Carlos Monsiváis (Ciudad de México, 1938-2010) fue uno de los grandes escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo xx y uno de los intelectuales latinoamericanos de mayor prestigio. Doctor honoris causa por varias universidades, fue distinguido con numerosos galardones, desde el Premio Nacional de Periodismo en 1978 hasta los Premios Mazatlán y Xavier Villaurrutia, el Anagrama de Ensayo en 2000 o el Juan Rulfo de la FIL en 2006. Entre sus obras figuran las magistrales crónicas Días de guardar, Amor perdido, Escenas de pudor y liviandad, Los rituales del caos, las fábulas de Nuevo catecismo para indios remisos y dos antologías imprescindibles, La poesía mexicana del siglo xx y A ustedes les consta. Antología de la crónica en México. Punto de referencia ineludible en su país, fundó en el Centro Histórico de Ciudad de México el Museo del Estanquillo, que alberga su fascinante colección de objetos de cultura popular. El texto que reproducimos a continuación, en el que el cronista mexicano recupera la memoria de su genial compatriota muralista, fue editado originalmente en Amor perdido, Ediciones Era S.A. de C.V., México, D.F., 1977 y a su vez rescatado por en los últimos meses por Los ídolos a nado, una antología esencial sobre la obra de Monsivais editada por Lumen. Agradecemos a la señora Daniela Morel el permitirnos reproducir el siguiente texto.

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Ceremonia luctuosa: en el Panteón de Dolores culmina un vastísimo duelo nacional: por decreto presidencial, los restos de David Alfaro Siqueiros son sepultados hoy, martes 8 de enero, en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

David Alfaro Siqueiros cuya pérdida lamenta la República por­que a través de su genio creador enriqueció a la plástica mexicana, dio nuevos horizontes al quehacer artístico como instrumento de servicio al pueblo y plasmó genialmente los episodios y los persona­jes de nuestra lucha revolucionaria y de nuestras luchas libertadoras, recibirá el homenaje de los mexicanos…

Los cadetes del Colegio Militar y las Guardias Presidenciales en­marcan una concurrencia —numerosa, heterogénea, disciplinada— que se constituye en apropiada síntesis del fervor que la enfermedad y la muerte del artista descubrió, reavivó y desencadenó. De golpe, los periódicos, la radio, la televisión, la suma de conversaciones coti­dianas han coincidido en proclamar —también a manera de ban­do— la extrema importancia del último Grande de la Edad de Oro del muralismo, el joven combatiente en el estado mayor del general constitucionalista Diéguez, el coronel republicano en la Guerra de España, el líder obrero, el conspirador, el teórico del arte revolu­cionario, el ex preso político, el Premio Lenin de la Paz, el Premio Nacional de Arte. Como en muy escasas ocasiones, un acuerdo ge­neral: la muerte de Siqueiros nos empobrece o confirma nuestra pe­nuria. Se le acepte, -se le endiose o se le rechace, él ha sido una situa­ción establecida, mucho más que un monstruo sagrado, la postrer instancia de un movimiento cuya contemplación, de tiempo en tiempo, nos sirve para redefinirnos observándonos en las gesticula­ciones ideológicas y culturales que su examen provoca-.

La Secretaría de Educación Pública, en nombre del gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, tiene la pena de informar al pueblo de México del fallecimiento del eminente pintor David Alfaro Siqueiros acaecido en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, el día 6 de enero a las 10.15 horas.

El lunes a las nueve de la mañana ha llegado el cuerpo al Palacio de Bellas Artes. Al ataúd lo cubre la bandera nacional. El Presidente de la República deposita una corona de laurel y hace la primera guar­dia acompañado del pintor Rufino Tamayo y el músico Carlos Chávez. A lo largo del desfile multitudinario, la invocación de las co­ronas mortuorias: Sindicato Mexicano de Electricistas, Asociación Venustiano Carranza, Humberto Hiriart («Al excepcional mexicano en reconocimiento y solidaridad»), la embajada de la URSS, Junta de Vecinos Cuauhtémoc, Instituto Nacional de Bellas Artes, Partido Auténtico de la Revolución Mexicana. En el vestíbulo, la gente se encuentra y se abraza. Las guardias poseen una densidad infalsifica­ble: grupos de escuelas primarias a quienes sus maestros o la Secretaría de Educación Pública llevaron en un afán de hacerles sentir la heren­cia cultural en el contexto de un velorio inolvidable / vecinos de las delegaciones impulsados por la insistencia de la TV / estudiantes que captan y localizan el paso de la Historia / políticos que se dejan ver no sólo por muestreo sino en aras de su devoción genuina / periodistas ubicuos que exhiben el mismo absorto interés ante toda respuesta enérgica y reflexiva / fotógrafos aficionados y burócratas sinceros, pintores a punto de ser conocidos y escultores anónimos, intelectua­les y sacerdotes progresistas, cantantes de protesta así ataviados y amas de casa pesarosas que desean santiguarse. La representación del Sindicato de Telefonistas con sus banderines. Una señora intenta su­bir de rodillas hasta el féretro y los flashes y la curiosidad la inhiben y desconsuelan. Una delegación del Congreso del Trabajo. Rostros no clasificables por una crónica y más cerca de la velocidad enlistadora de un documental sobre el tiempo libre. Los representantes diplomá­ticos de los países socialistas se distinguen por la exactitud luctuosa de sus sonrisas. Discreto, el doctor Héctor J. Cámpora, elegido hace me­ses en Argentina, breve antecedente del general Juan Domingo Perón.

Al margen del manifiesto del Sindicato de Pintores y Escultores

… Los cuentos de Grimm y Perrault deben extirparse hasta la raíz de la educación oficial y también de la del hogar, la Caperucita Roja y toda la literatura infantil europea, que es enclenque, deben ser sustituidos por los cuentos y leyendas populares mexicanos, que son vivos y punzantes como los magueyes de nuestra tierra y que han formado en el espíritu de nuestros rancheros y de nuestro pue­blo en general las cualidades admirables de espiritualidad, de fecun­didad artística, de energía y de bravura que tanto lo distingue.

… Si queremos que el futuro de México sea grandioso como su pasado indígena, si queremos que México rinda la aportación ética y geográfica para la que está admirablemente dotado y obligado dentro del concierto progresivo de todas las naciones, del mundo, empece­mos por rasparlo de todo el pus que significa el envilecimiento de sus entidades sociales más importantes y de la ética colectiva de sus ciu­dades, de lo contrario, vamos a grandes pasos hacia la configuración democrática de un país latinoamericano de execrable importancia.

David Alfaro Siqueiros Artículo publicado en el número 1 de El Machete,

marzo de 1924

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La caída de los ricos y la construcción del nuevo orden

«Mi vida es como un tren —declaró Siqueiros— que corre despavori­do, y hay que aferrarse a él para no apearse en alguna estación.» Desde su adolescencia, él precisa la metáfora: el tren es la Historia, el porve­nir de la Humanidad, la marcha ascendente de las masas. El ritmo vo­raz alterna etapas: huelgas estudiantiles, conspiraciones contra Huerta, participación en la División de Occidente; viaje a Europa en 1919, encuentro con Diego Rivera, exhortaciones desde Barcelona en el «Manifiesto a los plásticos de América» (mayo de 1921); regreso a México en septiembre de 1922 (ya no José sino David Alfaro) invitado por José Vasconcelos, Secretario de Educación, y Vicente Lombardo Toledano, director de la Escuela Nacional Preparatoria, a incorporar­se al muralismo.

Nacionalismo cultural e internacionalismo proletario. Como parte contradictoria del discurso necesario para campesinos y obre­ros, el nuevo Estado mexicano patrocina un movimiento artístico que quiere celebrar el fin de la edad media porfirista con la virtual puesta en escena de un Renacimiento casi al pie de la letra. El Doctor Atl extasía con descripciones de la Capilla Sixtina y la personalidad de Leonardo da Vinci y —en zaguanes, rellanos, patios y anfiteatros del Antiguo Colegio de San Ildefonso— Diego Rivera, José Clemente Orozco, Jean Charlot, Alva de la Canal, Amero, Fermín Revueltas, Fernando Leal, Cahero, Xavier Guerrero, Siqueiros, tra­zan apuradamente lo que entienden como la síntesis del arte clásico, la novedad (radicalizada) de la patria y la conciencia de lucha de esas multitudes tradicionalmente proscritas del arte. El nacionalismo cultural de los muralistas está, previsiblemente, situado en el porvenir: orgullo desmedido por el país que vendrá, las tradiciones que lo po­blarán, el agradecimiento que se verterá hacia los hombres que des­de los muros y los sindicatos lo gestaron sin claudicar jamás. Durante un eléctrico y extraño momento de la vida de un país latinoamerica­no, al futuro se le contempla no sólo sin piedad apocalíptica sino con envidia genuina y al futuro se le entregan los esfuerzos de liquidación del presente: energía laboral, recuperación del paisaje mexicano, re­creación de formas y colores familiares, rechazo de los prejuicios cle­ricales, fe en el Hombre Nuevo tal y como ha sido anunciado por Prometeo, Quetzalcóatl o Cristo, ridiculización de la burguesía, exaltación del trabajador y del trabajo, reivindicación temática de la vida cotidiana y las tradiciones indígenas. A la conciencia de la nacio­nalidad por la experimentación radical de un arte con vista al pueblo.

La autocelebración es necesaria y compensatoria: ni intelectuales del Establishment ni público logran captar el tamaño de la esperanza y del esfuerzo. La autocelebración es personal y es de tendencia esté­tica y línea ideológica: muchos de los pintores ingresan al Partido Comunista de México ávidos de robustecer institucionalmente sus visiones hazañosas y de reafirmar su condición de trabajadores de overol y sobre los andamios.

La revolución artística está en-marcha. Las diversas tendencias del muralismo convocan a la incredulidad, el disgusto y la irritación de su primer público burgués que, abominando de la «doble imposi­ción»: estética e ideológica, llama «monotes» a los murales, observa con falsa y verdadera indignación las personalidades exaltadas de los pintores y retrocede (agradecida en el fondo) ante sus variados dones propagandísticos. En la Ciudad de México, el muralismo es, antes que nada, un espectáculo que se sirve con pareja vehemencia de la política y el arte, y al que se unifica y se asimila por vía del culto a la personalidad: el muralismo es eso que hacen Diego, Orozco y Siqueiros en la Secretaría de Educación, el Palacio de Bellas Artes, el Palacio Nacional, la Suprema Corte de Justicia, el «feísmo» monu­mental de los «pintamonas» bolcheviques. Las reacciones estéticas también pueden ser violentas: grupos de estudiantes arrojan de la Preparatoria a Siqueiros y Orozco y dañan gravemente los murales a palos, pedradas y navajazos. El odio y la admiración, inexorablemen­te, unifican el movimiento, le atribuyen la homogeneidad tiránica que mega o vuelve inaudibles las querellas, las polémicas intermina­bles donde todos se acusan de todo y donde el propio Orozco rede- fine al muralismo como «negocio político-académico-turístico».

¿Qué pretendemos?

Vamos a producir un arte que por su forma material sea físicamente capaz de rendir un máximo servicio público. Formas de verdadero arte para las más amplias y alejadas capas de la población. Comercialización de éste sobre la base de las posibilidades reales de las masas en cada país. Así pondremos fin al elitismo burgués del arte europeo y a la li­mitación burocrático-turística del arte mexicano. Así acabaremos con el utópico purismo del primero y con el oportunismo demagógico del se­gundo. Así pondremos fin al superficial floklorísmo, al arte mexican cu­rios ahora predominante en México, para sustituirlo por un arte que sea el fruto de la captación del panorama internacional de las plata­formas de antecedentes y elementos locales. Vamos a impulsar el aprendizaje de la pintura mural exterior, pública, en la calle y bajo el sol, en los costados libres de los altos edificios, donde ahora se colocan affiches comerciales, estratégicamente ubicada frente a las masas, mecánicamente producida y materialmente adaptada a las realidades de la construcción moderna. Así pondremos fin al muralismo mexica­no, arcaico en su técnica, turístico y burocrático en su proyección so­cial, recóndito en su ubicación, que sale de sus catacumbas sólo en monografías selectas, para goce exclusivo de amateurs extranjeros. Así, además, nos prepararemos para el futuro próximo de la sociedad, pues en éste una forma tal de arte tendrá preferente desarrollo por su eficacia como expresión de arte para las multitudes en acción diaria.

DAS. Del proyecto de manifiesto «Hacia la transformación de las artes plásticas», dado a conocer en Nueva York en junio de 1934

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En el vestíbulo de Bellas Artes, una presencia multánime: los com­ponentes de esa entelequia / realidad agonizante / nostalgia com­pulsiva: la Vieja Izquierda, que hoy acude a pasar lista, a reconocer­se, cuántas batallas decisivas 110 han merecido su entrega, cuántas no se han librado —con gravoso anulamiento del Yo— desde la réplica soberbia al callismo y el clero ultramontano, desde la clandestinidad y la república transitada de reunión en reunión, desde los días en que pedían espacio para poner su hombre y apoyar a Cárdenas y se de­fendía a la República Española y se participaba en la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios) conjuntas a tocia hora y escri­tores desterrados por las dictaduras de sus patrias y norteamericanas que —sin hablar español— acudían a defender la LEAR de los ata­ques fascistas / no te veía desde el entierro de Frida Kahlo, gran pin­tora y excelente camarada / no nos saludábamos desde el entierro del compañero Rivera,-cuando la familia de Diego se opuso a que ha­blara David y Siqueiros insistió en su derecho de comunista. Pero eso fue después, nos tratamos y nos quisimos antes, cuando al mani­festar se ejercía el derecho a la alegoría y la parábola, tomar la calle era multiplicar la vida, con las mantas henchidas y las pancartas de­safiantes como yendo hacia el Pueblo, de pronto una dirección y un destino fijos, la meta esplendente que, digamos, el Zócalo o Plaza de la Constitución anunciaba y contenía.

En el Palacio de Bellas Artes, encuentra su cuartel general, su last stand, la Vieja Izquierda, inalterable en su decisión de seguir repre­sentando algo, de aportar su derrota como el significado y la expli­cación reales de cualquier crisis.

Verlos aquí en este vestíbulo, al cabo de los años, es una expe­riencia contradictoria y —ni hablar, mano-— patética. Los hombres de la Vieja Izquierda conservan su santa capacidad de indignación, y su sentido pueril y mortuorio del humor, perciben la oportunidad de encomendar existencia y visibilidad a la trascendencia del acto. Se van borrando los distingos entre militantes y ex funcionarios, entre los dignos de respeto y los chistes ambulantes. Uno, que ya así los conoció, no puede sino reconstruir la enormidad de su pasmo cuan­do, informados de la vastedad terrorista del estabilismo, perdieron una convicción idolátrica sin abandonarla, desistieron de un apego sin sustituirlo por otro, siguieron creyendo (sin decirlo) que en el fondo se trataba de otra grosera infame conspiración imperialista. La generosidad inconfundible de sus años de prueba se volvió, en la bu­rocracia o en formas menos recompensadas del autoescarnio, el pol­voso equilibrio de quien comprueba la transitoriedad de sus dioses.

Llamamiento al proletariado

¿Cómo abatir la prensa burguesa? Suscribiéndose y haciendo suscribir a sus compañeros, enviando pequeños donativos que 110 signifiquen un gran sacrificio económico, haciendo toda clase de propaganda en favor de la prensa proletaria; pegando el periódico en las paredes; enviando colaboración de forma de notas informativas sobre la situación del proletariado en las distintas regiones; haciendo colectas y pequeños festivales de beneficios, etcétera.

Contando El Machete con más de treinta dibujantes y grabadores, con todos los escritores revolucionarios de México y técnicos en asun­tos sociales, sólo espera la ayuda eficaz de todos los trabajadores de la re­pública, para su desenvolvimiento en una forma más amplia y regular.

Hoja volante publicada por El Machete el domingo 10 de agosto de 1924

Los usos del machete

Siqueiros organiza y agita. En 1922 pinta en el Colegio Chico de la Preparatoria el Entierro del obrero y es secretario general del recién fundado Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, cuyo periódico El Machete dirige junto a Rivera y Xavier Guerrero. El in­tento es variado: apuntalar la pintura revolucionaria, denostar a los arribistas, vituperar a los intelectuales reaccionarios, menospreciarla pintura de caballete, animar y plasmar las nuevas mitologías. Graciela Amador escribe la cuarteta-lema de El Machete:

El Machete sirve para cortar la caña, para abrir las veredas en los bosques umbríos, decapitar culebras, tronchar toda cizaña, y humillar la soberbia de los ricos impíos.

Siqueiros, nombrado presidente de la Comisión, redacta la «Declaración social, política y estética» del Sindicato que inscribe como metas fundamentales glorificar el arte público y monumental, «socializar la expresión artística que tiende a borrar totalmente el in­dividualismo» y proclamar el esfuerzo de los creadores de belleza «para darle a su producción valor ideológico, para educar al pueblo e impulsarlo a la lucha». De 1924 a 1929, él es miembro del Comité Central del Partido Comunista y en los años del callismo vive temiblemente la clandestinidad: panfletista, orador, organizador de sin­dicatos mineros en Jalisco, caricaturista de El Machete. Detenido en la manifestación del Primero de Mayo de 1929, es encarcelado siete meses en la Penitenciaría del Distrito Federal, arraigado judicial­mente quince meses en la ciudad de Taxco y, acto seguido, conduci­do al destierro. También, en marzo de 1930, es expulsado del Partido Comunista.

David Alfaro Siqueiros expulsado del Partido Comunista

Los compañeros miembros del Partido Comunista tienen ya antece­dentes, por circulares del Comité Central, sobre la actitud del com­pañero David Alfaro Siqueiros en los últimos tiempos. Saben cómo, a su vuelta del Congreso Sindical de Montevideo, descuidó casi por completo el trabajo de dirección de la CSUM (Confederación Sindical Unida de México), y cómo lo abandonó completamente después, para dedicarse sin trabas a sus relaciones amorosas con la se­ñora Blanca Luz Brum en los momentos en que la represión contra nuestro Partido era más fuerte: saben que el Comité Central tuvo co­nocimiento de que Blanca Luz era empleada del Departamento Confidencial de la Secretaría de Gobernación, que de ese modo ha podido saber algunas interioridades del funcionamiento de dicho Comité, y saben, por último, que Siqueiros fue sometido a una Comisión especial de Control, prometiendo bajo su firma, como condición indispensable para seguir en el Partido, volver a ejecutar activamente las comisiones sindicales que éste le confiara y romper toda clase de relaciones con la señora Brum. Ahora queremos que to­dos los trabajadores conozcan la verdad sobre el caso Siqueiros.

Blanca Luz Brum fue encarcelada por «sus relaciones con los co­munistas», quedando en libertad enseguida (los demás extranjeros aprehendidos hasta entonces habían sido expulsados del país). Siquei­ros se apresuró a reunirse con ella, tratando de engañar al Comité Central: pero el día 6 de marzo fue sorprendido con BL por tres compañeros, entre ellos Carrillo, miembro del CC. En esos días, el CC discutía (a solicitud de Siqueiros y con su presencia) la situación política y sindical; las reuniones eran reservadas, pues la policía bus­caba afanosamente a todos los miembros del Comité Central.

El día 10 fue aprehendido Siqueiros, cuando se hallaba acompaña­do por Blanca Luz y el cónsul del Uruguay, el «anarquista» Falco. Conducido a la Jefatura de Policía y más tarde a la Secretaría de Gobernación (donde lo visitaba a toda hora Blanca Luz), Portes Gil trató de convencerlo de que abandonara el país o saliera del Partido. El 17, Siqueiros comunicó al CC que ya estaba en libertad pero vigi­lado, y que para no servir de conducto entre la policía y los miembros del CC, había resuelto permanecer en un hotel con Blanca Luz (!). Esta fue la encargada por Siqueiros para llevar personalmente su reca­do a la oticina reservada del CC, no obstante que el mismo Siqueiros había escrito que «A Blanca la siguen a todas partes, según me dijo ayer». El día 20, Siqueiros preguntó si podía «fugarse» porque estaba seguro que «el día 24 lo echarían del país». Según esto, continuaba «preso» en el hotel, bajo la vigilancia de los agentes. El CC le ordenó que se presentara en Gobernación y exigiera su libertad absoluta, sin vigilancia, o su encarcelamiento con los demás compañeros aprehen­didos, en cuyo caso debía declarar también la huelga de hambre. Siqueiros no obedeció esta orden ni dijo una palabra al respecto. Según declaración de la misma Blanca Luz, a un comisionado del CC el día 19, ella, el cónsul del Uruguay, el jefe del Departamento Confidencial de Gobernación y Siqueiros habían almorzado juntos en el hotel. El 21 fueron vistos Siqueiros y Blanca Luz en la calle, sin ningún agente-, el 22 Siqueiros estuvo en el Departamento de Estadística, y el mismo día fue visto cuando tomaba un camión de la línea San Angel, acom­pañado solamente de Blanca Luz. Esto quiere decir que Siqueiros es­taba realmente en libertad, mientras comunicaba al CC que estaba preso en el hotel.

De todo lo anterior se deduce: primero, que Siqueiros ha violado la resolución del CC en que se le ordenó romper sus relaciones con Blanca Luz, empleada del Departamento Confidencial de Gobernación; segundo: que BL fue puesta en libertad para localizar por su conducto a Siqueiros, y que éste se dejó coger en la trampa que le puso la policía, con la ayuda, consciente o inconsciente, de BL; ter­cero: que BL y el cónsul del Uruguay, el «anarquista» Falco, han esta­do sirviendo de instrumento al Secretario de Gobernación Portes Gil para alejar a Siqueiros del Partido o sacarlo del país; cuarto: que Siqueiros se ha venido prestando a este asqueroso juego, aceptando la «protección» del cónsul del Uruguay, la amistad del jefe del Departamento Confidencial, el «cariño» de Blanca Luz y la «benevo­lencia» de Portes Gil, que lo dejó en libertad mientras mantenía en prisión a Valentín Campa, miembro del CC del Partido y Secretario General de la CSUM y a veinte compañeros más; quinto: que Siqueiros, con una inconsciencia o mala fe verdaderamente criminal, ha puesto en peligro la oficina reservada del CC y a todos los compa­ñeros que en ella trabajaban, dando su dirección a una empleada del Departamento Confidencial de Gobernación.

El Comité Central considera que la conducta de Siqueiros en este caso justifica su expulsión del Partido. No obstante, en su resolución adoptada el 27 de marzo, el CC analiza las cuestiones políticas que sirven de base a todas las faltas de Siqueiros, y que lo caracterizan como un representante típico de las tendencias oportunistas y dere­chistas que últimamente se cristalizaron en el pequeño grupo que en­cabeza Diego Rivera y Rosalío Blackwell, y que se titulaba a sí mis­mo «oposición comunista». A fines de febrero, cuando el CC consideró que Siqueiros había reconocido sus errores y aceptaba de buena fe la resolución de liquidar sus relaciones con Blanca Luz, dis­cutió con él todas las cuestiones políticas y sindicales, para fijar de una vez su posición ante la línea del Partido. En esta discusión (5 y 6 de marzo), Siqueiros puso de manifiesto las siguientes desviaciones oportunistas, incompatibles con la línea actual del Partido y de la Internacional Comunista.

Que las masas trabajadoras de México no se encuentran en una etapa de radicalización, existiendo sólo «gérmenes» de radicalización; al final admitió que «estamos en el comienzo de una etapa de radicalización» pero afirmó que las masas se muestran por completo apáti­cas, pasivas, reacias a la lucha. Siqueiros no ha podido comprender que si las masas no se muestran tan combativas como en otros países, es por la insuficiente actividad del Partido Comunista para contra­rrestar la labor de los dirigentes amarillos y la demagogia guberna­mental.

… Considerando, pues, que Siqueiros ha sido un irresponsable incapaz de apreciar la grave situación actual y de ajustar su conducta a las necesidades de la lucha en esta situación; que no ha sabido subor­dinar sus inclinaciones afectivas y sus asuntos personales a sus deberes de comunista, que ha violado la disciplina del Partido y faltado a la honradez revolucionaria, engañando al CC y pasando sobre sus reso­luciones y que, por último (y esto es lo más importante) representa en el Partido una tendencia derechista y oportunista que en muchos puntos fundamentales coincide con la llamada «oposición comunista» —formada por agentes de la burguesía y del gobierno—, el Comité Central resolvió con fecha 27 de marzo que David Alfaro Siqueiros quede expulsado del Partido Comunista de México, Sección de la Internacional Comunista.

El Machete, órgano central del Partido Comunista, México, D.F., abril de 1930

En 1932, un comité integrado por Anita Brenner, Salvador Novo, Roberto Montenegro, Sergio Eisenstein, Hart Grane y William Spratling patrocina en el Casino Español la primera exposición importante de Siqueiros. Ante el muralismo, fenómeno internacio­nal, el deslumbramiento es genuino. Eisenstein ve en Siqueiros «la maravillosa síntesis entre la concepción de las masas y su representa­ción percibida individualmente», y Hart Crane declara: «Jamás he tenido ocasión —en París y Nueva York, inclusive— de presenciar una exposición tan poderosa de un solo hombre». Masas y poder: las teorías y la militancia de Siqueiros son alegorías y realidades que, de- curativamente, oscurecen o minimizan su excelente pintura de ca­ballete y sus dones de retratista. Masas, poder y teoría: Siqueiros, rein­corporado al partido, denuncia la pintura mexican curios, se preocupa por las innovaciones técnicas, pinta en Los Angeles un fresco en la Chouinard School y un mural en el Plaza Art Center, recorre Suda- mérica predicando la nueva estética, la de una «plástica integralmen­te humana, libre ya por completo de la opresión de las clases domi­nantes y de toda perturbación política», es expulsado de Argentina.

Masas, poder y polémica: en 1934, desde Nueva York, Siqueiros ataca a Diego Rivera: «Snob, folclorista, indigenista, arqueologista, chovinista», lo acusa de sometimiento a un gobierno-patrón que lo utiliza en su demagogia y lo obliga al oportunismo, lo censura por sus lecciones pseudomarxistas, su atraso técnico y su idealización del indio y del campesino, y concluye: «El movimiento muralista mexi­cano es un movimiento utópico en el camino hacia la pintura revo­lucionaria». México, 1935: la polémica Rivera-Siqueiros se extien­de, deviene espectáculo popular, invade Bellas Artes, recibe el patrocinio del Sindicato de Panaderos, moviliza a los intelectuales y artistas de izquierda.

En la guerra de España, Siqueiros es recluta del Quinto Regi­miento combatiente en Madrid, teniente coronel del Ejército Popu­lar, jefe de la 82 Brigada en el sector de Teruel, jefe militar del sector de Escandón, comandante de las Brigadas de Carabineros 82 y 87, jefe de la Brigada 46 en el sector de El Tajo y Extremadura; jefe del sector de Toledo… En España, Siqueiros —el amigo de Líster, el Campesino y el Comandante Carlos— se incorpora ya definitiva­mente a la leyenda: el valor personal es consecuencia de su ideología y su ideología es, también, extensión de su praxis.

Masas y volúmenes: Al regresar a México, Siqueiros prosigue ob­sesivamente su compromiso y su experimentación, su transforma­ción óptica de las superficies planas, su empleo de los nuevos ele­mentos técnicos. En 1939 pinta en el Sindicato de Electricistas uno de sus grandes murales junto a los del Hospital de la Raza, el Centro Médico y el Castillo de Chapultepec (1952-1960). El episodio de Trotsky lo obliga a refugiarse en Chile. Su monólogo artístico y po­lítico prosigue, obsesivo, poblado de lirismos, remates bravios, am­pulosidades, signos de admiración y mayúsculas, egocentrismo. Su insistencia es. sin matices, poder artístico y simulacro de fuerza: no hay más ruta que la nuestra, la pintura es arma de lucha en las tareas didáctico-masivas, la pintura es un medio político, «mi barroquismo es romántico y grandilocuente». El climax y el anticlímax de la tra­yectoria de Siqueiros es a principios de los setenta, el Polyforum, «la confusión de lo grandote con la grandeza», apunta Cardoza y Ara­gón. Siqueiros declara. El muralismo está más vigente que nunca. En París, Picasso ya no interesa. Los ojos de Europa están fijos en el mu­ralismo. El arte abstracto no sirve porque el hombre está ausente. «Me siento orgulloso —dice el mecenas de la empresa, el hotelero Manuel Suárez— del muralismo mexicano.»

Carta a José Clemente Orozco [Fragmento]

Principiar por la liquidación de la crisis particular de México en las artes plásticas es nuestra primera tarea. Pero ¿qué hacer para tal fin?

Si nuestro colectivismo de ayer fue infantil, balbuciente, hoy debe convertirse progresivamente en un colectivismo verdadero.

Si nuestra doctrina de ayer no llegó a formular conclusiones pre­cisas, hoy debe estructurarse progresivamente un verdadero pensa­miento intelectual-colectivo que norme, en lo esencial, los pasos de todos. Jamás existió y jamás podrá existir una escuela pictórica im­portante sin doctrina. ¡Hasta los cubistas la tuvieron!

Si, en consecuencia, nuestra técnica material y profesional de ayer fue ineludiblemente primitiva, arcaica por lo mismo, hoy debe ser sustituida por una técnica moderna verdadera, esto es, por una técnica que responda íntegramente, y en actitud creadora, al progre­so técnico general del mundo presente.

Si la naturaleza social y pública de nuestra producción de ayer, por la reducción de sus medios de exteriorización, fue de naturaleza inevitablemente primaria, estorbada por remanentes esteticistas, por el comercialismo, hoy debe ser progresivamente ampliada su escala, sus medios, hasta llegar a constituir una expresión funcional nacio­nal, y por ahí, un acto estético de valor-más universal.

Si nuestra temática, nuestro discurso ideológico de ayer, fue pri­mero difuso, por balbuciente y por infantil, y después abstruso, escéptico, por estar contaminado de esa forma de evasión que llaman «el arte por el arte», hoy debe transformarse, paulatinamente, en algo cada vez más conciso, más claro, más polémicamente poderoso.

DAS, octubre de 1944

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La personalidad de los Tres Grandes. Descrita sin término y vuelta a describir, codificada, trabajada, reelaborada en discusiones y artículos y ensayos penetrantísimos y un tanto cuanto previsibles: Orozco, el misántropo y el huraño, el hombre angustiado de nuestro tiempo, el cantor de protestas y rencores, la inmolación como haza­ña; Diego Rivera, el conquistador de Europa, el fabuloso, el antro­pófago y el optimista, el bienamado del pueblo («Diego Rivera no existe», afirma un personaje del film Ustedes los ricos); Siqueiros, tur­bulento, contradictorio, monolítico, intolerante. Entre ellos, a partir de ellos, la vida a ocho columnas, las declaraciones y las retractacio­nes; son la voz de alarma, el oxígeno que necesita una cultura hartan- te y tediosa, el estruendo que organiza las variedades del mutismo.

Varias generaciones se han desarrollado aprendiendo o memorizando o (lo seguro) mistificando las diferencias. La consigna ha sido elemental: detallar la opulencia de un patrimonio, las intransferibles y apasionantes personalidades de los triunviros. Hoy, al morir el último, se entroniza con vértigo el mito del Pasado Heroico, los hombres como dioses que han permitido la monumentalidad del arte público que es también la vida del Estado, de un Estado que se declara a imagen y se­mejanza de los murales, idéntico afán plástico y revolucionario.

El mito mexicano suele serlo todo: imagen, explicación y subs­tancia del mundo. La realidad del mito es la irrealidad del país. Así podría atestiguarlo la noble circunstancia de los reunidos en Bellas Artes y en el panteón de Dolores; ese aspecto severo y distante de quien se sumerge en un acontecimiento histórico, no una expropia­ción o una revuelta o un glorioso Cambio de Estructuras, sino algo más íntimo, una anécdota sin matices, el día que velaron a Siqueiros, recuerdo perfectamente ¡a mañana del entierro, una anotación privada y pública que no exige suspense en el relato ni mayor destreza narrati­va ni explicaciones comprometidas de por qué se sobrevivió a aque­lla tremenda catástrofe, sino algo más profundo, intrascendente y teatral: la frase o la parrafada o el nuevo ademán que describe y am­plía todo el celo cultural del relator, que pone en circulación y a prueba sus predilecciones entrañables.

Son ya muchos años del desempeño exhaustivo de David Alfaro Siqueiros, intérprete y ejecutor vehemente de sueños y agresiones colectivas. El artista como ideal romántico y bolivariano. El comba­tiente como hombre del Renacimiento. El teórico como militante. Lo inalterable: un sentido espectacular del conocimiento, una pues­ta en escena riesgosa (físicamente riesgosa) de sus convicciones, la existencia como desafío, la aventura como orden, la arbitrariedad como lógica.

Quienes rodean el féretro saben a Siqueiros circundado de pres­tigios auténticos y aceptan, también, que con él se entierra una épo­ca. La frase, exacta en su vaguedad, puede aplicarse a varias situacio­nes. Para empezar, describe una arrogancia y una ortodoxia: la del estalimsmo latinoamericano. Ya en diciembre de 1927, Siqueiros, miembro del Comité Central del Partido Comunista Mexicano, condena la actitud divisionista dentro del PC soviético por «objeti­vamente contrarrevolucionaria y útil al imperialismo y la reacción», con la misma terquedad que usará en 1940 para regañar al Presidente Cárdenas por censurar la intervención de la URSS en Finlandia, que acrecentará en 1944 al llamar «perverso contagio» una exposición de Picasso en México y que le hará declararle en 1956 a Selden Rodman: «Rembrandt pintó para la burguesía. Ésa fue su limitación». El esta­bilismo de Siqueiros es confianza a ciegas, descalificación de cual­quier antagonista (de cualquier mínima o máxima disidencia) a nombre de la Historia. De allí proviene la frase-muro de conten­ción: «No hay más ruta que la nuestra», tan denostada y criticada, tan malamente defendida. Claro —lo aclaró mucho después—, él quiso decir «para nosotros, no hay más ruta que la nuestra». O (también in­sistió) su eslogan no debía entenderse como «no hay mejor pintura que la nuestra». El indicaba tan sólo el camino, no la calidad. Podrán existir otros logros, pero no otros métodos válidos revolucionaria­mente. Esta terquedad y esta fijeza se interpusieron entre su obra y las generaciones siguientes. Lo que entrañó una enorme inconse­cuencia. El innovador admirable, el experimentador que aprovechó con amplitud todo avance técnico, el introductor de la brocha de aire, el enemigo de las geometrías estáticas, el fundador del Taller Experimental, se vio negado (mucho antes del horror del Polyforum, mucho antes de ese desastre aleccionador, de ese mausoleo a dos dó­lares la entrada que desmiente teorías y prácticas del arte público) por su reiteración afanosa: «No hay más ruta que la nuestra».

El estalinismo de Siqueiros. Nadie olvida el momento de mayor oprobio del mito, la acción gangsteril que lo perseguirá y situará el resto de su vida: el 24 de mayo de 1940, Siqueiros (disfrazado de ma­yor del ejército) encabeza el comando que inmoviliza a los policías a cargo de la casa de León Trotsky en Coyoacán, el comando que se­cuestra (y posteriormente mata) al secretario Sheldon Harte y lanza un fuego nutrido contra el aposento donde supuestamente Trotsky duerme. «Aquéllos —aceptará Siqueiros en una entrevista para la re­vista ¡Ahora!— eran días muy oscuros y de sufrimiento. Acabábamos de regresar de la guerra de España muy abatidos. En la Unión Sovié­tica la lucha entre Stalm y Trotsky había minado la unidad del movi­miento comunista internacional. Nuestros ideales se sentían heridos. Pensamos en la necesidad de reconstituir la unidad ideológica en tor­no a la clase dirigente del Kremlin.» En 1940 declarará ante el juez que el atentado no tenía por móvil causar daño alguno sino que se trataba de una demostración «encaminada a ejercer presión psicológi­ca contra Trotsky e inducirlo a suspender sus actividades políticas».

Para la inmensa mayoría de los seres humanos, la Historia es el panorama distante ante el cual transcurren, la lontananza que, así les afecte cruelmente, sólo adquiere relieve en las horas de crisis. Para individuos como Siqueiros, encarnaciones del optimismo colectivo, lo cotidiano (el misterio del reposo y la tranquilidad) es el paisaje re­moto y la Historia es lo central, la sustancia que los anima y confor­ma. A Siqueiros la Revolución Mexicana le entrega una certidum­bre: lo único que vale la pena es agitar, en el sentido más exigente del término y en todos los terrenos. De estudiante inconforme con el plan de estudios en Artes Plásticas a revolucionario a renacentista mexicano a líder minero en Jalisco a conciencia nacional: lo impor­tante es ir hacia el progreso, manifestarse intrépido y combativo. De las lecciones de los revolucionarios, Siqueiros deriva una conducta fija, su modus operandi: alguien se propone ser no sólo hazañoso sino, casi literalmente, una hazaña interminable; no un tempera­mento beligerante sino una batalla.

Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos exitosos, la de Siqueiros cifra su gestualidad en la correspondencia de inten­ción individual con voluntad histórica. Por eso, la misma decisión del soldado en España aparece en el pistolero antitrotskista y la atroz congruencia que vincula heroísmo con abyección es gracia de la at­mósfera del estalinismo internacional. La intolerancia punitiva de Siqueiros resume la persecución a lo largo del mundo contra los trotskistas y contra Trotsky, centro del «odio revolucionario», y quien en México se asemeja, según el periodista Ordorica, a «una ballena en el lago de Chapultepec».

Declaraciones,y conclusiones

Yo no he traicionado a mi patria; tampoco he traicionado a la Revolución Mexicana. A México y a su Revolución los han traicio­nado, los siguen traicionando y —no me cabe la menor duda— los seguirán traicionando mis impugnadores, y lo que es más grave, en­cubriendo su doble traición con el disfraz de patriotas y de revolu­cionarios.

En todas y cada una de mis intervenciones, tanto en Cuba como en Venezuela —dos países hermanos que luchan actualmente por su transformación política—, se patentiza una defensa sistemática, per­manente, y frecuentemente apasionada, de la nacionalidad mexi­cana, que es mi propia nacionalidad, y de la Revolución Mexicana, por la cual yo he luchado —mal o bien— desde que tengo uso de ra­zón; a la vez que exhiben, sin lugar a dudas para mí, a los auténticos entreguistas y capituladores. Por otra parte, el evidenciar el juego artero de mis enemigos oficiales y oficiosos, la prueba de su insidia, mis conferencias y boletines pueden coadyuvar con los partidos po­líticos y las organizaciones sindicales de los trabajadores mexicanos, al encuentro del programa y las tácticas de la nueva e inevitable Revolución Mexicana, el segundo empujón, que ya anuncia la in­quietud actual del pueblo.

David Alfaro Siqueiros, Del epílogo de Mi respuesta (Historia de una insidia)

La militarada incesante. En 1960, Siqueiros viaja a La Habana y Caracas a exaltar el arte público mexicano y a boicotear la gira lati­noamericana de Adolfo López Mateos. Ataca al Presidente, lo res­ponsabiliza de la ferocidad contra los vallejistas, lo califica de títere del imperialismo norteamericano y cómplice de la oligarquía, lo reta sin cesar. Ya en México, es acusado de traición a la patria por un en­jambre de periodistas amparados bajo el apotegma: «La ropa sucia se lava en casa». Los anticomunistas profesionales y los columnistas a sueldo lo injurian exacerbadamente: «Apatrida, renegado, mercena­rio, farsante, provocador, agente del extranjero, paranoico, esquizo­frénico, payaso». Sin inmutarse, el 4 de agosto preside el Congreso de Defensa de los Presos Políticos. Uno allí lo recuerda, en el local del sindicato «El Anfora» rodeado por estudiantes, ferrocarrileros y militantes que se solazan en porras personalistas («¡López Mateos güey, güey, güey!»), desentendidos de la gravedad de la represión, capaces de insistir en una manifestación frente a Lecumberri, Siqueiros alza la voz, se irrita ante el poder, se divierte y fascina rela­tando anécdotas de su época en París cuando Agustín Lara le dedicó «Farolito».

El 9 de agosto, luego de una agitada persecución en automóvil, es detenido junto con el veterano periodista Filomeno Mata hijo (director del boletín del Comité de Defensa de los Presos Políticos). Cuatro años en la prisión de Lecumberri; Siqueiros pinta cuadros de caballete, se deja entrevistar, se fotografía con el puño saliendo entre los barrotes, participa en una huelga de hambre. La demanda de su excarcelamiento es mundial y —un dato entre tantos— cientos de niños de la República Federal Alemana le envían dibujos a manera de saludo. Al término de un viaje a México, Pablo Neruda —su amigo desde los días de exilio en Chile— le escribe el hermoso y breve poema «A Siqueiros al partir». El Presidente López Mateos no retrocede. Ha sido afectado en su orgullo personal y la discrepancia de un artista se convierte, desde la susceptibilidad estatal, en pecado sin remisión. Durante su encarcelamiento, la mitificación de Siqueiros se acrece por la injusticia manifiesta. Los periodistas vena­les lo agreden, él es inmune; no se puede «encarcelar la llamarada» de su pintura. El torpe show del sistema judicial no mella mínimamen­te la causa de su libertad (la causa del conjunto de sus actitudes).

Las imágenes se contraponen: a los pocos días de su salida de Lecumberri, Siqueiros recibe en su casa, con un abrazo, a Adolfo López Mateos.

Siqueiros abraza a López Mateos. Siqueiros es premiado por Díaz Ordaz. El era, jamás lo negó, gente de partido, alguien que repetía la frase de Diego Rivera: «Si me echan por la puerta, entraré por la ventana, y si me echan por la ventana, entraré por el ojo de la cerra­dura». Mas su permanencia fue conflictiva. En el libro documental Partido Comunista Mexicano, 1968-1972, se reproducen dos respuestas del PCM a un manifiesto de Siqueiros, «Llamado a los Comunistas», donde éste defiende la política del Presidente Echeverría y lo com­para con el general Cárdenas. La condena es tajante: «Hace ya algu­nos años que los comunistas y otros sectores avanzados advierten que Siqueiros se aparta de la política de su Partido, coquetea con la bur­guesía gobernante y comete infracciones a la disciplina … [Debemos combatir] los residuos de oportunismo y seguidismo en nuestras fi­las, uno de cuyos exponentes es el camarada Siqueiros … [quien se convierte en uno de los] sembradores sexenales de ilusiones … [si­guiendo] una de esas oscilaciones derivadas de su empirismo políti­co [el de DAS] que son típicas en su militancia». Se le reprocha su apoyo incondicional a la invasión de Checoslovaquia, su visita al Secretario de la Defensa García Barragán después del 2 de octubre de 1968, su asistencia a las urnas en julio de 1970, sus manifiestas es­peranzas en el Presidente Echeverría. Por todo esto se le expulsa del Comité Central del PCM.

Un arte poderoso

Hubiéramos podido hacer una importante obra formalista —dijo—, pero no quisimos hacerla, no nos interesó hacerla, no col­maba nuestra determinación de cumplir con un cometido. Mientras los artistas no conquisten la opinión de las mayorías populares no podrán hacer, con sus medios expresivos propios, con su escala esté­tica correspondiente, un arte poderoso.

DAS. Conferencia en Caracas, 1960

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—Aunque lo quieran absorber, no les vamos a entregar en ban­deja de plata a uno de nuestros mejores militantes.

—Militó cincuenta años en el Partido —declaró Amoldo Mar­tínez Verdugo, secretario general del PCM— donde hizo aportacio­nes de importancia para la vida de México, lo que le llevó a sufrir persecuciones y encarcelamientos, pero éstos nunca lo hicieron mo­dificar ni su ideología ni su política… Su legado artístico y político no es como se ha dicho para la nación, sino para la clase obrera, no serviría a los explotadores, sino a las masas de trabajadores.

Otro tema obsesivo en los funerales: la preocupación política: «Están oficializando a Siqueiros». Lo cual, ciertamente, es apetencia gubernamental manifestada en abundancia, y pretensión que dispo­ne de muchos asideros. Siqueiros no fue jamás parte de la oligarquía, pero sí, y pese a todo, un creyente en la necesidad de llevar a feliz término la Revolución Mexicana, un símbolo de ese nacionalismo populista siempre consciente de la cercanía de Estados Unidos. El fue miembro destacadísimo del Establishment cultural, figura del presidium y la ceremonia, el primero en dar el pésame de las causas progresistas a la familia del desaparecido ilustre, miembro de la Aca­demia de las Artes, Premio Nacional, amigo de los presidentes, el primero en el corazón de reporteros y entrevistadores. El estaba (con rigor y justicia) hecho para el público reconocimiento, el halo de la consagración otorgable por el aparato soviético o, en México, por el Estado. ¿Qué le podría ofrendar ahora la izquierda mexicana, divi­dida, sectaria, autodestructiva y, además, arrinconada publicitaria­mente?

Detrás de las manipulaciones y ante el cuerpo del antiguo preso político, se agita el dogma de la cultura oficial: hay un mensaje final en este país, nadie murió en vano en el campo de batalla ni ha sido inútil el sacrificio de los anhelos democráticos. Tal confianza va más allá de la habilidad conciliadora de un sistema político (la negocia­ción como Antorcha Sacra) y se deposita en la certeza de que entre mexicanos las diferencias profundas son (de existir) personales, nun­ca —por favor— ideológicas en el sentido de irreconciliables. Las ideas que requieren demostración se convierten en provocaciones. El sustrato de discursos anexionistas y guardias postumas es, para los disidentes, la renovada fábula del hijo pródigo, la seguridad en la ri­queza y la benevolencia del hogar. Todos pueden volver a casa (mien­tras haya cupo).

Termina el discurso del Secretario de Educación Víctor Bravo Ahuja y se procede al descenso del féretro. Angélica Arenal, la viuda, la compañera, se apoya en el Presidente de la República. A su lado, funcionarios, parientes, intelectuales y los representantes de esa enti­dad que prosigue al concluir los medios masivos sus Clasificaciones Prestigiosas y que han dado en llamar «pueblo». La orquesta irrumpe briosamente mientras el ataúd desciende. Altamente preocupado, un funcionario llama a un ayudante. Instantes después, la información pedida:

—Dice el maestro que es la Tercera Sinfonía de Beethoven, la «Eroica».

En su funeral, Siqueiros se impone a sus contradicciones y erro­res, nadie con su vida y con su biografía puede ser enterrado de ma­nera distinta. Su apoteosis proviene no tanto de la lealtad prefabrica­da que la muerte suscita, ni de esa «piedad para el vencido» que suele alentar en los elogios fúnebres, ni de las variadas honras y los cuan­tiosos florilegios del Estado. Lo que mayormente cuenta es la abru­madora sensación de pérdida que nutre el duelo por la desaparición de un gran artista y una figura política, la pérdida de un punto de re­ferencia y un núcleo de definición interna y nacional. Entre otras cosas, Siqueiros ha sido una de nuestras escasas maneras de existir afuera y de irritarnos o solidarizarnos dentro, un método de internacionalización o identidad. No en balde los periódicos esparcieron ti­tulares como «El pueblo lo llora» y «Desaparece un artista de estatu­ra internacional».

Caen las últimas paletadas de tierra, la gente se aleja y un puña­do de fieles deposita sobre el fieltro verde, a punto de ser retirado, la bandera del Partido Comunista. En ese instante una señora empieza a rezar: «Ruega por él» y le hace coro un grupo de veinte mujeres vestidas pobremente. «Ruega por él.» A modo de respuesta, algunos musitan, la Internacional. Y el acto no ha sido —dentro de su noto­ria solemnidad— triste o melancólico porque en setenta y siete años David Alfaro Siqueiros construyó un personaje y lo dotó de una obra inmensa, vivió con estruendo y no sin grandeza, nos legó su intensi­dad devastadora, que es —si se quieren frases laboriosas— energía inexhaustible y generosa, la propia de los constructores de la nacio­nalidad, sea ésta lo que fuere. Y viéndolo bien, quizá allí se encuen­tre el meollo de la sensación de pérdida, en la intensidad demostra­da, en la existencia recorrida con tal ímpetu, con tal disposición de combate. Uno no abandona las discrepancias ni omite las críticas, tan sólo se resiente de su desánimo en el entierro de un admirable forjador de mitologías.

autor

Carlos Monsiváis

 

(1974)