Evaristo Cultural conmemora los 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, la máxima figura de las letras españolas, con este ensayo de Pablo Martínez Burkett en el que confluyen el autor y sus más grandes creaciones dentro del enorme aparato narrativo borgeano.

No sé cuál de estos dos escribe estas páginas.

Jorge Luis Borges – Borges y yo

Abundante es el corpus referido a Cervantes y su Don Quijote en toda la obra de Jorge Luis Borges. Los compiladores anotan unos treinta textos, en otros tantos ensayos, cuentos y poesías, catálogo que necesariamente excluye la, si por recurrente no menos pródiga alusión cervantina que en reportajes y conferencias que hiciera el autor de Ficciones a lo largo de toda su vida. No menos abundante es el tratamiento que tales textos han merecido en la crítica, congresos y jornadas; con enfoques que van desde lo estrictamente literario a lo psicológico, pasando por lo filosófico y hasta lo esotérico.

Frente a tan amplio panorama, con un plan de trabajo ciertamente mucho más pío, nos proponemos compartir algunas de las perplejidades que nos han ido dejando las sucesivas lecturas de estos dos amigos nuestros, tan ligados entre sí, como seguidamente se verá. Porque justamente, más que una glosa a los textos borgeseanos y su aporte a la crítica cervantina, intentaremos formalizar aquello que desde siempre nos ha resultado una sospecha más o menos evidente: la proyección de Miguel de Cervantes Saavedra en Jorge Luis Borges y como consecuencia de ello, la identificación de Borges con Cervantes, Don Quijote y Alonso Quijano.

En este sentido, conviene ya adelantar que es el propio Cervantes quien propicia esta suerte de personaje trinitario al componer las andanzas del Caballero de la Triste Figura como una simbiosis entre autor (Cervantes) que sueña un personaje (Alonso Quijano) que a su vez, en esa forma de sueño que algunos llaman locura, sueña a otro personaje (Don Quijote). Borges se apropiará del método y lo ejecutará con genial maestría a lo largo de toda su vida.

En la cultura popular hay autores que son más citados que leídos. Precisamente Borges y Cervantes bien podrían encabezar este arbitrario podio de prosaísmos. Geografía manchega de nombre omitido, molinos de vientos, perros que ladran, títeres descabezados y otras tantas quijotadas conforman la nomenclatura cervantina. Y en el caso de Borges, bibliotecas y espejos, laberintos y cuchillos, preponderancia de lo anglosajón y menosprecio del modesto idioma español (Borges, 2007, p. 61). Y si bien el propio Borges no fue del todo ajeno a fijar preferencias y aversiones, siempre ennobleció a su amigo Cervantes, cuyo Caballero de la Triste Figura lo acompañó desde la infancia hasta la sombra postrera.

Va de suyo que excedería en mucho los límites del presente trabajo descubrir la traza de estos postulados en la voluminosa obra de Borges, razón por la cual vamos a focalizarnos en tres momentos: la infancia, la mediana edad y la última vejez.

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LA CRITICA CERVANTINA COMO MAPA AUTOBIOGRAFICO

Como previo a adentrarnos a considerar cada una de estas etapas nodales, es menester señalar una certeza: Borges lee a Cervantes como una anticipación autobiográfica. Sus poemas, ensayos-ficción, cuentos, reportajes y declaraciones varias claramente se apartan del mainstream en la crítica cervantina, exhibiendo una aproximación íntimamente personal que, al conferirle nuevas connotaciones y resonancias, revela más de Borges que del propio Cervantes (Lefere, 2004, p. 218). Y aunque mucho se ha escrito sobre el vínculo conflictivo y oscilante de Borges con la literatura española (Fernández, 1990), es de notar que el aprecio por la obra cervantina se ha mantenido casi inalterable, eso sí, circunscripto únicamente a la novela del Ingenioso Hidalgo y su protagonista; Alonso Quijano/Don Quijote de la Mancha (Fine, 2003, p. 117). Y no debe causar extrañeza que el Borges lector del Quijote encuentre un suculento filón en donde el Borges crítico ha derrochado reparos, pues el crítico se ocupa de las lecturas ajenas, mientras que el lector adelanta la propia (Serna Arango, 2006, p. 116).

En efecto, el Cervantes de Borges tiene una doble dimensión: íntima por un lado y más general por el otro, situando su vínculo con el Quijote en torno a la relación entre escritor y obra, entre obra y lengua materna, entre literatura y nacionalismo, entre condicionamientos históricos e imaginación literaria, que es otra forma de decir que a Borges le interesa la relación entre él mismo y su propia obra, entre su obra y la lengua materna, entre su literatura y la nación (González Echeverría, 2008, p. 87). Y esto es algo que no debería sorprendernos, pues ya desde Kafka y sus precursores (Borges, OC, II, 93), Borges ha sostenido que cada escritor crea sus precursores, y que en esa labor, que modifica nuestra concepción del pasado pero también del futuro, nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres.

Y aquí quizás arriesguemos la más conjetural de todas nuestras sospechas, pero no sería raro que ese incorregible bromista que fue en vida Borges, haya dedicado tantos afanes a Cervantes, para que seamos capaces de descubrir que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara (Borges, OC, II, 248). En abono de ello, baste recordar su fascinación por los dobles, las copias, las reproducciones, las traducciones, en fin, con todo lo que pudiera socavar el carácter único de un objeto o de una persona a fuerza de repetirlo (Williamson, 2004, p. 61)

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TRES MOMENTOS EN LA VIDA.

Orígenes.

De forma casi monocroma, Borges se ha encargado de relatar que entre las primeras novelas que leyó está la de nuestro autor alcalaíno. Pasando por alto la licencia poética de una lectura inicial en inglés, lo cierto es que la edición de Garnier, con sus volúmenes rojos con letras estampadas en oro, está asentada en el canon borgeseano como el verdadero Quijote (Borges, 1999, p. 26). Pero si esta temprana aproximación es importante, tanto más La visera fatal, una historia a la manera de Cervantes, que se enuncia como el primer ejercicio narrativo. Este Borges de 6 ó 7 años, podría haber elegido a Wells, Poe, Dickens, Stevenson, o cualquier otro de los autores de sus primeras novelas, más afines al lugar donde quedó estacionado en el imaginario popular. Sin embargo, al edificar una autobiografía, quiere que en su estreno como escritor se lo registre como imitador de Cervantes (Borges, 1999, p. 30).

Pensemos por un instante en Georgie, el niño regordete y cegatón, que pasó casi gran parte de la infancia sin salir de su casa, entregado a la dicha de los libros, sumergido en la biblioteca de su padre, el hecho capital de su vida y de la que nunca salió, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano (Borges, OC, III, p. 222). Pensemos en ese niño, de quien ya se esperaba que fuera escritor, para cumplir el destino literario que la ceguera había quitado a su padre. Pensemos cómo su exuberante imaginación pudo haber recibido las sucesivas magias del Quijote. Afortunadamente, tenemos numerosas evidencias que nos permiten guiar este ejercicio de la presunción. Así, el poema Lectores (Borges, OC, II, p. 287), opera como óptima pauta de rango interpretativo cuando dice:

De aquel hidalgo de cetrina y seca / tez y de heroico afán se conjetura /

que, en víspera perpetua de aventura, / no salió nunca de su biblioteca.

La crónica puntual que sus empeños / narra y sus tragicómicos desplantes

fue soñada por él, no por Cervantes, / y no es más que una crónica de sueños.

Tal es también mi suerte. Sé que hay algo / inmortal y esencial que he sepultado

en esa biblioteca del pasado / en que leí la historia del hidalgo.

Las lentas hojas vuelve un niño y grave / sueña con vagas cosas que no sabe.

Por un lado, tenemos al hidalgo, luego caballero, que en perenne dilación de todo lance, jamás abandonó la biblioteca y por el otro, al niño lector, luego hombre gris, también prisionero de los libros, que anticipa el sueño de cosas incógnitas, cosas que fraguan una larga sombra, sobre toda conducta, actual o futura. Esa también es la conclusión que alumbra el poema La Trama, que para más datos, incluye en la heteróclita enumeración de causas y efectos a “las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser Don Quijote” (Borges, OC, III, p. 502).

Ahora bien, cabe preguntarse cuáles pudieran haber sido estas revelaciones de prorrogada impronta. Y entonces, no nos queda más recurso que proponer algunas lecturas indiciarias, anotando que para Borges, las lecturas de la infancia resultan placenteras, indiscriminadas e imaginativas, y una experiencia más intensa, más aventurada de lo que pude ser una lectura crítica, madura (Balderston, 1985, p. 14). Veamos algunos ejemplos, tomados sobre todo del primer capítulo de la primera parte de Don Quijote, en el entendimiento de que allí se gestó la huella indeleble que extendió su marca característica sobre toda la obra borgeseana.

En materia de valentía y coraje, leemos con Borges “Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón…” (Quijote, I, I). Sabemos que las espadas de sus abuelos, el Cnel. Suárez y el Cnel. Borges, colgaban en su casa paterna junto con retratos de los héroes muertos. Y que esa figura del guerrero ancestral, combinación entre ambos soldados, proyectaría un pesado baldón sobre Georgie (Williamson, 2004, p. 60). Por otra parte, en palabras del propio Borges, sabemos que “Como la mayoría de mis parientes habían sido soldados… y yo sabía que nunca lo sería, desde muy joven me avergonzó ser una persona dedicada a los libros y no a la vida de acción” (Borges, 1999, p. 24). De modo que no sería del todo errado sostener que en su predilección por Cervantes y sus personajes, Alonso Quijano y Don Quijote, Borges da amparo a su añoranza por el pasado heroico que no tuvo, pero que sentía era parte de su herencia y estirpe (González Echeverría, 2008, p. 91).

En lo atinente a una vida signada por los libros, leemos con Borges “Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo…” (Quijote, I, I). Y a la ya citada capitalidad de la biblioteca paterna, bien podríamos adicionar que en ocasión de emplearse en la Biblioteca Municipal Miguel Cané del barrio porteño de Almagro, “hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora y después me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o escribiendo” (Borges, 1999, p. 108).

También sobre la misma devoción bibliófila podemos leer “… y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos…” (Quijote, I, I). En 1928 Borges publica El idioma de los argentinos, libro que merece el Segundo Premio Municipal en Ensayo e invierte el dinero del premio en la compra de la undécima edición de la Enciclopedia Británica (Woodall, 1998, 121).

Por el lado de otra de las constantes borgeseanas, los amores atribulados, leemos “… en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello” (Quijote, I, I). Es claro que nuestro hidalgo era hombre tímido en cosas de amor, y por lo tanto, dado a idealizar. Y como es frecuente que suceda con soñadores e idealistas, encontraba en los libros un pacificador refugio para su corazón cuitado (Madariaga, 1972, p. 98). Por su lado, Borges era igualmente un hombre tímido y consecuentemente dado a idealizar a mujeres de las que vivió enamorado y a quienes, en razón de tal enamoramiento, podía verlas como nos ve la divinidad. Pero ninguna de esas mujeres le brindó el amor que necesitaba, cuando mucho llegaron admirarlo, de forma sentida pero harto insuficiente. Por eso siempre había un momento en el que se producía el rechazo y la huida, sumiéndose en pozos de humillación y desesperación, con recurrentes fantasías de ser otro y aún, el suicidio (Paoletti, 2011, p. 8).

Seguimos leyendo el Quijote “Andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto …y así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa” (Quijote, I, XXI). Son casi infinitas las posibilidades de hallar en la obra de Borges un correlato con el admirado credo berkeleyano. Simplemente citaremos un pasaje en homenaje al desconcierto juvenil que en su hora nos provocó su lectura: “Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo- importa un falseo” (Borges, OC, I, p. 466).

En cuanto a la insinuación de lo sobrenatural y su influencia en el pequeño Georgie, solo invoquemos algunos pocos ejemplos: el sabio Frestón (Quijote, I, VII – I, IX); el bálsamo de Fierabrás (Quijote, I, X); la espada mágica (Quijote, I, XVII –I, XLIII); el yelmo de Mambrino (Quijote, I, XXI); el mono adivino (Quijote, II, XXV); el misterio de la cabeza parlante (Quijote, II, LXII). Todos estos objetos maravillosos son responsables de la existencia de un universo fantástico donde los sucesos más increíbles son vistos como propios de la andante caballería (Rey Bueno, 2005. p. 37).

A Borges le gustaba conjugar tramas que articular el retrato cotidiano y una imprevista revelación anómala, con solapamientos inverosímiles pero que se nos imponen como verdaderos. Este plan de lectura del Quijote daría para una nueva ponencia, de modo que dejaremos someramente enunciados algunas de estas curiosidades, cuya presencia puede rastrearse por toda la obra del autor de Historia de la eternidad.

Así, tenemos a la Galatea en la biblioteca de Alonso Quijano (Quijote, I, VI); El Quijote apócrifo en el Quijote “real” (Quijote, II, LIX); Don Alvaro Tarfe, personaje de la obra de Avellaneda, que será obligado a confesar la autenticidad tanto de Don Quijote como de su escudero (Quijote, II, LXXII); los personajes de la segunda parte que leyeron la primera (Quijote, II, LIX et alter); Cide Hamete Benengeli, como verdadero autor (Quijote, I, IX et alter). En este sentido, Cervantes se divierte con un continuo entrelazamiento de la realidad con la ficción de una forma que se podría prolongar abismadamente: nosotros leemos el Quijote, en el que los personajes leen el Quijote, libro en el que a su vez los personajes leen el Quijote, y así de seguido, cuestión que es examinada en detalle por Borges en Magias parciales del Quijote (Borges, OC, II, p. 48), ensayo en el que se analiza la capacidad de Cervantes para desarrollar una estrategia narrativa que figurara lo maravilloso, lo sobrenatural, pero sin provocar una fisura en el marco realista de Don Quijote. Esta confusión entre el mundo del lector y el mundo del libro, puntuada por magias que tejen y destejen las relaciones entre realidad y ficción, transformarán definitivamente a Borges y su estética de lectura-escritura (Barbosa, 2001, p. 69).

Así las cosas, y sentado un itinerario de lecturas posibles, cerremos este capítulo enunciando algunas curiosas simetrías que pueden encontrarse al leer pareados a nuestros dos autores: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos (Las ruinas circulares; El Golem), como de pendencias (Hombre de la esquina rosada, Poema conjetural), batallas (Página para recordar al Cnel. Suárez, vencedor de Junín; Inscripción sepulcral; Alusión a la muerte del Cnel. Francisco Borges), desafíos (El encuentro), heridas (El sur), requiebros, amores (Ulrika), tormentas (El Evangelio según San Marcos) y disparates imposibles (El aleph; El zahir; Tlön; Pierre Menard; La biblioteca de Babilonia; La lotería de Babel; etc.), y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo” (Quijote, I, I).

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Bisagra

En el capitulo precedente hemos postulado algunas lecturas del Quijote que el pequeño Georgie pudiera haber hecho, conforme el reflejo que se vislumbra a lo largo de su obra. Seguidamente, vamos a dar un salto de un poco más de tres décadas para demostrar que una vez más, hacia la mitad de su vida, Borges encuentra en Cervantes un eficaz salvoconducto para sortear una severa crisis personal.

En efecto, a principios de 1938, Jorge Guillermo Borges, pater, fallece. Seguramente si Freud, Lacan y sus prolíficos seguidores hubieran conocido el caso, las teorías sobre matar al padre y el nombre-del-padre, habrían tenido un mayor desarrollo aún, al comprobar la honda significación que esta muerte tuvo en la carrera del escritor. Pero ni somos expertos en la materia ni ese es el objeto de esta ponencia así que volvamos a Borges, filii, quien en razón de la orfandad sobreviniente, tiene que salir a trabajar por primera vez a la edad de 39 años. Ya hemos visto que se emplea como escribiente subalterno, de una biblioteca subalterna, de un barrio subalterno. Producto de uno de sus habituales atolondramientos amorosos, sufre un accidente doméstico, cuya herida se le termina infectando, provocándole una septicemia que lo pone al borde de la muerte. Con la recuperación, le entró el horror de ser incapaz de volver a escribir y como atajo para evitar los efectos devastadores de un fracaso, decidió intentar algo realmente novedoso (Borges, 1999, p. 109), que no fue sino el celebérrimo Pierre Menard, autor del Quijote (Borges, OC, I, p.475).

Una vez más, el acotado marco cognitivo de esta colaboración me exime de comentar los inagotables entresijos de este baciyelmo literario, uno de los más tratado y discutido por los especialistas (Barrenechea, 999, p. 282). En este sentido, es dable enfatizar que el formidable eco que encontró en la crítica se debe mayormente a la teoría de lectura que esboza, en particular, la sugerencia de que escribir es reescribir y reescribir es leer (Missana, 2003, p. 65).

El Borges niño se inaugura como escritor con un remedo del Quijote. El Borges renacido a la mitad de su vida, se aventura por nuevos bosques narrativos acudiendo al socorrido Quijote. El propio autor de El jardín de senderos que se bifurcan se adelanta a nuestra pregunta “¿Por qué precisamente el Quijote?”. Y en la respuesta, nos interesa destacar la enumeración que realiza: “Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste” (Borges, OC, I, 479). A simple vista, la enumeración no presenta problema alguno, pues enuncia a reconocidos poetas y narradores. Sin embargo, la serie se rompe al incluir a Edmond Teste, palmariamente un personaje ficticio. Cerrar el encadenamiento con esta suerte de alter ego de Paul Valéry reafirma el juego de otorgar el mismo estatuto ontológico a autores y personajes, ficción y realidad.

En esta inteligencia, Borges hace suya la escurridiza esencia del autor cervantino. Menard es Cide Hamete, pues Cervantes hace posible a Menard, toda vez que Menard quiere ser el Cervantes que Cervantes hubiera sido en el siglo XX, muy probablemente, un argentino, educado en Ginebra y bibliotecario rasposo de Buenos Aires (González Echeverría, 2008, p. 94). Y en este punto queremos dar nuestro parecer: la identificación de Borges con Menard no podría ser mayor. Justamente, en una de las citas a pie del texto que venimos comentando, se puede leer: “Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto” (Borges, OC, I, p. 481). La descripción se corresponde exactamente con los manuscritos de Borges de la época (Balderston, 2009, p. 18).

A mayor abundamiento, quizás se desconozca que poco tiempo antes de que Pierre Menard fuera publicado, hubo quien, como Menard y sin dudas, como el propio Borges, da la impresión cada vez más viva de haber cifrado en la reescritura del Quijote buena parte de su originalidad. Estamos hablando de Macedonio Fernández, quien fue el primero en desear que alguien en Buenos Aires escribiera el Quijote. O lo que al fin y al cabo es lo mismo, lo volviera a escribir (Attala, 2009, p. 15). Sobre el particular, recordemos que el propio Borges, ante la tumba de Macedonio, expresó con emoción que lo había imitado hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio (Paoletti, 2011, 223). Y para finalizar con este aspecto, cuadra recordar que otro imitado por Borges, ya anunciaba a principios del siglo pasado que la obra maestra no nace por la sola operación del genio, sino que se hace con el concurso anónimo y prolongado de las generaciones, quienes, interpretando y plasmando a su grado la obra primitiva, le allegan una verdadera colaboración (Groussac, 1981, p. 257).

Para terminar de cerrar el cuadro, una módica referencia a uno de los textos que se citan como inspiradores de la impar tarea de Menard. Se trata de un fragmento de Novalis, que reza: “Sólo demuestro que he comprendido a un autor cuando llego a actuar de acuerdo con el espíritu del mismo, cuando, sin disminuir su individualidad, puedo traducirlo y transformarlo a mi manera” (Balderston, 2010, p. 85). Así las cosas, puede decirse que Pierre Menard juega los juegos cervantinos de autor y obra, lo auténtico y lo apócrifo y resulta un más que explícito homenaje de Borges a su primer inspirador y maestro (Gamerro, 2010, p. 43). En resumen, Cervantes ya no puede ser leído del mismo modo a partir de nuestro conocimiento de Borges (Fine, 2003, p. 118).

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Muerte cervantina en Ginebra.

Al repasar la vida de Jorge Luis Borges, ya hemos visto que el héroe de Lepanto estuvo presente en su iniciación a la lectura-escritura; del mismo modo que inspiró la bisagra narrativa que divide en dos su carrera literaria. Si como postulaba Orígenes, siempre fue semejante el fin a los comienzos, resta comprobar entonces si al descender el Hacedor a la última sombra, también estuvo acompañado por Cervantes.

Sobrepasa en mucho el cometido del presente trabajo indagar las razones por las que Jorge Luis Borges eligió morir en Ginebra. Ni por sus testamentos ni por la más forzada interpretación puede hallarse vestigio de voluntad semejante, máxime cuando son numerosísimas las formas en las que expresó su deseo de ser polvo y dormir eternamente junto a sus antepasados en el Cementerio de la Recoleta en Buenos Aires.

Sea como fuere, los últimos días en la ciudad que cruza el Ródano, según el testimonio de Jean Pierre Bernés, encargado por la editorial Gallimard de preparar las obras completas para la colección La Pléiade, son el regreso a casa, el regreso a Alonso Quijano para repetir la muerte del Quijote. Conmueve saber que hasta el final, su modelo fue Cervantes (Rodriguez Lafuente, 2011).

En las conversaciones literarias con el traductor, Borges se lamentaba de no haber escrito una obra maestra que lo justificara. Y entre los cuentos que tenía pensado escribir estaba una reescritura del último capítulo del Quijote, aquel donde muere Alonso Quijano (Williamson, 2004, p. 532). Este deseo nos llena de preguntas. Intentaremos, si no darle respuestas, al menos, arriesgar una hipótesis.

Entre aquel Menard y este ocaso ginebrino, muchas son las ocasiones en las que Borges se refirió a su amigo Cervantes, conforme feliz adjetivación que le diera en la conferencia sobre el Quijote, brindada en la Universidad de Austin, Texas (Borges, 1968). En dicha oportunidad, opina que la verdadera muerte de Alonso Quijano quizás sea la escena más grande de todo el Quijote, porque allí, el juego especular y las ilusiones dentro de la ilusión se terminan, dejándonos sumidos en la misma tristeza que, imagina, sentía Cervantes al escribirla. Por su parte, en El acto del libro (Borges, OC, III, p. 322), nos propone un relato donde autor, obra, personajes y libro se van difuminando hasta alcanzar un estado de pérdida total de identidad, circunstancia esta que no evita que el hombre, poseedor de un libro que nunca ha leído, cumpla con el sueño de quien lo sueña en ese libro. En Sueña Alonso Quijano  (Borges, OC, II, p. 504), nos dice que este hidalgo, que fue un sueño de Cervantes, sueña a don Quijote y que este doble sueño los confunde, al punto que el soñado sueña lo que sucedió en vida del soñador.

Borges le confiesa a Bernés, testigo predilecto de los últimos días ginebrinos (Gasparini, 2000, p. 102) el deseo de reescribir aquel último capítulo donde un cuerdo Alonso Quijano abandona la locura de ser Don Quijote. Este último desatino del hidalgo, que se imputa a la lectura de los (ahora) detestables libros de las caballerías, es sustento suficiente para añorar la redención por la lectura de libros que le iluminen el alma (Quijote, II, LXXIV). Además, no hay que perder de vista que en el comienzo mismo de la historia del Caballero de la Triste Figura, al referirse al inconcluso Belianis de Grecia, se indica que aunque muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra como allí se promete (Quijote, I, I) decide salir a la ventura como nuestro amigo, Don Quijote.

Hay un cuento de Borges que quizás nos proporcione algún indicio de lo que pueda significar este deseo postrero. En La Otra Muerte (Borges, OC, I, p. 611) se narra la vacilante historia de un hombre que se portó indecorosamente en el campo de batalla y que dedicó toda su vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Este viejo soldado, Pedro Damián, tiene dos muertes: una, como un cobarde, en su lecho de enfermo y la otra, en batalla, como un héroe. Para explicar esta inconsistencia, Borges propone algunas conjeturas y finalmente concluye afirmando que Dios puede disponer que no haya sido lo que una vez fue. Solución que se parece mucho a la conmovedora súplica: Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño que entreteje en el sueño y la vigilia mi hermano y padre, el capitán Cervantes, … para que yo pueda soñar al otro cuya verde memoria será parte de los días del hombre, te suplico: mi Dios, mi soñador, sigue soñándome (Borges, OC, III, p. 195).

De todas las afinidades que Borges sentía por Cervantes y don Quijote, sin dudas que aquella fundada en la valentía, tiene un lugar de privilegio. Cervantes fue héroe en Lepanto y su soñado, Alonso Quijano, aquel lector irredento, sedentario y enclenque, se aventuró al yermo de La Mancha para vivir hazañas que le darían la inmortalidad como Don Quijote. Reescribir el último capítulo le hubiera dado a Borges, como una suerte de demiurgo menardiano, la oportunidad de redimirse de aquella incandescente deshonra de haberse entregado a las letras y no a las armas de sus bravos ancestros.

Un cervantista de nota nos dice que en el último capítulo del Quijote, un abnegado Alonso Quijano permaneció fiel a su quimera hasta aquel sueño que le despertó a la cordura poco antes del sueño que le despertó a la vida eterna (Madariaga, 1972, p. 99).

Y este bien podría ser el epitafio de Borges. Porque en las últimas horas de un 15 de junio de 1986, a una semana de morir, Bernés le preguntó: ¿Y entonces, quién es Borges? ¿Cervantes, el Quijote o Alonso Quijano? Y Jorge Luis Borges le respondió: Los tres.

© Pablo Martínez Burkett, 2011

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BIBLIOGRAFIA

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  • Lectores en El otro, el mismo; OC, II, p. 287.
  • Sueña Alonso Quijano en El oro de los tigres; OC, II, 504.
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  • Epílogo en Historia de la Noche; OC, III, p. 222.
  • El acto del libro en La cifra; OC, III, 322.
  • La Trama en Los conjurados; OC, III, p. 502.
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