En la última década y media Guillermo Orsi se erigió como una de las voces más interesantes del género negro en habla hispana. Luego de unos cuantos años de venir remándola en nuestro país el éxito le llegó de las europas, en donde sus novelas comenzaron a cosechar diversos reconocimientos. Poco a poco, de boca en boca, la obra de Orsi fue cruzando el charco y circulando. Tanto es así que fue uno de los autores mas escuchados en el Festival Azabache realizado en Mar del Plata durante el último mes de mayo.

Sueños de perro comienza cuando Sebastián Mareco se entera por la TV del asesinato de su amigo, el Chivo Robirosa. En Buscadores de oro, Archi viaja a la localidad de Villa Las Palmas para recuperar los restos mortales del Cabezón Flores, allí se entera que su amigo fue asesinado en oscuras circunstancias. En Nadie ama a un policía un llamado trasnochado despierta a Pablo Martelli. Su amigo, Edmundo Cárcano solicita su pronta asistencia pero, a pesar de sus intenciones, Pablo lo encuentra masacrado a su llegada. ¡A tus protagonistas mejor perderlos que encontrarlos!

Hacen lo que pueden. Siempre llegamos tarde y, a partir de esa demora, ya no sabemos si lo que buscamos es justicia o reivindicarnos ante el espejo; y los espejos –lo sabemos, desde Blancanieves a Borges- no son confiables.

Nadie ama a un policia

De tus últimas novelas se destaca por su complejidad en la estructura narrativa de Ciudad Santa. ¿Cómo planteaste la misma?

No arranco de planteos previos. No hago planes. Hay escritores que sí lo hacen y les da resultado. Cuando lo intenté, o me aburrí o mi historia cuidadosamente planeada acabó en otra cosa. No quiero aburrirme escribiendo, como no quiero aburrirme leyendo. Cada novela es un salto al vacío, pero cuando el escenario es una megalópolis del tercer mundo hay que estar muy distraído para no advertir que en un rato, apenas, se te llena de personajes, cada cual con su conflicto a cuestas, y que en una sociedad intrínsecamente violenta nada se resuelve conversando, aunque en Ciudad Santa haya un psicoanalista. Tarde o temprano, más temprano que tarde, suena un disparo, abrís una puerta y hay un fiambre, alguien te amenaza y encima River al descenso. Eso es Buenos Aires, mi protagonista, mi santa pecadora.

Tus novelas exudan un descreimiento casi cínico en la “casta política”. ¿Visualizás una casta? ¿Cuáles son tus convicciones políticas?

No creo que haya tal cosa, una casta. Son políticos, nos representan muy bien, el problema somos nosotros, sus representados, que proyectamos en ellos nuestras miserias y, a veces, nuestros esplendores. Soy hijo de las dictaduras: crecí en un país donde ningún gobierno civil pasaba de la mitad de su mandato. Lo reemplazaba el ejército, un general de tropa que en vez de hablar, ladraba a la población como se dirigen los milicos a los soldados formados en el patio de armas. Nunca entendí por qué la gente –mis padres, los vecinos, la gente adulta de entonces- aprobaba y hasta aplaudía la llegada de los milicos, decían “era hora, esto no daba para más”.

Cuando recuperamos la democracia, a fines del ´83, temí que la historia volviera a repetirse. Los militares eran fuertes aún, pese a la derrota de Malvinas, y se habían “auto-amnistiado” de sus crímenes. Las cosas empezaron a cambiar con el Nunca Más y el juicio a las juntas. La democracia –así, a secas, sin aditamentos, con sus enormes limitaciones- es el único sistema que admite corregir los errores, que te permite disentir políticamente sin que por eso te manden a la olla. Sigo siendo un tipo de izquierda, celebro que este gobierno haya avanzado en la redistribución de la riqueza, aunque haya tanto por hacer y profundizar hacia adelante.

 

orsi

Guillermo Orsi

¿Por qué pensás que el último golpe está tan presente en la narrativa nacional? ¿Tenemos cuentas pendientes con nuestra historia?

No sé si está tan presente. Hablo con autores jóvenes que “se brotan” con el tema, como si el genocidio no los rozara. Pero sí, claro, hay cuentas pendientes: héroes que no lo fueron, traiciones, complicidades. Existen todavía –y se puso de manifiesto brutalmente en 2008, con la llamada “crisis del campo”- unos reflejos autoritarios, antidemocráticos, en buena parte de la sociedad que confunde oposición política, insatisfacción o rechazo a un gobierno, con un “vía libre” a las alternativas neogolpistas. Hay una revisión crítica del pasado por parte de cierta izquierda, pero otros no admiten nada, ni registran que, gracias a las decisiones de los jefes revolucionarios de entonces, centenares de militantes y aún de simples simpatizantes marcharon a cruzar un río que los arrastró, como en la historia del flautista.

¿Cómo ves este reverdecer del interés político en la juventud?

Nos habíamos resignado a lo que en España llamaban “los pasotas”, jóvenes que pasaban de todo, una generación de indiferentes, estimulada –con la sabiduría pragmática que los caracteriza- por el poder económico y la derecha política. Con gobiernos de devastación como los que tuvimos en la Argentina de los ´90 no parecía haber muchos estímulos para enfervorizar a nadie, excepto a los beneficiarios del capitalismo salvaje que, por otra parte, azotaba al mundo.

Muchos, incluidos los veteranos, asistimos a la escalada neogolpista de los sectores más retrógrados, en 2008, frente a un gobierno que había ganado limpiamente y por más del 45% de los votos las entonces recientes elecciones, superando en más de 20 puntos al segundo. Esa legitimidad fue bastardeada y el gobierno, con sus errores, puesto contra las cuerdas, por una decisión fiscal que pudo y debió discutirse, pero que había sido pensada con criterio progresista de redistribución.

Tus protagonistas coinciden en cierta melancolía tanguera. ¿Los acompañás en el sentimiento?

Todo argentino de clase media urbana es necesaria y filosóficamente tanguero, incluso los “rockeros” –muchos de ellos lo admiten hoy y hasta reformulan en su música la temática tanguera. No me importó el tango hasta cercanos mis cuarenta, era sordo a sus lamentos y provocaciones, aunque no a la poesía de un Homero Manzi, de Celedonio Flores, de Discepolín o de Cátulo Castillo. Pero quizás fue Piazzola, un tanguero no tradicional, quien me abrió la puerta musical a ese mundo melancólico, tan auténtico en su dolor y en su espíritu burlón. Vivo en Córdoba y aquí, pese a la vieja y siempre vigente rivalidad entre cordobeses y porteños, el tango goza de excelente salud.

¿Cómo y por qué comenzaste a escribir?

Cuando tuve que escribir mi primera composición tema la vaca, en la escuela primaria, decidí que la vaca era otra cosa y no el rumiante pampeano que miraba pasar los trenes. Y me mandé, para alarma de mi maestra de tercer grado, que citó a mis padres para preguntarles qué le pasa a este chico miren lo que ha escrito. Mi madre la tranquilizó asegurándole que ya se me iba a pasar.

La frase “Nadie es profeta en su tierra” debe de haberse resignificado para vos al convertirte en referente del policial español mientras que acá los libreros se quedan con cara de bobos al ser consultados por tus libros.

Fueron libreros de acá, sin embargo, los que “descubrieron” mis libros a mis escasos lectores locales. Pero quedan pocos libreros y hay muchas cadenas con vendedores. Gané el Emecé en 1977, plena dictadura, mal momento para el éxito en un premio que, lo supe luego, estaba “preadjudicado” y no precisamente a mí. Por suerte, hay jurados honestos, pero me costó cara esa irrupción contra natura. Publiqué luego dos novelas, Cuerpo de mujer, en 1984, y Tripulantes de un viejo bolero, en 1994 (De la Flor), sin que la prensa se diera por enterada. Que nadie es profeta enmascara el ninguneo de ciertos círculos cerrados de la cultura y el periodismo cultural. Para colmo, vivo en el interior desde hace más de quince años y, digan lo que digan, la Argentina sí termina en la avenida General Paz.

Siendo ya un referente del género negro, ¿cuáles fueron tus formadores en la materia?

Soy un escritor, un laburante. La literatura es pasión pero a esa pasión hay que alimentarla diariamente con trabajo. No me siento referente de nadie, ni de ningún género en particular. No escribo novela negra porque me haya formado con autores como Hammet o Chandler, tan socorridos a la hora de nombrar maestros. Los míos fueron Cortázar, Benedetti, Roa Bastos, Scorza, Rulfo… tantos y tan lejos de lo negro. Somos, con mucha suerte, la síntesis de nuestras lecturas y deslumbramientos, y tampoco fue ajeno, en mi caso, Oesterheld y sus personajes en Hora Cero en lo que aquí llamamos historieta. Llegué al policial, al género negro, porque una mañana empecé a escribir una de esas historias –hay tantas- en las que alguien que no es detective ni cana sale a vengar la muerte de un amigo. Fue uno de esos desafíos algo absurdos a los que nos sometemos los escritores: a ver si sos capaz de… Y descubrí, chocolate por la noticia, que no hay género menor; que el policial te obliga a contar una historia y encontrarle un final. Como el cuento, el policial no admite finales abiertos –o sin ser tan categórico: se destiñe con ellos y el lector se siente traicionado.

A lo largo de tu carrera y en especial en los últimos años ganaste infinidad de premios literarios. ¿Modifican los premios la actitud del creador frente a la obra?

No han sido “infinidad”, sólo algunos y con ninguno me hice rico, que es la finalidad última de todo escritor cuando de verdad se cansa de cobrar monedas –o de pagarlas- para ser editado.

Hay autores a los que un premio o un éxito importante condiciona en lo que escribirán después, aunque habría que precisar que el verdadero condicionante en esos casos es el mercado, los editores, que no están dispuestos a arriesgar su negocio, a ponerlo en el altar de la creatividad del autor de turno cuando después de despacharse con un best seller se le ocurre cambiar de estilo o de temática.

Como no me ha tocado convertirme en fenómeno de ventas y los premios han sido tan gratificantes como modestos, sigo en mis trece y escribo lo que quiero.

Cuando ganaste el premio Umbriel de novela negra 2004 con Sueños de perro tuviste una actitud que te acercó mucho a tus colegas españoles. Contanos esa anécdota.

El fallo fue públicamente unánime pero luego me enteré de que hubo disensos, antes de darlo a conocer. Algo similar había sucedido con el Emecé, aunque entonces por motivos espurios. No fue el caso del Umbriel/Semana Negra y ello despertó mi curiosidad: decidí acercarme al autor de la novela finalista que había quedado segunda. Y me encontré con un autor ejemplar, Juan Ramón Biedma, un sevillano que brillaría luego con merecida luz propia en el panorama literario español. Hoy somos amigos, Biedma escribe novelas espléndidas, que recomiendo aquí y donde sea con fervor.

 

buscadores de oro

¿Lograste a la fecha el sueño de vivir de la escritura?

Cada vez que creo haberlo logrado, la realidad y la inflación me despiertan de ese sueño. Los autores cobramos habitualmente entre un 8 y un 10% sobre el precio de tapa de cada libro, las liquidaciones son anuales o a lo sumo semestrales, y los anticipos, magros, cuando los hay. Otro tema es con los pocos y muy envidiados –al menos por mí- que tienen su mercado asegurado, que probablemente puedan pactar mejores condiciones.

¿Te entran ganas alguna vez de correrte de la narrativa de género?

Lo hice, claro. Mis primeras novelas no fueron “negras”, ni tampoco mucho de lo que he estado escribiendo.

¿Cómo ves la actualidad del policial en Argentina? ¿Qué lecturas recomendarías y por qué?

Muy vital, afortunadamente. Hay buenos autores y empieza a haber cierta curiosidad de los editores por sondear el negocio. Leonardo Oyola es hoy uno de los “referentes” –ya que te gusta esa palabra- de una novela negrísima que, en las antípodas de mi color tanguero, se roza con el rock, el desencanto y la furia que habita en los márgenes de esta sociedad. Ernesto Mallo, traducido al inglés, francés, italiano y no sé cuántos otros idiomas y jergas, con un par de contundentes novelas ha logrado instalarse en un panorama de sólido vigor narrativo.

¿Y la actualidad cultural del país?

Argentina no decae, pese a los agoreros de toda laya. Y no hablo de Buenos Aires, a la que no le faltan voceros, sino de todo el país. Vivo en un pueblo de Córdoba, hasta aquí no llegan las megaestrellas y casi toda la información cultural que llega por los medios proviene de Buenos Aires. Sin embargo se hace cultura, hay grupos de teatro, talleres literarios y de plástica. La actividad es incesante, a la cultura la hace la gente con su activa participación y compromiso. Lo otro es espectáculo.

No por pontificar pero, ¿Cuál sería tu consejo para los narradores que comienzan?

Leer mucho e incansablemente, leer a aquellos autores por los que se siente afinidad pero también a los “difíciles”: leer el Ulyses de Joyce o Palmeras salvajes de Faulkner son buenos ejercicios de disciplina formal e intelectual, leer a Vargas Llosa aunque se aborrezcan sus opiniones políticas, y los que engrasan sus armas, a los clásicos del género: Hammet y Chandler, pero también Conan Doyle o Patricia Highsmith. De los locales, Tizziani (El desquite y Noches sin lunas ni soles) Soriano, Saccomano o Raúl Argemí y Carlos Salem, que viven en España pero algo de ellos se consigue por ahí. Narradores, gente que no da cátedra y que si tiene algo para decir lo dice contando, no bajando línea. Mientras se lee todo o parte de eso, o de lo que elijan o les recomienden otros, escribir, escribir mucho, dar a leer lo que se escribe sin otra expectativa que satisfacer la curiosidad o compartir algo del placer con el que se escribe. Porque si lo que hacemos no nos da placer, si sólo nos genera la “angustia del papel en blanco” y lo llenamos con cualquier cosa, mejor cambiemos de oficio.

 

Foto del autor Guillermo Orsi

 

ciudad santa

CIUDAD SANTA

PRIMERA PARTE

«LA TRAICIÓN DEL RÍO DE LA PLATA»

1

El auto zigzagueando a ciento cuarenta por la General Paz ape­nas llama la atención del poli que, recostado sobre la puerta del patrullero, fuma distraído bajo el puente de la avenida Mosconi. Debería dar el alerta para interceptarlo por exceso de velo­cidad y conducción temeraria, pero mejor una calada larga de pésimo tabaco rubio. Alguna vez dejará de fumar, se dice, pero cuándo, y algo le queda claro: no mientras sea policía.

En el baúl del auto que vuela por la autopista, sacudiéndose a un lado y otro por las maniobras con las que su enloquecido chófer esquiva a los demás vehículos, maniatado, amordazado y ciego, Matías Zamorano no padece el viaje por sus ataduras ni porque esté al borde de la asfixia, sino porque sabe que es el último, que el auto a velocidad de ambulancia en emergen­cia es para él su coche fúnebre anticipado. Deberían haberlo matado en los baños del Mercado Central donde lo encontra­ron, pero los dos gorilas que salieron a cazarlo prefirieron que nadie los reconociera; son matones asalariados del concejal Viruela, alias Alberto Cozumel Banegas, pero quién lo conoce por su nombre. Para todos es Viruela, heredero de uno de los tantos imperios del conurbano, zar absoluto en sus veinte cua­dras a la redonda del partido de Matanza.

La idea de pasarlo a Viruela no fue de él, se consuela pensando Matías Zamorano. Fue de Ana: veintidós años recién cumplidos, carita de querubín flotando en una nube y agallas suficientes para regentear ella sola el garito y los prostíbulos de Zamorano, tributario a su vez del concejal Viruela, y éste, del gobernador de la provincia. Todo iba bien pero las mujeres, si son jóvenes y hermosas, son ambiciosas, y si son ambiciosas no se conforman con nada; creen ser el centro del universo, soles absolutos de un sistema planetario que tuvo su big bang cuando ellas nacieron, nunca antes. Y todo el resto del mundo está constituido por vie­jos chotos, carcamales sin coraje, muñecos armados con retazos y dentaduras de acrílico que se tragan medio frasco de viagra y creen que se les para porque las hembras alquiladas gritan, cie­rran los ojos, se sacuden como alcancías esperando a que el viejo acabe o se agote, extenuado o paralizado por un infarto.

El auto abandona la General Paz y se interna en la provin­cia por la continuación de la avenida De los Corrales, proa a los vaciaderos de Tablada, donde los verdugos ejecutan a los condenados sin que nadie los moleste. Zamorano conoce el trayecto, lo ha hecho tantas veces al volante de otros autos y con el baúl ocupado por buchones y sicarios; tipos sin madre paridos por la basura que vuelven a ella agradecidos porque ya no aguantan más que la gente les diga señor, que alguna pobre mujer se enamore de ellos y les reclame fidelidad.

No tiene miedo, Zamorano. Está triste, eso sí, siente mucha tristeza y asco por él mismo. Habría apurado los trámites si le hubieran dado la chance, pero Viruela no le da una chance a na­die; por eso conserva con mano de hierro el negocio de la droga en sus veinte cuadras a la redonda, sur de Matanza, cloaca a cié- lo abierto habitada por desahuciados del sistema, zombis que ro­ban y matan por la comida, soldados harapientos de un ejército sin otra disciplina que la certeza del hambre, si no obedecen.

Piensa en Ana, Zamorano, cuando el auto entra, ahora des­pacio, en la calle elegida por el propio Viruela. Quiero que sirva de ejemplo y escarmiento—seguramente ha dicho, es su frase pre­dilecta—, que todos en el barrio vean en qué terminan los que se le animan a Viruela.

Abren la tapa del baúl y entre los dos gorilas que le dieron caza lo ponen en pie. Le quitan la mordaza y la venda de los ojos, mala señal, pésima, o inevitable, en la expectativa de Za­morano; es el procedimiento de rutina, la misérrima cuota de dignidad que se les permite a los condenados. Hay un tercer hombre, probablemente el que condujo el auto hasta aquí, que se ocupa de enderezarlo con suaves golpes en la columna, de alisarle la ropa arrugada para que no muera hecho un estropa­jo, para que los vecinos del barrio de chapas y cartón, buenas familias de bolitas y peruanos, le vean la cara al reo, la mirada de espanto —o de resignación, en el caso de Zamorano— con la que se despiden, y adviertan que ellos, por lo menos —la gen­te de Viruela—, no matan a cualquiera, no se ensucian las ma­nos con cirujas o asesinos por monedas —que de la escoria se encargue la policía— dice Viruela, quien se jacta de sus mucha­chos diciendo que son tropa de élite, marines de los suburbios.

—A éste que ven acá, ustedes lo conocen —arenga el chófer a los vecinos, tomando a Zamorano por los hombros casi con afecto—. Era la mano derecha del compañero Viruela y más de una vez le habrán comprado…

Recorre con su vista las miradas sumisas de los vecinos. Es un señorcito feudal rezongando por la insubordinación de un súbdito, una oveja descarriada a la que ya mismo habrá que sacrificar.

—Ahora vamos a amputar esta mano derecha para que la gangrena no afecte al compañero Viruela. Pero desde mañana vendrá otro compañero de confianza. Porque el compañero Viruela es como las serpientes y las iguanas, vuelven a crecerle las extremidades corruptas que sus hombres de confianza le cortamos.

Empuja a Zamorano, que trastabilla pero mantiene el equi­librio, al centro del espacio vacío que ha quedado entre los ejecutores y los vecinos, el improvisado patíbulo de tierra api­sonada y agua estancada de la última lluvia. Le han quitado las ataduras, podría echar a correr para que lo acribillasen por la espalda, pero prefiere mirar de frente a ese par de gorilas que tantas veces actuaron bajo sus órdenes, y al chófer que dispara con la misma puntería con la que esquiva vehículos con el ace­lerador a fondo.

No dice nada, Zamorano, sólo los mira. Mi agachada no vale una muerte, podría decirles: hay gente por encima nues­tro que se come los alfiles, que juega con trampa y sin embargo se alza con copas y medallas; tipos que duplican sus fortunas con un solo embarque por izquierda y después se sacan la foto abrazados a Viruela.

Pero Zamorano ya está muerto y los muertos no hablan. Cie­rra los ojos para ver mejor al querubín, resplandece, bajo sus párpados cegados por los faros del auto, el rostro de Ana que sonríe al conocerlo, al decirle otra vez que sí, que te acompaño, que me gusta estar con vos.

Y eso explica —Ana bajo sus párpados— por qué Matías Zamorano abre los brazos y los estrecha alrededor de su propio cuerpo, un segundo antes de los disparos.

No está solo cuando se desmorona. Está con Ana.

Sobre El Autor

Damián Blas Vives es actualmente es Director de Gestión y Políticas Culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Entre 2016 y 2020 coordinó el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq de dicha institución y antes fue Coordinador del Programa de Literatura y editor de la revista literaria Abanico. Dirigió durante una década el taller de Literatura japonesa de la Biblioteca Nacional, que ahora continúa de manera privada. En 2006 fundó Seda, revista de estudios asiáticos y en 2007 Evaristo Cultural. Coordina el Encuentro Internacional de Literatura Fantástica y Rastros, el Observatorio Hispanoamericano de Literatura Negra y Criminal. Ideó e impulsó el Encuentro Nacional de Escritura en Cárcel, co-coordinándolo en sus dos primeros años, 2014 y 2015. Fue miembro fundador del Club Argentino de Kamishibai. Incursionó en radio, dramaturgia y colaboró en publicaciones tales como Complejidad, Tokonoma, Lea y LeMonde diplomatique. En 2015 funda el sello Evaristo Editorial y es uno de sus editores.

Artículos Relacionados