Relato de un crimen ritual. Una investigación que alcanza a desnudar la base de una pirámide, y luego trepa.
El rostro oculto de un poder que corta caras y cabezas.
Órdenes que llegan desde arriba, siempre por rebote. Primero un tajo en la mejilla derecha y, a su tiempo, otro corte sobre la izquierda.
Así los recién llegados pierden sus cabezas entre danzas y andanzas de la muerte, mientras viejas estructuras crecen.
Más de un fraile apóstata ofreciendo sacrificios de jóvenes y niños entregados, en ceremonias de un poder humano endemoniado.
Hogueras, orgías de esperma, festines y banquetes con bandejas de fetos abortados.
Pierde sangre el pueblo; sangre que baña y alimenta sectas, mientras se mecen las cunas de futuros santos inocentes.
El miedo y el silencio son el revés de la trama; el otro lado del trapo mágico que impide ver, quiénes están detrás de las caretas.
Esta tendencia que pone en evidencia un auge del género negro, tanto de la novela policial como de libros de investigación sobre hechos reales, seguramente tiene una razón de ser, una explicación; ¿qué lectura podríamos hacer sobre este “boom”?
Mi opinión de lector voraz (y no de especialista en policiales, cosa que no soy) es que en la actualidad no hay un boom de la novela policial, ya sea de ficción o no-ficción. Durante el siglo XIX, Poe escribió relatos policiales geniales y populares, al igual que Anton Chejov, quien concibió dos joyas del género: el cuento La cerilla sueca y la novela Extraña confesión. Durante el siglo XX, el policial creció y alcanzó picos de calidad y popularidad con Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Raymond Chandler y Rodolfo Walsh, por mencionar caprichosamente solo a cuatro de los grandes. Con esto quiero decir que las historias policiales no son parte de un boom acotado a un período de tiempo determinado, sino que llaman la atención y son populares siempre porque están atravesadas por grandes temas que tocan la fibra de cualquier ser humano: vida, muerte, amor, odio. Toda historia policial invita a reflexionar, no solo sobre un crimen puntual, sino sobre la naturaleza del sistema en que vivimos y la naturaleza del ser humano. Y eso atrapa e interpela a cualquier lector de cualquier lugar del mundo en cualquier época.
¿Qué te llevó a viajar a la ciudad de Mercedes, a Corrientes? ¿Qué despertó tanto interés en vos, como para decidir tomar contacto directo con aquella realidad, con aspectos relacionados con aquel crimen?
Mi primer contacto con el caso Ramoncito fue la noticia del hallazgo del cadáver decapitado del chico en Mercedes, publicada en octubre de 2006 en los diarios de Corrientes y en algunos nacionales. De entrada, intuí que detrás del crimen había algo más grande. Durante los dos años y medio que seguí el tema a través de los medios, antes de viajar por primera vez a Corrientes, vi que todas las notas solo hablaban del homicidio y de sus características particulares (había ocurrido en el marco del ritual de una secta que mezclaba satanismo, religión afrobrasileña y otras creencias populares correntinas), pero no abrían el juego a cuestiones de fondo, a las causas reales. Fue la monja Martha Pelloni, que vive hace años en Corrientes y lidera una red de lucha contra la trata de personas, quien empezó a plantear que detrás del crimen había corrupción institucional (judicial, policial y política), trata de personas, narcotráfico y otras cuestiones que usaban lo religioso como pantalla. Leer las declaraciones de Pelloni fue un estímulo, una especie de confirmación de que lo que yo intuía (que la historia era mucho más grande que un homicidio) podía ser cierto y empecé a trabajar en el caso.
El suceso criminal que motiva la investigación te conduce, necesariamente, a un escenario más amplio y más complejo. A grandes rasgos, ¿cómo describirías ese escenario, mirándolo con los ojos de la víctima?
Antes de viajar a Corrientes por primera vez, hice un trabajo de archivo muy grande, no solo sobre el caso Ramoncito, sino también sobre la historia de la provincia, su estructura socioeconómica, su cultura y su sistema de creencias. Al llegar a Corrientes y luego a Mercedes, tuve una confirmación que es clave para entender este caso y todo lo que ocurre ahí: la brecha entre ricos (una minoría) y pobres (la enorme mayoría) es escandalosa. Esa situación de injusticia es el tablero ideal para que los poderosos impongan su juego a los demás, que tratan de mantenerse en la partida como pueden: sobreviven tratando de buscar en el «más allá» una justificación a lo que ocurre en el «más acá», que es tan violentamente evidente que los ofende. Ese, siempre fue para mí el escenario de esta historia. Pero no hay que perder de vista que ese escenario se repite en todo el mundo, nada más que cambia de nombre. En lo que tiene que ver estrictamente con el caso Ramoncito, después de hacer algunos viajes a Mercedes y estar hasta el cuello en la historia, confirmé que había algo mucho más grande: los rumores que hablaban de trata, narco y demás ganaban cada vez más entidad a medida que conocía la realidad de Mercedes y tenía acceso a todo el expediente judicial. Vi que en esa trama se entrelazaban, por un lado, el crimen y todo lo que lo rodeaba y, por el otro, la historia, el presente y el futuro de la sociedad donde había ocurrido, y me propuse contarla.
Todo indicaría que la misma dimensión sociocultural que, en algún punto le abre paso al crimen, también se lo cierra a la investigación. ¿Es así en los hechos?
Mi impresión es que sí. Es lógico que el mismo sistema que genera las condiciones para que un grupo de personas asesine a Ramoncito o, por citar otro caso policial, para que Junior entre en su escuela en Carmen de Patagones y dispare a sus compañeros luego quiera borrar las huellas, sacarse la responsabilidad de encima, transmitírsela a otro. Por eso creo que una condena judicial es solo “la solución” que ofrece el sistema, pero no apunta a resolver problemas estructurales.
De regreso a tu vida, después de aquella experiencia, ¿sentiste que algo cambió?
Entré en la historia con una visión del mundo que ya debe haber quedado en claro en las respuestas anteriores, y salí con la certeza de que el sistema en que vivimos (encarnado en un Estado, en una corporación o en una organización criminal) es el principal responsable. Y eso es tan concreto e innegable como que la vaca da leche, aunque suela decirse que es facilista e inmaduro responsabilizar “al sistema” de todos los males del mundo.
¿Volviste a tener contacto con alguna de las personas mencionadas en el libro?
Mantuve contacto con los integrantes de la red contra la trata de personas que lidera Martha Pelloni. Ellos fueron de mucha ayuda durante la investigación.
¿Quedó algo pendiente?
Nada. Mi intención era contar esta historia con todos los niveles que yo pudiera comprender, y con mucho esfuerzo pude hacerlo.