Santa María de los Buenos Aires, año 1750.

 Llegado con más títulos que monedas de oro, el  hidalgo Don Jaime de Montillo, andaluz, oriundo de la ciudad de Sevilla, hacía ya una década que había abandonado la península para radicarse en estas tierras del sur del mundo. Rápidamente vio incrementar su fortuna como así también su prestigio, muestra de este era la imponente casa que se erigía en la aldea a orillas del Plata. La casona constaba de dos plantas que balconeaban a un gran patio cubierto con mayólicas, en  cuyo centro destacaba un gran aljibe; había  gran cantidad de coloridas flores  y  balcones en madera tallada, como si un pedazo de Andalucía hubiera sido arrancado e instalado en estas latitudes.

Sirvientes por doquier había en la señorial casa, entre ellos varios esclavos  traídos de  exóticas tierras allende los mares. Tal era el caso de Simón, un joven de veintitantos años que hacía ya dos lustros un barco negrero holandés había arrancado de su África natal, de su lejana aldea; siendo éste unos de los pocos supervivientes de la atroz travesía a través del Atlántico, donde todo tipo de vejaciones, maltratos, y pestes asolaron el navío sin tregua alguna. Desde joven  Simón trabaja en la casa del señor, muchos años de esclavitud en su haber, y una perspectiva sombría sin atisbos de cambio en cuanto a su pobre condición. El hastío, el cansancio, la desidia llenan ahora todo su ser. Siente, desea, anhela fervorosamente la libertad…Su cuerpo de ébano lo condena a una vida miserable. Ha escuchado de algunos esclavos que se han fugado, y esta idea se vuelve cada vez más intensa. Está decidido; aunque mucho arriesgue, dispuesto está Simón a la fuga. Tiene muy presente a pesar del tiempo transcurrido la fisonomía de su aldea; los animales, los  bellos  árboles que rodeaban su hogar, los olores  particulares  y  los sabores de su tierra… Su querida madre, su anciana  abuela, el poderoso  hechicero, sus  hermanos, su música negra; todo aquello que esos hombres pálidos arrebataron cruelmente  a  fuerza de golpes, cadenas y maltratos.

Simón sueña, sueña despierto, sueña soñando…Algún día no tan lejano volverá a su amada aldea, lo sabe, tiene la certeza, él verá nuevamente la tierra que lo vio nacer y  todo volverá a ser como otrora fuera…

En el galpón de los esclavos, el ritual comienza con una música frenética, como así también las danzas al compás de los tambores. Cuerpos negros barnizados por el sudor  bailan y bailan como poseídos por una fuerza sobrenatural, el aguardiente circula doquier, gritos, gemidos, giros alocados, rostros extasiados,  oscuras  pieles contrastantes con blancos   atuendos de algodón, collares y pulseras que cascabelean al ritmo la música… Simón está  presente en la celebración, pero  su mente no; actúa  como si disfrutase del evento para no despertar sospechas, pero su pensamiento es uno solo; la libertad, que está cada vez más próxima. Mira a sus dos compañeros fijamente con mirada felina. Es con esa mirada que dice lo que por seguridad no pone en palabras; esta madrugada, no será una madrugada más; será él momento en el tiempo en que abrirá la puerta a la tan deseada libertad.

Los tambores han cesado, los esclavos duermen vencidos por tanta danza y alcohol; todo es quietud…

Sigiloso el moreno trío  traspasa el muro-que los guardias no vigilan-, ya que con la complicidad de dos hembras,  usando éstas sus negros y sensuales encantos, han provocado en los centinelas  tremenda borrachera, quedando el camino allanado por lo menos la primera etapa de la fuga; el primer paso de un largo camino que concluirá en la lejana aldea del África.

Simón a la cabeza, y sus compañeros detrás de él, con gran agilidad y sigilo atraviesan las calles de esta otra aldea, Santa María de los Buenos Aires; evitan la casa del Virrey, ya que podrían llamar la atención de los guardias de su excelencia; continúan bajando hacia el Este, la aldea comienza a desaparecer en la negrura de la noche a sus espaldas.

Ahora  van bordeando el Plata con dirección Norte, allí abordarán una barca estratégicamente escondida entre los sauces llorones, que con sus lánguidas ramas  acarician el inmenso río. Todo acontece según lo planeado, los tres ágiles cuerpos corren sin parar en la cerrada noche, solo las estrellas tienen por testigo. De pronto está allí la señal, con un farol en medio de la oscuridad que indica la posición exacta.

Se dirigen hacia la barca, abordan ésta con prisa y determinación; Simón está excitado, contento, la adrenalina corre por todo su cuerpo, su corazón late frenéticamente, ¡el camino de regreso ha comenzado!

Empiezan a remar, cuando detrás de los árboles salen varios hombres, son los hombres de  Don Jaime de Montillo quienes dan la voz de ¡ALTO!, Pero los tres hacen caso omiso de ella y continúan en su empresa hasta que varios disparos rompen la quietud de la noche; con el ruido de éstos varios pájaros emprenden vuelo con aleteos desesperados… Dos cuerpos se precipitan al agua, el de Simón, segundo atrás atravesado por una bala, cae, quedando una  parte en la barca, mientras que su cabeza permanece fuera de esta con sus grandes ojos en dirección a ese vasto espejo de agua, ese mar dulce que denominara así un adelantado tiempo atrás .Hay un gran silencio… Simón se balancea suavemente en la barca, el recuerdo de su madre acunándolo se hace presente. Simón ve el río, ve el mar, vuela sobre éste, ya se comienza a distinguir una costa, escucha a lo lejos los tambores… ¡si, si, es África! Distingue a su añorada aldea, percibe los olores particulares, ve a su anciana abuela, a sus hermanos, al poderoso hechicero, los  bellos árboles que rodean su choza, los animales… A su querida madre.

Simón alcanza la libertad…

Imagenes cuento Marcos 044

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