Texto de agosto 1979, para conmemorar el 34º aniversario de la bomba atómica arrojada en Hiroshima, transmitido en un programa radiofónico de NHK en español, Tokio, Japón.
Habité brevemente los corredores de la infamia, me detuve en las muescas detalladas del testimonio que, frente a la cifra absoluta del horror, tuvo que recomenzar nuevas palabras para nombrar lo acontecido: explosión atómica, radiación nuclear, queloides, lluvia negra.
Hablé, miré, creí comprender el prolijo relato de algunos sobrevivientes y deslizar mi piedad frente a la mención de sus calamidades pero sé que ni yo ni nadie, pudo haber visto nada en Hiroshima.
Esta ciudad de ríos marrones y perezosos en el verano de 1979 en que la camino es amplia, industriosa, limpísima y bulliciosa por las noches.
En los alrededores hay templos famosos por lo soberbio de sus puestas de sol y luego, para que el corazón recuerde la alegría de los ojos, el alcohol tradicional riega de excelencia los sentidos.
En el centro de Hiroshima hay un edificio en ruinas conservadas con respeto, una sola lámpara votiva en un parque con palomas y también hay una tumba; no, que la llaman museo, donde el anciano que me entrega auriculares que traducen el infierno al castellano me explica que vino a este sitio entre los sitios para rezar por la paz de los muertos inocentes, y yo, que vengo de ninguna parte, que empiezo a entender mejor a los animales que a los hombres; sé que no vi nada, que no pude haber visto nada en Hiroshima.
Pero quisiera mirarles la cara, a los ojos; de frente, a los que se sentaron en la mesa verde de esta historia y de otras historias como ésta, los que a puertas cerradas y con un mapa delante señalan con el dedo, dicen: aquí, pronuncian un nombre y vuelven la espalda, abren la puerta y no saben nada más ni del dedo que señaló el mapa ni de la palabra que pronunció el nombre. Y caminan pacíficamente por el jardín, asisten a las bodas de sus hijos y nietos, pronuncian discursos escolares y beben el repetido té de las cinco desde hace 34, 340, o 3.400 años; los que nunca murieron de vergüenza, de rayo, de culpa ni demencia al contar hasta siete, los 7.000 grados en la Plaza de la Paz, en Hiroshima.
Porque la ciencia jamás podrá explicar hasta dónde el pobre cuerpo humano puede soportar a cuánto es sometido por otros cuerpos humanos, porque probablemente el mío, de haber sobrevivido a todo lo demás, se hubiera astillado de locura y de terror, como aquel Buda, de la Plaza de la Paz, con medio rostro que sonríe con beatitud y la otra mitad la tiene vuelta para siempre hacia las sombras, en un rictus de asco profundo, y conservará la sucia lluvia negra en los ojo hasta la eternidad, y no es bastante.
Porque como si se tratase de esconder la tenacidad de antepasados innobles, las jóvenes de Hiroshima negaron la ciudad en que nacieron porque de no hacerlo así, nadie las querría como madres. Porque yo no sé, si mi intensidad por vivir hubiera sido tan total como la de Takahashi, el director del museo de Hiroshima, que siguió caminando, con la sola pasión de caminar, para salvarse del infierno; sin piel, el cuerpo la pura llaga, por sobre la arena, los clavos, el hierro retorcido, el fuego dentro y fuera de la carne, hasta hoy, que me brinda testimonio. O si me hubiera cubierto milagrosamente el rostro al ver la bomba como lo hizo el cura Hasegawa que, cabizbajo, me contesta que la fe no se explica cuando le y me pregunto cómo alguien puede creer en algo aquí, en este museo, y mi amigo Carlos, demudado, repite: es el hombre quien inventó a Dios, y yo sigo pensando con qué resto de los tantos restos que tengo dentro de mí, podría contemplar a mis queridos desaparecer porque sí, una mañana cualquiera de sol.
Porque la naturaleza ya nos fijó a inexorables reglas fijas como la gravedad de la vida, la gravedad de la muerte, para que el torpe arbitrio de mis congéneres las alteren, porque esas leyes están por encima de las mezquinas pasiones y la sinrazón de unos pocos que tendrán que dar, seguramente cuenta, por las violaciones a todo lo que respira, por las plantas devastadas, los animales muertos, la creación destruida, por el tiempo, en suma, de morir que no estaba previsto en el tiempo de vivir.
Prometeo dijo: “Por mí los mortales han dejado de temer a la muerte. Hice habitar entre ellos la ciega esperanza”. Esquilo está equivocado de medio a medio a menos que estemos hablando de lo mismo y que la esperanza se llame olvido, porque sin olvido, cómo no volver a morirse con todos los cuerpos abandonados como carroña al dolor irreversible, cómo reconstruir todos los días un abrazo, un buenos días o dar cada cuatro horas de mamar a un niño.
Que los pocos hombres que siempre están detrás de la mesa verde adulando al monstruo que no se sacia y llaman poder, y tienen al alcance de la mano tanta muerte como para reducir a ceniza y vacío miles de veces un planeta como el nuestro, recuerden y sepan, que un lunes como es hoy de agosto, que ennegreció la historia de los elementos y cubrió para siempre de ignominia el paso del hombre por la tierra, que el lunes seis de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco, a las ocho y cuarto de la mañana, hubo siete mil grados en la plaza de la paz, Hiroshima.