El barcelonés Víctor del Árbol, invitado del BAN! 2015, nos habla de su novela La tristeza del Samurái, en la que recrea parte de la historia de España, con hincapié en el golpe de Estado del 23F. En sus novelas negras, del Árbol explora otro tipo de criminales: los ladrones de infancia. Los traumas que los padres dejan en sus hijos, donde perder la inocencia, es también, perder un sueño. Donde la tristeza del samurái es la tristeza de darnos cuenta que sólo somos, no lo que quisimos, sino lo que el miedo nos dejó ser.

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Vos admirás a la gente que lucha por los sueños ¿Cuáles son los tuyos?

Yo creo que una persona sin sueños es una persona sin vida. Que desde que las utopías ya no nos sirven como camino, desde que la religión ya no nos sirve como consuelo, lo único que nos queda es la autoficción. Y la autoficción son los sueños: esa capacidad de inventarnos un futuro, de creerlo y de pelear por él.

Eso no significa que siempre se consiga, yo nunca he afirmado que admire a la gente que consigue sus sueños. Yo siempre he dicho que admiro a la gente que lucha por sus sueños, porque para mí es gente que tiene esperanza. Es gente que está dispuesta a crear, a pensar un destino y hacer todo lo posible para alcanzarlo. Y para mí eso significa vivir. En verdad podría cambiar la frase y decir “en realidad yo admiro a la gente que vive”. Esa es mi visión.

Y mi sueño, es el que estoy haciendo ahora, ser escritor.

Desde que era un crío, incluso antes de ser consciente de lo que significaba ser escritor, yo ya quería serlo. En la literatura, en la lectura aprendí que podía ser cualquier hombre que yo quisiera ser.

Y desde muy jovencito, desde que tenía trece, catorce años, decidí que iba a ser escritor. Ése fue mi sueño, todavía lo es. Algún día podré vencer mi propia imposibilidad y ser un buen escritor. Ése es el sueño, la esperanza, el destino que yo he esperado para mí. Es mi horizonte y lo que me mueve.

Hay algo muy interesante que decís: que desde niño tu madre te dejaba en la biblioteca porque tenía que trabajar. Y es el lugar en que vos, evidentemente, mamaste los libros.

Pues lo paradójico de por qué mi madre me dejaba en la biblioteca cuando era pequeño y se iba a trabajar, es que mi madre prácticamente no sabía leer.

Yo no vengo de una familia donde la cultura tuviese un peso importante. En mi casa no había libros, mis padres son emigrantes del sur que llegaron a Cataluña para construir su futuro, para trabajar.

Pero mi madre tenía una cosa, que yo valoro por encima de todo, que es la inteligencia emocional. Enseguida advirtió que yo era un niño distinto. Que tenía una visión de las cosas diferente.

Vivía en un entorno muy conflictivo del suburbio de Barcelona. Y conocía una bibliotecaria, la bibliotecaria del pueblo, del barrio (que yo hago referencia a ella tangencialmente en una de mis novelas). Y entonces hablaron y esta mujer decidió, de alguna manera, protegerme un poco y sacarme del entorno.

Mi madre trabajaba limpiando casas, limpiando baños, y trabajaba en el centro de Barcelona. Con lo cual se pasaba todo el día fuera de casa. Y acordaron que cuando se abría la biblioteca temprano por la mañana, me dejaba allí. Y cuando se cerraba la biblioteca, por la tarde, mi madre me recogía. Eran muchas horas.

Y al final, en una biblioteca lees. Al final acabas leyendo porque no hay otra cosa. Y sobre todo, yo me sentía muy a gusto ahí, más que por los libros, por el silencio. Para mí era muy importante el silencio. En una biblioteca, aquí, en este entorno todo es perfecto. Todo encaja, todo tiene su sitio y todo es tranquilo. Puedes pensar, no hay agresión externa. Entonces, ese primer espacio de tranquilidad es lo que a mí me atrapó. Luego empecé a leer un poco cómics de La Ilíada, La Odisea, La Eneida para niños…y entonces me fui metiendo en ese mundo de la literatura, de las letras, de las historias y me descubrí a mí mismo siendo feliz. Más feliz que afuera.

El paso natural a la escritura fue sencillo. En un momento dado ya no me bastaba con leer las historias de otros, sino que quería transmitir mis propias historias. Y ya desde crío, desde muy niño escribía cuentos. Por ejemplo, hablaba de la bibliotecaria, porque, por supuesto, me enamoré de ella, no podía ser de otra manera. Entonces bueno, yo ficcionaba sobre esa mujer.

¿Y qué libros recordás de esa época?

Yo recuerdo mucho, mucho, una colección de cómics de libros para niños, que explicaban los clásicos griegos. Me acuerdo que la primer impresión que tenía era la de leer La Ilíada de Homero (que no era La Ilíada de Homero evidentemente, era un cómic). Y lo primero que me llamó la atención fue la visualidad.

De pequeño era un niño muy acomplejado, muy delgadito, muy poquita cosa, muy tímido. Y claro, ver a aquellos Aquiles, Héctor, Paris, tan fuertes, tan seguros de sí mismos…Helena que estaba dibujada de una manera muy voluptuosa… Y entré en ese mundo y me sumergí en esa historia.

Un día, esta es una anécdota muy interesante, yo estaba leyendo La muerte de Aquiles (y es una costumbre que luego me ha quedado). Y Aquiles a mí no me caía bien. Me caía mejor Héctor. Y no entendía por qué en la historia tenía que morir Héctor a manos de Aquiles. Y cogí un bolígrafo y en el libro empecé a poner cosas: insultando a Aquiles, escribiendo cosas de Héctor. Y evidentemente cuando la bibliotecaria me vio, me cayó una buena y me dijo: “¿Tú no sabes que a los libros hay que respetarlos? ¿Que detrás de ti vienen otros? Si quieres, escribe tú tu propia historia”. Y entonces hice una redacción que ella me obligó a hacer, un poco como un castigo, reescribiendo esa escena de la Guerra de Troya.

Es una anécdota muy pequeñita pero, para mí, es muy simbólica. Es muy curioso, ya que luego nunca he sido capaz de leer un libro sin un lápiz a mano, y enmendándole la plana continuamente a quien leo.

Los géneros encorsetan pero también dan ciertas libertades dentro de ese corset. ¿Cuál es tu relación con el género negro, tus visiones del mismo?

Yo creo que las reglas están para subvertirlas. Para traicionarlas. Pero claro, para traicionarlas tienes que conocerlas.

Es decir, mi opinión sobre los géneros, y más el género negro

(yo no voy a hablar de género policial sino de género negro) es que son un corset realmente. En el sentido de que hay una serie de clásicos, que han marcado un poco el camino a seguir y que si tú te consideras escritor de género, debes seguir esa ortodoxia. ¿Qué problema veo yo en eso? El cliché.

Es decir, si uno cuando es joven lee a Jim Thompson -por poner un ejemplo que no sea Chandler o Hammett-, y lee El asesino dentro de mí, piensa que escribir género negro es seguir ese paradigma. Al final lo que estás haciendo, si lo haces bien, es un homenaje. Y si lo haces mal es repetir un cliché.

Pero tú no estás avanzando como escritor. Entonces para mí el género negro es bueno, o lo utilizo en un sentido mucho más amplio. Por ejemplo, después de leer a Jim Thompson, a Hammett, a Chester Himes u otros, voy y leo a Faulkner. Y voy y leo a Dostoievski. Entonces me doy cuenta que son dos formas distintas de hablar de lo mismo.

Desde la visión de hard-boiled, americana, luego existe la versión europea si quieres, Simenon, o más modernos, Manchette… y luego hay una visión rusa, por ejemplo. Y una visión como la de Faulkner, que he mencionado antes, pero que me interesa mucho porque es novela negra pero desde el género literario.

La novela negra, históricamente y por su nacimiento también (como contra poder, como literatura popular, de quiosco) siempre ha tenido el estigma de no ser “literaria”, precisamente por ser popular.

Es decir el hard-boiled nace como historias episódicas: se vende por episodios, se publica en periódicos, revistas y se vende en quioscos.

Y de repente gente que nunca ha accedido a la cultura, a la “alta literatura” digamos, se va a trabajar en el metro, en el transbordador, el autobús y empieza a leer. Y comienza a asimilar una visión del mundo determinada, simplificada.

Esto lo explicaba muy bien el otro día Carlos Zanón. Él decía que uno de los méritos de la novela negra es: grandes problemas, muy complejos y se pueden explicar de una manera muy sencilla. Que es con el detective, el “hombre providencia” que lo soluciona todo.

Eso tiene una utilidad para mí y creo que está bien.

Pero yo siempre he pensado que la literatura tiene que ser algo más que un espejo de la realidad. O sea, tiene que haber algo que vaya más allá, que nos haga trascender de la mera apariencia de la realidad. Y el problema que yo encuentro en la literatura policial es que no trasciende eso, que no va más allá, que se queda en el cliché, en el homenaje y la repetición.

Entonces, yo escribo novela negra, oiga, yo escribo lo que escribo. Yo cuento historias. Y si conocer las reglas del género me es útil, las utilizo. Y si me es inconveniente, las deshecho. ¿Por qué? Porque al final, los que nos sentimos escritores, somos narradores, contadores de historias. Y los géneros, las etiquetas, son otros que las han colocado ahí.

Es decir, no tengo conciencia de estar siendo discípulo de los clásicos en el género, por lo tanto me siento un poco intruso. Cuando me dicen que soy escritor de novela negra sinceramente me siento intruso. Porque creo que no se ajusta a la realidad.

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Contame un poco del núcleo familiar en tus ficciones y en cómo ves la estructura familiar en la Europa contemporánea.

Creo que el núcleo del que partimos es la familia. Y esto es muy sencillo de entender. La familia es el sustrato de lo que nosotros somos.

Siempre digo, hay una frase “nosotros somos lo que somos porque venimos de donde venimos”. Y venimos de la familia, de nuestros padres, abuelos y bisabuelos y más importante aún: venimos del discurso familiar. Venimos de una tradición oral que se ha ido construyendo a lo largo de generaciones sobre nuestro pasado.

Mi padre me explicaba las historias de mi abuelo, mi abuelo las de su padre y en todas esas historias se va conformando una memoria colectiva. Una memoria familiar, y yo tengo que ser el relator que continúa, luego hacia mis hijos y hacia mis nietos…Con lo cual ahí hay una uniformidad, una unidad de discurso que nos hace entender lo que somos y por qué venimos de donde venimos.

Qué pasa, esto lo podríamos trasladar a las sociedades también. Yo juego mucho con la micro realidad y la macro realidad; parto mucho de la anécdota para ir a lo genérico. ¿Qué pasa con esa construcción de la memoria, con ese discurso de la memoria?, que es como todas las ficciones, parcelado, subjetivo e interesado.

Hay elementos de la historia familiar, del núcleo familiar que se obvian porque distorsionan el discurso. Por ejemplo: yo suelo hablar mucho sobre la infancia, sobre los ladrones de infancias, que es un tema que me interesa mucho. Y suelo hablar mucho sobre las relaciones entre padres e hijos. ¿Por qué? Pues por una razón muy sencilla. Cuando tú eres un niño, eres como una esponja, lo absorbes todo: lo bueno y lo malo. Porque no tienes conciencia del bien y del mal, como tal. Sino que todo simplemente es vivencia y experiencia. Tú no tienes un discurso moral y ni ético cuando eres un niño, como para saber si lo que te está pasando es bueno o malo. Pero lo percibes, sientes si eso es bueno o no.

Entonces qué pasa: una esponja lo que hace es absorber. Tú eres un niño que va absorbiendo todo lo que pasa. Pero hay un momento (que suele ser en la adolescencia y luego, evidentemente, en la edad adulta) donde todo eso estalla, sale. Todo eso se teoriza, se metaboliza, se comprende intelectual y lógicamente y explota, provocando consecuencias.

Un niño maltratado puede ser un hombre roto, o una mujer rota, y no comprenderlo hasta pasado muchísimos años.

¿Por qué me interesan los ladrones de infancias? Porque un niño es puro, y eso no significa bueno o malo, significa puro. Es decir auténtico. Y con esa capacidad de absorberlo todo, absorbe el odio y el amor.

El peor crimen que se puede cometer contra un niño no es el que viene de fuera, porque entendemos que el mundo está lleno de monstruos y que los monstruos buscan alimentarse. El peor daño le viene de los de dentro. No hay ningún crimen peor que quien te deba amar te haga daño. ¿Me explico?

Un niño puede sufrir violencia sexual porque se encuentra un psicópata en la calle y lo viola, y eso es gravísimo. Y seguramente eso va a marcar su consciencia de adulto, pero puede llegar a asimilarlo. Puede llegar a entender que eso es una cosa que le ha venido de afuera.

Lo que es muy difícil de asumir es que te viole tu propio padre. O tu propia madre. O que te viole tu padre y tu madre haga como que no lo ve. ¿Por qué? Porque ya no es el dolor físico, es la desconexión con la idea del amor, de la familia. Si aquellos que te deben proteger, que deben amarte, son los que te causan dolor… ¿en quién confiar?

Y hay todo un trabajo a lo largo de toda una vida para sanar ese tipo de heridas. He escrito una novela que se llama Respirar por la herida, que habla de eso, precisamente. De cómo un hombre, a veces, necesita de toda su vida, un viaje que dura toda su vida, hasta que se hace anciano y muere para curar las heridas de la infancia. Y para no repetir esa cadena.

Ese es un tema recurrente porque yo he vivido parte de eso. Y sobre todo porque he trabajado sobre ese tema durante algunos años de mi carrera policial, y es una cosa que nunca he llegado a entender.

Nunca he llegado a entender ese tipo de violencia. Y repito, no es sólo la violencia física, sino cómo te desarma, te quita protecciones, te quita escudos para defenderte, ante la vida, una vez que te haces adulto. Porque ya no puedes confiar en nadie.

¿Qué queda de del Árbol seminarista?

Muchas cosas quedan. Queda la capacidad discursiva, la capacidad crítica. La gente suele pensar que en el seminario te adoctrinan. Y es mentira. Bueno, al menos en mi caso no fue verdad.

En el seminario lo que te hacen es, precisamente, enseñarte a pensar. A reflexionar, a volver a mirar hacia el interior, buscando desde luego un resultado equis…pero que sirve de todos modos para pensar sobre tu propia vida.

En mi caso, por ejemplo, lo que me queda de mi época del seminario es mi capacidad de reflexión; la querencia por el silencio, el amor por la cultura, por los estudios, por entender qué piensan otros. Y me queda una desconfianza absoluta por la jerarquía eclesiástica y dudas sobre la idea de Dios.

Vos nos hablabas del silencio y formás parte de la generación del silencio. ¿Esto puede asociarse a la situación familiar y al franquismo también?

Sí, yo nací en 1968. Y eso significa que cuando yo nací, el discurso memorístico de España estaba muy perfilado. Se había borrado todo lo anterior a 1939. Se había convertido en una especie de mitología negativa: donde se adjetiva pues lo que son los rojos, lo que es el anarquismo, el caos, antes de llegar el caudillo ¿no?

Entonces, cuando yo nazco, España sociológicamente es una sociedad castrada, donde la política no interesa. Y si interesa se calla. Es una sociedad donde el Estado provee y el Estado se encarga de todo. Y sobre todo es una España que está basada en la idea de un líder unipersonal, de Franco.

Cuando yo nazco, por ejemplo, mi familia no habla de política, ni habla del pasado. El relato de mi familia empieza cuando mis padres llegan a Barcelona, se conocen y me tienen a mí. Antes de eso, no hay nada.

Anécdotas, cosas sueltas: mi abuelo, Badajoz, el hambre, la miseria…

Yo recuerdo ir por la calle, teniendo seis, siete años y ver un “madero” -eran los que entonces llamábamos policías porque iban vestidos de marrón-. Yo recuerdo ir con mi padre de la mano y quedarme mirando al policía con su fusil. Y entonces mi padre darme un collejón en la cabeza y decirme: “A la policía no se le mira”. Es decir, tú no puedes mirar a la cara a un policía, porque lo primero que va a hacer es sospechar de ti, va a venir por ti. Entonces, cuando tú veías un policía, tenías que bajar la cabeza y seguir, irte por otro camino.

Por ejemplo, no se discutían las noticias de televisión. Lo que decía el telediario era una “verdad”. Los de ETA eran todos unos asesinos y no había más que hablar. Si Franco aparecía con el besuguito en su yate es que era un pescador cojonudo. Si aparecía en una finca de Cáceres con un ciervo era un cazador cojonudo. Tú sabes que el pescado se lo daban para la foto y el ciervo se lo ponían ahí. Pero eso no importaba, porque lo que pasaba en la televisión era el discurso real, lo que aparecía en los periódicos era el discurso real.

O sea España iba perfecta, iba como una seda. No había problemas, no había delincuencia. Y de ahí viene esa expresión que todavía se utiliza, de vez en cuando, la gente me la dice: “con Franco se estaba mejor”. No se estaba mejor, sólo se estaba engañado. Y se estaba en silencio, y ya está, no hay más.

Bien, cuando yo digo que soy de la generación del silencio me refiero a eso. Yo jamás pensé que mis padres tenían algo que ver en la historia de España, o mis abuelos, o que tuviese un bisabuelo que hubiese muerto en la guerra de España. La guerra de España no existía para mí. Hasta el 23 de Febrero de 1981 con la intentona golpista de Tejero. En ese momento es cuando yo abrí los ojos. Yo y toda la gente de mi generación. Porque ya teníamos trece, catorce, quince años. Ya teníamos cierta consciencia. Estábamos entrando en la democracia con paso titubeante, esa democracia pervertida realmente que es lo que nos dejó la transición.

Pero ya se empezaba a hablar un poco más, había un poco más de libertad, aunque también había miedo todavía. Y la gente de repente se envalentonaba y ya pues se podían ver películas con destape, leer todo tipo de libros en las librerías. Había más pluralidad periodística, entonces ya era más fácil leer cosas contrarias al búnker. Parecía que la gente despertaba.

Y de repente, esa noche del 23 de Febrero, la investidura de Calvo Sotelo, aparecen uniformados, la guardia civil, se oyen tiros en el Congreso. Se oyen tiros y los carros de combate salen en Valencia, y la Brunete sale en Madrid. Y de repente eso que parecía haber quedado atrás, vuelve.

Yo creo que no se han quemado más carnes del Partido Comunista y de sindicalistas que esa noche. Las hogueras se debían ver desde miles de kilómetros. Porque la gente se cagó viva otra vez, se cagó de miedo.

Y yo me di cuenta, en ese momento, de que mis padres, y sobre todo mis abuelos, tenían miedo. Miedo. Yo pensaba, “pero bueno, a nosotros que más nos da, qué nos importa si esto no va con nosotros, esto está pasando en Madrid, en Valencia”. Y es entonces cuando me di cuenta, con una frase de mi abuela que se puso a llorar y a gritar (y yo no la había visto llorar nunca a mi abuela, una andaluza de estas recias) y dijo “ya estamos otra vez”.

Y recuerdo que aquella noche mi abuelo y mi padre comenzaron a hablar. Y hablaron de lo que estaba pasando. Esa noche no durmió nadie. Estuvieron hablando del pueblo, de Badajoz, de cuando fusilaron a no sé quién, que fulanito se metió en la falange y entraron y sacaron a la rastra al alcalde por el balcón.

Cosas que yo jamás, jamás había escuchado. Estaba descubriendo una dimensión de mi familia anterior a mí. Para mí, mis padres eran mis padres desde que yo había nacido. Pero antes yo jamás me había planteado quiénes eran ellos: si alguna vez fueron jóvenes, si tuvieron una vida en la que yo no hubiera entrado y cómo hubiese sido la cosa. Que mi abuelo era una persona que no siempre había sido mi abuelo, no siempre había sido paleta en Barcelona, sino que había tenido tierras y se las había quitado la guerra.

Y luego lo que pasó al día siguiente. Siempre lo cuento pero porque fue muy importante para mí. Cuando mi madre me mandó a comprar al colmado de toda la vida, que nos conocía de toda la vida, Vicente, me acuerdo que se llamaba. Y que era un hombre que nos tenía fiado, porque nosotros éramos una familia pobre y este señor nos daba la comida gratis, y mi madre como podía le iba pagando. Y aquel día mi madre me dice: “Pídele a Vicente un paquete de azúcar” (como siempre, como cada día) y Vicente estaba ahí, súper nervioso con el tendero puesto, y me dice: “No, no, no tengo azúcar”. Y yo miré y estaban todos los estantes llenos. Y bueno, pegué la vuelta para casa. Y cuando voy a salir me detiene y me coge, me pone el paquete de azúcar envuelto en papel de estraza y me dice: “Dile a tu madre y a tu abuela que no le digan a nadie que yo te he vendido el azúcar”. Y cuando yo salí bajó la persiana y cerró el colmado.

Yo me voy a casa, se lo explico a mi madre y mi abuelo empezó a despotricar, a cagarse en los muertos de Franco, en los muertos de no sé quién y demás.

Y entonces no lo entendí.

Pero cuando todo pasó me di cuenta de una cosa, de lo que es el miedo.

O sea, en la guerra, lo primero que hay que hacer es acumular comida. Lo primero, porque el que tiene la comida tiene el poder. Y esa gente: Vicente, mi madre, mi padre, mis abuelos habían pasado hambre. Y habían conocido el estraperlo, el mercado negro. Y sabían que eso era lo que pasó durante la guerra. Y si ese hombre que nos tenía confianza de toda la vida, que casi nos regalaba la comida, estaba haciendo eso, es porque venía la guerra otra vez.

Entonces entendí cómo la dictadura no sólo es la represión política. No sólo es la persecución, la humillación. Es algo peor, es mucho más perverso que eso.

Es cómo se meten dentro del ADN de una sociedad y la cambian, volviéndola cobarde. Eso es muy importante.

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Hablemos de la injusticia. De esta dicotomía que se presenta en el género negro.

La gente del común suele confundir el término “justicia” con “ley”. Y no tienen nada que ver.

La novela negra, una de las cosas que tiene muy interesante, es que esa dicotomía siempre está presente.

La ley es un artificio que nosotros construimos para tener una serie de reglas de convivencia y todos las aceptamos como inviolables. Pero ¿quiénes establecen esos parámetros de convivencia? ¿Quién dicta las leyes, los códigos penales, las constituciones? ¿Quién crea el corpus jurídico de un pueblo? ¿El pueblo? No.

La ley se construye, se estructura y se hace con un único fin: legitimizar al poder. Si ese poder es autoritario se basará en una serie de leyes orgánicas que protejan la figura del líder carismático. Si es totalitario, se basarán en proteger la estructura orgánica del Estado. Y si es liberal, esas leyes se organizarán de tal manera que protejan al sistema económico. Eso es así.

En un sistema democrático se pide, normalmente, la opinión del pueblo. Para darle esa legitimidad que no tendría si existiera por decreto.

Pero, por ejemplo, la Constitución Española se aprueba en 1978. La elaboran una serie de intelectuales, políticos, que en ese momento tienen diversas sensibilidades políticas, pero con un único fin: transformar la democracia orgánica de Franco en democracia parlamentaria. Pero son los mismos los que hacen esa transición. Lo único que entienden que los tiempos han cambiado y que hay que evolucionar, porque las sensibilidades que entran dentro de la política también son distintas, y porque la autarquía ya no funciona, porque hay que integrarse en Europa. En el año 78, en el año 80 ya hay actitudes que en Europa ya no se pueden tolerar. Franco es el único dictador que muere en su cama. Muy bien, aquí vale pero esto ya no puede continuar.

La Constitución Española de 1978, seguramente, es una de las más progresistas del mundo: nominalmente se protege especialmente el derecho al trabajo, el derecho a la sanidad, el derecho a una vivienda digna… es el paradigma del paraíso. Bien ¿qué pasa con eso? Que es papel.

Luego viene la regulación legislativa de esa Constitución, que es una declaración de principios, votada y aprobada por los españoles. Pero para convertirse en una forma concreta de gobierno, tiene que legislarse, tiene que hacerse mediante leyes. Hay leyes que se votan en el Parlamento pero hay prerrogativas que tiene el gobierno que son los decretos-ley.

Es decir, yo consulto al pueblo cuando resulta conveniente y, cuando no, hago un decreto-ley y es legal porque la misma Constitución lo permite.

Por ejemplo, el artículo 155 de la Constitución Española. En un fin de semana, esto es en el año 2011, se reúnen el presidente del Gobierno y el de la oposición. Mariano Rajoy y Rodríguez Zapatero. Socialistas y populares, conservadores y de izquierda, teóricamente. Ellos se reúnen y los dos solos deciden que van a modificar ese artículo, diciendo que el Estado no se puede endeudar hasta un límite equis. Y ese artículo reformado por ellos dos es el que permite todos los recortes que después han venido en España.

Cuando yo explico esto, la gente en España te dice “claro, es que al partido popular se le elige democráticamente y al partido socialista se le elige democráticamente, con lo cual ellos representan la voluntad popular”. Eso es una falacia, una mentira, porque todos los diputados del partido popular hacen exactamente lo que les dice su líder. Y todos los diputados del partido socialista hacen exactamente lo que les dice el suyo. Y ellos dos hacen exactamente lo que les dice el Director del Banco de España. Y el Banco de España hace exactamente lo que le dice la “troika”. Con lo cual ¿dónde está la legitimidad del pueblo? No existe, no existe.

Pero, el pueblo tiene “sensación” de justicia: esto está bien y esto no está bien. La justicia no viene de la construcción teórica del marco convivencial del que nos hemos dotado. La justicia viene del sentido instintivo de la vida. Todos por nuestro background, nuestra educación, tenemos una cierta idea de lo que está bien y lo que está mal. Y hay una serie de conceptos universales pues en que todos coincidimos. Eso es la justicia. Instintivamente, la mayoría de nosotros entendemos que matar está mal, que una persona no puede hacerle daño a otra gratuitamente; una serie de cosas a las que llamamos justicia.

Es decir, ¿es legal que una persona que no paga su piso, según la ley hipotecaria de España, se la desahucie con sus cinco hijos? Es legal. ¿Es justo? No. todos lo entendemos.

Entonces la gente cuando no puede confiar en la ley lo que hace es buscar justicia.

Y ahí es cuando entramos en la venganza: el tema central de la novela negra. Si no puedo hacer que las cosas sean “justas” a través de la ley, lo voy a hacer a través de esa “idea de justicia”. Y es donde entra la venganza: el “yo voy a hacer las cosas por encima de la ley”.

Hay muchísimos ejemplos en la novela negra, es lo típico. Por ejemplo, un asesino mata a una mujer. Resulta que es un tipo que tienen mucho dinero y tiene un bufete de abogados a su servicio que “legalmente” demuestra que él no la ha matado. El abogado y el juez saben que la ha matado, pero “legalmente” no se puede demostrar. Con lo cual queda absuelto. Pues, bueno, el marido de esa mujer se siente doblemente agraviado, por la muerte de su mujer y porque el sistema no le ha dado respuesta. Y eso evidentemente no es justo. Bueno, este hombre qué hace: espera que el asesino salga de su casa, se le acerca con un martillo y le abre la cabeza. Y se queda más Sancho que Pancho, se queda más a gusto que Dios.¿Y qué sucede después? Viene la policía, te coge, te juzgan y te meten en la cárcel hasta veinte años después. Son paradojas de la vida.

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Hablemos un poco de La tristeza del Samurái. Se advierte en tu obra un tiempo psicológico y un tiempo cronológico, aquí transcurren cuarenta años prácticamente entre generación y generación. 

La tristeza del Samurái para mí es una novela muy importante en un doble sentido, aparte del personal (que es el que me permitió dedicarme a la escritura).

Es importante porque me permitió descubrir una fórmula o un sistema que a mí me vino muy bien para trabajar sobre una idea que yo siempre he tenido: que el tiempo no existe. El tiempo no pasa, los que pasamos somos nosotros sobre el tiempo. Entonces a través de la idea del bushido, que es el código de conducta de los samuráis, yo hago una distopía sobre la historia de España y la historia de una familia, la familia Alcalá. Que me permite demostrar, o plantear la hipótesis al menos, de que por mucho que evolucione el tiempo, por mucho que cambien las cosas, da igual si estamos en el siglo XVII, en Japón, en España de los años treinta o en Barcelona en los años ochenta. Somos los mismos y hacemos las mismas cosas.

Simplemente nos adaptamos a las circunstancias, pero nuestros comportamientos y reacciones son las mismas ante los mismos estímulos.

¿Cómo explicarlo? Todos los niños sueñan con ser héroes. Todos tenemos un paradigma al que nos gusta imitar.

En el caso de La Tristeza del Samurái, ese paradigma es precisamente un Samurái. Un niño, en los años cuarenta, que su héroe no es su padre, ni su hermano… es una figura: un samurái que aparece en unos cartelitos o postalitas. Y él quiere ser como ese tipo, porque le parece que es muy marcial, un héroe.

Cuando avanzamos en la vida y vamos creciendo, vamos perdiendo sueños, lo que se dice “perder la inocencia”. Y al final nos damos cuenta que no somos, que nunca acabamos siendo lo que soñamos ser. Acabamos siendo lo que podemos ser. Y entonces esto es lo que le pasa a Andrés, ese niño, y esa es su tristeza. La Tristeza del Samurái. Él siente, él sabe que nunca va a poder serlo.

Pues esa tristeza, es la misma tristeza de España. Yo la utilizo para hablar de la tristeza de España. Los años cuarenta, se acaba la guerra civil y después la gente lo único que quiere es respirar, estar tranquila. Acepta la derrota, la humillación, la vergüenza, pero quieren estar tranquilos. Ya está bien de muertos, de persecuciones.

Entonces el régimen se ampara en eso, y les da la paz. La pax romana, la de Augusto: “yo os voy a dar la paz pero vosotros habrán de estar de rodillas”. Y la gente acepta eso.

Cuando llega la transición española, con todos estos cambios de los que hemos estado hablando antes, emerge esa alegría, esa esperanza, esa ilusión de ser por fin lo que queremos ser: un pueblo libre, una sociedad moderna, incorporarnos a Europa, vivir en democracia.

Qué pasa, que después del 23 de Febrero de 1981 despertamos abruptamente de ese sueño, y nos dimos cuenta de que da igual si está Franco, da igual si hemos firmado una Constitución, si podemos votar…. seguimos siendo los mismos.

Porque no es un problema coyuntural, es un problema nuestro, de nuestro pueblo. Y es la resignación.

Esa es La Tristeza del Samurái. Lo que soñábamos ser y nunca fuimos. Porque nunca nos atrevimos.