Por Miyazawa Kenji.
Principalmente conocido como autor de narrativa infantil, de cuya labor Ediciones Satori acaba de rescatar El tren nocturno de la Vía Láctea, tal vez su obra más emblemática, Miyazawa Kenji supo destacar también en el género poético. Presentamos a continuación tres poemas breves traducidos por Atsuko Tanabe y Sergio Mondragón. Agradecemos a los editores del suplemento Pachamama el permitirnos reproducir el siguiente material.
No sucumbir a la lluvia.
No sucumbir al viento.
No sucumbir a la nieve ni al calor del estío.
Tener un cuerpo firme y sano
sin avidez ni apetencia.
Sonreír siempre tranquilo
sin sucumbir a la ira.
Comer cuatro tazas de arroz entero
y algo de soya y legumbres al día.
Observar, contemplar con atención
y no olvidar cosa alguna.
No involucrarse en nada.
Vivir en el campo
en una choza de cañas
a la sombra de una arboleda.
Si al este hay un niño enfermo
ir a cuidarlo.
Si al oeste hay una madre rendida
ayudarla a cargar sus gavillas de arroz.
Si al sur hay una persona que agoniza
ir a infundirle valor.
Si en el norte hay reproches y pendencias
decirles que una vida así carece de interés.
Si azota una sequía tener lágrimas en los ojos.
Si el verano quema los frutos
caminar perplejo y desolado.
No meterse con nadie.
Ser llamado «estúpido» por la gente
y nunca ser alabado:
un hombre así quiero ser.
Jornada de espejismos
Cruzando zonas de sequía y pesca estéril
a lo largo de la costa,
cruzando desfiladeros y llanuras de bejucos
he llegado hasta aquí.
Ahora dormito bajo un sol sin fuerza
sobre la arena de una ribera solitaria
y tengo fríos los hombros y la espalda.
¡Ah esta sensación de desamparo!
quizás porque al pasar la última cañada
dejé abierto aquel portón de troncos,
aquella puerta blanca del potrero
por seguir de prisa mi camino.
En mi retina quedó la imagen de los castaños enfermos
y el frío cielo brillante.
Río arriba las nubes se amontonan
y los helados rayos solares forman una jaula;
en la jaula
un ave gigantesca y sin nombre
gorjea débilmente.
Poema
Vivimos juntos todo un año.
Era una mujer tierna y blanca.
Sus ojos siempre soñadores
parecían ver no sé qué.
La mañana de verano en que nos casamos
le compré en veinte sen[1], a una muchacha aldeana,
unas hermosas flores
en el puentecillo de las afueras del pueblo.
Mi mujer puso las flores en una jarra de vidrio
que colocó en nuestra tienda.
Por la tarde, a mi regreso a casa,
mi mujer me miró con una sonrisa extraña:
sobre la mesa había dispuesto flores y platos blancos.
Pregunté de dónde habían venido.
Mi mujer dijo que alguien había comprado
la jarra de vidrio con flores
en dos yen.
-Aquella noche azul
el viento y las estrellas
la cortina de bambú
y las linternas de papel
que se van flotando por el río
en honor de los muertos…
En el invierno murió mi mujer
sin sufrimiento.
Como si se marchitara, como desmororándose,
después de guardar cama sólo un día.
[1] En tiempo de Miyazawa, cien sen eran un yen.