que alguna vez tuve que hacer no obstante, cuando dependía de un medio que así las exigía. En cambio, estas entrevistas que no me fueron impuestas, cuyos personajes entrevisté con placer porque me interesaban, se parecen más a conversaciones en las que uno quiere conocer la opinión del otro sobre determinadas materias, sobre su obra, o sobre su saber, en las que se puede extender con toda tranquilidad cuando hay disponibilidad de tiempo por parte del otro, cuando ninguno de los dos está sujeto por un formato que manda, y se hacen con serenidad. Y sobre todo, cuando el periodista se asume como representante o intermediario entre un eventual público lector y ese entrevistado, ese personaje. Entonces ahí el entrevistador hace un poco de desentrañador o disparador de interrogantes y suscitador de cuestiones en el entrevistado, y le permite a éste desarrollar ampliamente su punto de vista, que es también su modo de hacer literatura -en el caso de un escritor-, o filosofía -en el caso de un filósofo-, o historia -en el caso de un historiador-, etc., para ceñirnos al campo del periodismo cultural. Por eso las llamo conversaciones, y eso sí me gusta mucho. Las hago inclusive con el deseo casi infantil de poder aprender yo también.
Vos sos de la última generación de periodistas que no estudiaron periodismo, ¿no? ¿Qué formación tuviste?
Efectivamente. Estudié Filosofía, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pero sólo un par de años nada más. No terminé ni avancé demasiado en la carrera, pero me interesaron profundamente siempre el cine y la literatura en primer lugar, y también la historia, la filosofía y la política… En fin, ese vagaroso escenario que se llama “humanidades”.
En la época en que trabajé en La Opinión junto a grandes periodistas de ese momento los más jóvenes aprendimos mucho de figuras como Tomás Eloy Martínez, Osiris Troiani, Enrique Raab, Osvaldo Soriano (aunque éste era joven)… Antes que yo habían pasado por ahí Horacio Verbitsky, los mellizos Algañaraz, y muchísimos más. Y en ese momento, ninguno había estudiado periodismo. Creo que la única escuela que había en esa época -estoy hablando de los primeros años de la década del ‘70-, era la de la Universidad de La Plata, me parece. Y aquí en Buenos Aires había un instituto privado -creo que se llamaba Grafotécnico- en donde se impartía periodismo. En ese momento casi todos los que hacíamos periodismo habíamos pasado por Filosofía y Letras, por Derecho, por Historia –y en general, sin haber terminado esas carreras-, o por ningún lado, éramos autodidactas. Y lo fundamental era aprender de los periodistas más experimentados que estaban en el mismo medio. Yo no tengo nada contra los periodistas egresados de escuelas de periodismo, al contrario, me parece que eso puede ser útil. Pero lo fundamental es ser un buen lector, interesarse en los temas que uno quiera abordar, y fundamentalmente tener una actitud de interés intelectual, de curiosidad intelectual… Me parece que ese es un presupuesto básico para el periodismo y para muchas otras tareas.
¿Te parece que es un presupuesto básico con un saldo favorable en las nuevas generaciones de periodistas? Es una pregunta un poco petardista, pero es una pregunta que surge sin duda de lo que estamos hablando.
Mirá, yo creo que hay excelentes periodistas jóvenes, por supuesto, como los hubo siempre. Ahora, si hay que hablar del promedio -y no quiero parecer con esto un viejo que habla mal de las nuevas generaciones: primero, porque no me siento en ese papel, y segundo porque tampoco es mi papel realmente-, debo decir que me desconcierta mucho, tanto en Argentina como en España, y en ese aspecto no encuentro ninguna diferencia, el tremendo déficit cultural que observo en muchos jóvenes periodistas. Me desconcierta, francamente, y me alarma. Un déficit cultural, e incluso en el uso de las herramientas elementales de la escritura y el conocimiento de la gramática y creo que ese déficit proviene fundamentalmente de la no lectura. Es curioso, pero yo he conocido alumnos de periodismo que no leían los diarios -aquí y en España-, puede sonar increíble, pero es así, y no eran pocos.
Siguiendo en esa línea de pensamiento, yo lo que noto es un apresuramiento, como un vértigo, eso que decías de la diferencia entre entrevista y conversación, en el periodismo y también en la literatura. ¿Cómo ves vos la literatura de las últimas décadas, aquí y en España?
Antes quisiera redondear lo que te dije con una anécdota. El protagonista es Guillermo Cabrera Infante. Cuando le hice la entrevista -que está incluida en el libro-, al otro día él lo llamó al director de Cuadernos Hispanoamericanos -un argentino, Blas Matamoro, escritor y periodista y le agradeció que me hubiera mandado a mí para la entrevista y le dijo que la había pasado muy bien, que yo era muy profesional… Y el director le dijo: “Bueno, Cabrera, pero es normal, tiene muchos años de periodismo, hace periodismo cultural… Es un profesional, ¿por qué no iba a serlo?” Y Cabrera le respondió: “No, no es tan fácil la cosa”. Y le contó que antes que yo había estado una chica de un canal de televisión español entrevistándolo y que una de sus primeras preguntas fue cómo había sido el proceso de escritura de Pedro Páramo. Esto es rigurosamente cierto. Y entonces él le dijo “como ves, no es tan común que estas entrevistas sean hechas por profesionales”. Por supuesto que hay una culpa de la chica de no informarse mínimamente de quién era este señor, pero lo que sucede es que de pronto son becarias que apenas salieron de la escuela de periodismo, las emplean en un canal y las mandan a las diez de la mañana a un desfile de modas, a las doce a la presentación de un libro de cocina y a las catorce a entrevistarlo a Cabrera Infante, y no tienen idea clara de nada. Y este es otro presupuesto que para mí sí es un criterio elemental: no se puede sostener una conversación periodística -una entrevista o como quieras llamarla- con alguien de quién uno ignora todo. Eso me parece detestable. Lo mínimo que hay que pedir es el conocimiento adecuado de la persona a la que se entrevista.
En cuanto a la literatura, pienso que también está en parte ganada por ese vértigo, ese no reposo, ese apurarse por hacer una entrevista o cualquier cosa sin tener la perspectiva, la calma, y el tiempo necesario. Quizás hay en una parte de la literatura joven tanto de España como de Argentina -aunque debo decir que estoy bastante desconectado de la Argentina, porque durante veinte años permanecí fuera- una especie de furor y frenesí por publicar a los veinte años, y hay una falta también de reposo, en el sentido profundo de la palabra.
Sí, pero sin embargo las generaciones anteriores publicaban a los veintidós, veinticinco años… Por ejemplo, Abelardo Castillo siempre cuenta que él empezó a publicar a los veinticinco, veintiocho años, siendo un viejo. O sea, los escritores empezaban jóvenes a publicar.
Y mucho más joven aún Rimbaud dejó de escribir, si buscamos ejemplos excepcionales. Sí, ¿pero sabés qué pasa? Hoy hay una voracidad de la industria cultural que facilita, estimula y promueve ese vértigo, que probablemente existió siempre. Pero lo que antes era quizás sólo la prisa natural por publicar de jóvenes autores, hoy está correspondido y magnificado por la necesidad de la industria editorial de promover novedades, nuevas figuras, a toda costa. ¿Cuántas veces por año una editorial anuncia que tal novela es la más grande de las últimas décadas, o que ha surgido un genio? Ojalá fuera cierto con tanta frecuencia, pero es imposible, ¿no? Ojo, de todas maneras esto no es malo en sí. En esas premuras también aparecen grandes escritores, o futuros grandes escritores, pero en general pienso que falta un poco de reposo.
En una entrevista con Daniel Sada, el mexicano que ganó este año el premio Herralde, me decía que lo que se perdió es la fascinación por la palabra. Que ese es el reposo que perdió la literatura, no el barroquismo, sino el sabor, el disfrute por la palabra. Y quizás sea un fenómeno que se está dando en todas las artes, que tiene que ver con lo que hablamos del periodismo. ¿Te parce que eso pasa tanto en literatura como en el cine? Vos te dedicaste al cine, escribiste un libro sobre Fellini, ¿no sentiste que el cine se terminó a finales de la década del ‘70? ¿No sentís que desde hace diez años es muy poco lo bueno?
Me da miedo decir eso, pero me alegra que una persona joven como vos lo plantee. Y me alegra porque significa que tomás una distancia crítica con tu tiempo. En cambio, si lo dijera yo, sería el clásico nostálgico que anhela las viejas glorias de su época. Sin embargo, no estoy de acuerdo contigo. En los últimos treinta años, y en los últimos diez, y en los últimos dos se han rodado películas notables, igual que antes, y se siguen haciendo. ¿O no son grandes películas In the Mood for Love (Con ánimo de amar, en Argentina), de Wong Kar-Wai, Million Dollar Baby, de Clint Eastwood, o En construcción, de José Luis Guerin, para nombrar simplemente las tres primeras que acuden a mi memoria? Y tampoco faltan directores de gran talento: sería muy largo enumerarlos. No creo que exista un déficit en ese sentido, en absoluto.
Ahora bien, dicho esto, hago una constatación clarísima: no encuentro en el cine de hoy creadores que posean una proyección tan vasta, un universo tan personal y ambicioso, un poder germinal tan intenso como los que tuvieron Bergman, Fellini, Bresson, Buñuel, Kurosawa, Truffaut, Visconti, Pasolini o Antonioni, a pesar de los notorios fracasos de algunos de ellos.
Pese a que cuantitativamente se hace más cine que antes -incluso en países que apenas hacían cine- las grandes películas son pocas. Yo veo muchas –de paso te aclaro que nunca me dediqué al cine, sólo soy un aficionado atento-, y quizás a lo largo de un año rescato como excelentes tres o cuatro películas, nada más. De las trescientas o cuatrocientas, o más, que se estrenaron. Pero no podría afirmar que esto fuera distinto en décadas anteriores. Eso sí, paradójicamente, tal vez la obra cinematográfica más extraordinaria que vi en los últimos quince años la hizo Ingmar Bergman en 2003, a los 85 años: hablo de Saraband que es para mí una obra maestra absoluta, un testamento artístico definitivo.
¿No te parece que lo que cambió en el cine para peor fue el lenguaje? Coppola no filmó nunca más una película como la gente, Scorsese tampoco. Allen hace un tiempo largo que nos tiene desprotegidos…
Sí, a mí me da mucha tristeza eso. Gente que admiramos tanto como Coppola –El padrino marca un hito en la historia del cine, indiscutiblemente, fue un clásico al mes de ser estrenada, nació como un clásico-, nunca volvieron a ser lo que fueron. Y un director que yo admiré muchísimo, que es Martin Scorsese -sobre todo por Toro salvaje y Taxi driver, tan notables- no ha vuelto nunca a hacer una película de valor relevante. Quizás la última fue Goodfellas (Buenos muchachos), pero tampoco la rescato como obra total.
Yo no creo que haya cambiado el lenguaje. Creo que se hacen todos los lenguajes posibles. Creo que hay una gama de experimentación enorme hoy. Francamente es difícil encontrar una explicación a esto. No creo que se trate de que esté agotado el cine como arte, porque eso sería como decir que la literatura está agotada como arte, y no lo creo.
Marguerite Yourcenar, en alguna de sus autobiografías, dice que lo primero que cae en decadencia en el derrumbe de un proceso histórico, de una gran civilización, es el lenguaje. Y quizás estén en crisis todas las manifestaciones del lenguaje
Tal vez el lenguaje, más que perderse, se satura por la obsesiva centralidad que ha pasado a ocupar en la producción artística de los últimos cincuenta años. Y no hablo sólo de la literatura; también el cine, la pintura. Asistimos desde hace mucho tiempo al apogeo del arte autorreferencial, a una orgía de metaliteratura, metapintura, discursos que hacen de la naturaleza y condiciones de la propia obra su objeto casi único. Nunca el arte fue tan autoconsciente de su propia índole, pero cabe preguntarse si eso no desemboca en la esterilidad.
Quizás lo que podemos decir es que se perdió la voluntad totalizadora que tenía el gran arte del siglo XIX. Por ejemplo, la novela realista del siglo XIX, cuyo eco se prolonga hasta un Proust, un Thomas Mann, esa vocación de abarcar el mundo, ese intento de explicar el mundo, la condición humana… Eso seguramente sí se perdió. Está claro que hoy se apuesta al fragmento, al ángulo mínimo, a una visión precisamente con explícita voluntad no totalizadora, programática diría. Pero reconozco que eso no tiene por qué impedir una obra de arte. De modo que no encuentro una respuesta única, abarcadora y convincente al por qué de esta crisis. Pero creo sí que hay una crisis del cine, de la literatura.
¿Estamos en un período de oscurantismo?
Quizás de banalidad, más que de oscurantismo. Porque creo que decirle oscurantismo es darle una categoría mayor a lo que realmente está pasando. Yo creo que hay un imperio de la banalidad, eso es evidente. Y se nota por ejemplo en comentarios que he recogido de gente amante del cine en España -algo más joven que mi generación pero que habían sido testigos del cine de Bergman en las décadas de ´60 y ´70-, que me decían como liberándose: “¡Qué rollos que nos comíamos con pseudotrascendentes como Bergman! ¡Qué suerte tener hoy la libertad de decir que eso era un bodrio!”. ¡Y a mí eso me espanta realmente! Porque creo que Bergman sí se destacó por ser un artista que aspiraba a la totalidad de las grandes cuestiones de la condición humana. Eso en el cine de hoy sería visto casi como obsceno. Que un director aborde esa temática… Quizás sólo es posible abordarla por caminos más indirectos. Con todo, te quería decir que la literatura que a mí me parece hoy más vital es la norteamericana. Pocos países tienen hoy escritores de la talla de Don DeLillo, Philip Roth, David Foster Wallace –que me parece un escritor extraordinario, y que lamentablemente se suicidó hace unos meses-. Creo que en general la literatura de Estados Unidos mantuvo una vitalidad excepcional a lo largo de todo el siglo XX. Rescato también a Raymond Carver -denostado por muchos, como todo el llamado realismo sucio- que me parece un cuentista extraordinario, por lo menos en sus mejores momentos: por ejemplo, en su maravilloso cuento “Parece una tontería”. Richard Ford es un escritor muy estimable también, de la familia de los realistas sucios o minimalistas. Es una literatura que me sigue conmoviendo e interesando, en medio de literaturas tan languidecientes.
¿Y este fenómeno poliétnico que es la literatura británica de los últimos veinte años?
Me parece interesante, pero quizás se ha englobado mucho bajo esa etiqueta y seguramente con el reposo del que antes hablaba veremos que muchos no eran tan importantes como creíamos. Pienso que un gran escritor de ese grupo es Julian Barnes. Me parece un magnífico escritor. Y luego me interesa Kazuo Ishiguro. Me parece un escritor valioso. La verdad es que tampoco conozco exhaustivamente a todo ese movimiento. Quizás hubo mucho de astucia editorial en su lanzamiento así como grupo. Pero no obstante hay escritores interesantes entre ellos.
Hace un momento me dijiste que no estás demasiado al tanto de la narrativa nacional. Hay quien afirma que Aira funcionó como un habilitador para toda una nueva corriente de narradores -hay quien lo dice denostándolo y hay quien lo dice engrandeciéndolo-. Pero esta cosa lúdica y compulsiva que tiene la literatura de Aira es como que habilitó cierta literatura descuidada de un grupo numeroso…
Sí, creo que tenés razón. Por ejemplo, él en la entrevista me dice que lo importante no es escribir bien sino hacer cosas nuevas, adhiriendo a la vanguardia, porque me decía que pese a ser calificado como posmoderno y a reunir muchos atributos y rasgos que encuadrarían en la posmodernidad, es más bien un hombre de la vanguardia clásica, del primer tercio del siglo XX, y como tal valora la experimentación por encima de todo, el proceso creativo por encima del resultado mismo. Explícitamente adhiere a esa postura muy de la vanguardia, y sin duda esto encierra un gran peligro, que es el todo vale, y puede inducir equivocadamente a muchos escritores jóvenes a creer que todo es posible y que lo importante es inventar cosas nuevas, experimentar y demás. A mí me parece que Aira es un inventor prodigioso, me parece que tiene una imaginación delirante, a veces muy felizmente cristalizada, pero claro, hay un problema, y es que ese exceso lúdico a veces me cansa. Es como un artificio, a veces muy bien logrado, otras veces más descuidado, pero que leído el décimo libro de él francamente puede cansarte.
Estamos hablamos de una persona que tiene entre cincuenta y sesenta libros publicados…
Sí, es cierto, pese a su juventud. Me parece que tiene momentos de gran escritor, que es un ensayista muy inteligente. El ensayo sobre Alejandra Pizarnik me parece notable, por ejemplo. Pero ocurre otra cosa, a mí no me entusiasma excesivamente la invención, el juego por encima de todo. O sea que hay también una cuestión de gusto personal.
En el prólogo del libro vos hablás de cómo para entrevistar tenés que superar los conceptos o preconceptos que tengas del entrevistado, ¿tuviste que superar con alguno de tus entrevistados en este libro algún rencorcito?
No, realmente no. Por supuesto que todos tenemos simpatías personales, fobias y demás; gente a la que admiramos y otra a la que no, en fin… Pero en la medida en que alcanzara mi honestidad, he tratado siempre de ponerme en una situación casi inocente ante el entrevistado. Y me parece que de otra manera no se puede sostener una conversación de dos horas con nadie, y también hace falta un cierto grado de empatía, lo cual no significa adhesión a lo que el otro diga, simplemente un cierto grado de empatía para que sea posible que se suscite el diálogo; y también digo que mi aspiración, más que forzar el juicio, es que se autorretrate el entrevistado con sus propias palabras, que sea lo más amplio posible hablando de sí mismo, dibujándose a sí mismo –hablo de la obra, ¿no?, de un autorretrato intelectual, no psicológico-, y me parece que a partir de ahí el lector perfectamente puede sacar su interpretación, su conclusión. Estas seis entrevistas reunidas en el libro corresponden a un ciclo de cuarenta o cincuenta que hice en España con historiadores, filósofos, inclusive científicos –aunque yo no tengo ninguna formación científica-, y escritores; este libro reúne sólo a los escritores de habla castellana, salvo el epílogo que está consagrado a un historiador del libro y la lectura muy grande como es Roger Chartier, cuya obra admiro. De modo que está restringido a ese mundo. Fuera de estos seis entrevistados me ha tocado un par de veces tener que vencer preconceptos o antipatías más fuertes, pero sólo excepcionalmente.
A Fernando Savater le preguntás en algún momento si es posible tener rigor intelectual al mismo tiempo que didáctica. ¿Cuál es tu opinión? ¿Y cuál es tu opinión del libro Ética para amador?
Mi opinión es que sí es posible tener rigor intelectual y unirlo a una gran virtud didáctica, es decir, la capacidad de comunicar lo más fielmente posible y sin deteriorar o deformar ese contenido a un público más o menos básico. Ahora, también es cierto que muy pocas veces eso se logra. Él defiende eso citando a Bertrand Russell, que es un filósofo que efectivamente logró algunos libros de introducción a la filosofía muy didácticos y que no por eso renunciaban al rigor. En cuanto al mismo Savater, yo creo que Ética para amador puede ser una introducción interesante y válida para un adolescente, por ejemplo, pero creo que a veces Savater recurre a su riquísimo aparato irónico y capta con ingenio problemas que merecen una explicación un poco más profunda y seria. Para mí él es un heredero de Voltaire, tiene una superficie brillante, un gran ingenio, una gran habilidad para crear paradojas o pseudoparadojas, pero a veces eso prevalece demasiado.
Un entrevistado que parecería ser difícil es Guillermo Cabrera Infante, un gran narrador que siempre daba la impresión de estar enojado…
Yo con Cabrera hice una entrevista enfocada sólo a la literatura y al cine, y la verdad es que evité plantearle el tópico de su posición política anticastrista y demás, no porque no me parezca interesante sino porque me parece tan repetido, tan conocido y tan estéril abordar el tema de la revolución cubana, que creo que muchas entrevistas con él se han malogrado por centrarse en eso y no dar lugar a otros temas. La verdad es que a mí me sorprendió Cabrera Infante, porque se brindó de una manera muy generosa, muy simpática y realmente me pareció muy interesante todo lo que dijo sobre literatura o sobre cine.
Para mí el entrevistador tiene que saber lo máximo posible sobre la obra del entrevistado, pero a la vez tiene que preguntar como si no lo supiera. Hay muchas preguntas de las que yo hago para las cuales yo sé la respuesta, pero lo que me interesa es que la exprese el entrevistado de la manera más completa posible, y trasladarla a los lectores.
Con respecto a la entrevista a Antonio Muñoz Molina ¿has tenido algún tipo de relación con él después de haber vivido tanto tiempo en España?
No, no tuve relación. Sólo conversé largamente con él para esta entrevista. Me parecía uno de los escritores jóvenes más importantes de España, me parecía representativo y por eso lo entrevisté. Me hubiese gustado entrevistar a Javier Marías, porque me parece un escritor interesante entre los más jóvenes, pero lamentablemente nunca pude concretar esa entrevista.
Uno de los temas a destacar del libro es la postura que tienen dos entrevistados, Aira y Piglia, ¿cómo conseguiste que se abrieran tanto?
Yo creo que no fue ningún mérito mío particular, quizás fue el hecho de hacer esas entrevistas en España y no en Argentina, lo cual psicológicamente quizás los hizo sentir más liberados, más desatados. Lo que debo decir es que Aira, hasta la mitad de la entrevista, creyó sorprendentemente, que yo era español -digo sorprendentemente porque mi acento no es nada español-. Entonces cuando me explicaba algunas cosas obvias para un argentino le aclaré que yo también lo era, y él me dijo que creía que era español. Quizás en esa primera mitad eso facilitó la apertura mental con la que él se expresó acerca de otros escritores y demás. No fue el caso de Piglia, con quien no hubo ningún equívoco, simplemente se trató de una entrevista muy tranquila, como una conversación de café. Tuve la fortuna de que ambos se abrieran a todas las cuestiones.
¿Quisieras cerrar con alguna reflexión?
Lo que quisiera agregar no sería una reflexión final porque tampoco es concluyente. Tiene que ver con mi deseo de que en el mundo de habla castellana, en donde es poco común la edición de libros de entrevistas, de diálogos o de conversaciones -cosa que es muy habitual en el mundo anglosajón, e incluso en Francia también-, este género –llamémoslo así- esté más presente. A mí me gustaría contribuir a eso. Porque creo que es una manera placentera de introducirse en determinadas parcelas del conocimiento o de la obra de creadores o de científicos interesantes. Así que espero que en el futuro no sea tan raro que se edite un libro de conversaciones.