El pasado miércoles 8 de junio se presentó en la casa museo Ricardo Rojas el libro de Soledad Quereilhac Cuando la ciencia despertaba fantasías publicado recientemente por Siglo Veintiuno editores. En sus páginas, la ensayista recorre el paradigma científico de fines del siglo XIX, su imaginario de futuro, el clima de entre siglos, su vinculación con religiosidades populares como el espiritismo, el ocultismo y la teosofía, su impulso a la literatura fantástica nacional. La imaginación científica reunía apariciones, fuerzas extrañas, fenómenos parapsicológicos, magnetismo, locos iluminados, rayos X… un amplio muestrario de casos raros que captó la atención de diarios y revistas, y modeló una forma de sensibilidad en que lo científico convivía codo a codo con lo inexplicable.
Reproducimos a continuación las palabras de Marcelo Figueras durante la presentación del libro.
Yo soy de esos bichos raros a los que les fascinan los ensayos. Me presto al juego de su naturaleza especulativa: Vamos a probar suerte por este camino, a ver si podemos sostener la marcha y llegar a un sitio nuevo. Los que más me gustan son los que asocian dos o tres ideas que nadie había ligado antes, o al menos de ese modo. Asuntos que en apariencia no podrían ser más ajenos; y que sin embargo, a medida que fluye el texto, revelan los hilos invisibles que los unía en una trama común.
Un poco por culpa del destino y otro poco por elección, yo me formé afuera de la Academia; saltando sobre sus tejados, deslizándome por las cañerías externas, espiando a través de sus ventanas… y rompiéndolas, cuando daba con la piedra adecuada. Me ayudó el hecho de haber vivido la última época durante la cual los ensayos tenían espacio en los medios, tanto diarios como revistas. Mi modelo de ensayista era Greil Marcus, que en el transcurso de un mismo artículo era capaz de vincular a Elvis con El libro de Job y los situacionistas franceses.
El libro de Soledad Quereilhac también se atreve a enlazar nociones que, en apariencia, suenan antitéticas: ciencia y literatura. Y presenta el caso de modo convincente, persuadiéndonos de que ambas criaturas comparten parte esencial de su cadena genética. Los avances científicos serían imposibles si los sabios que empujan hacia el futuro careciesen de una vis creativa. (En este sentido, se les aplica la definición de Pablo Capanna respecto de la ciencia-ficción, que Soledad cita: la ciencia también es imaginación disciplinada, el oficio de la conjetura rigurosa.) Y la literatura apunta especularmente al continente de lo desconocido, de aquello que aún no sabemos y queremos descubrir. En ambos casos —parafraseo aquí a Soledad— se trata de ejercicios de imaginación sobre sus promesas futuras, de disciplinas abocadas a transformar la idea de lo posible.
Pero el libro hace algo más que probar su tesis, la forma en que la literatura argentina de entresiglos —con Lugones y Quiroga como mascarones de proa— se abrió a la ciencia de su tiempo, retomando sus especulaciones y formulando preguntas nuevas. Lo que más me gusta es que, con suma elegancia, como quien no quiere la cosa, Soledad pega un cascotazo a las ventanas de la Academia, pero desde adentro. Y lo hace adoptando como grito de batalla la frase de Fredric Jameson que puso al comienzo del libro: «¡Historicemos siempre!» Y que yo me tomo la libertad de interpretar como una llamada a contextualizar, a dejar de leer textos en el vacío artificial que proponen ciertos laboratorios intelectuales.
De lo que se trata es de ya no analizar ficciones como totalidades autosuficientes y por ende herméticas, o a lo sumo en relación a otros textos, sino de acuerdo con su rol en lo que Raymond Williams llama, según Soledad, «la estructura del sentir». La idea sería no considerar el pensamiento a secas, sino cruzarlo con la experiencia social en cuyo contexto se originó, el modo en que se vivía y se valoraban las experiencias. ¿Quién está en condiciones de entender mejor, aquel que no levanta los ojos del texto o la pantalla o el que se toma el tiempo para desviar la mirada y evaluar también el universo que bulle alrededor? A menudo, lo que marca la diferencia entre una mirada conservadora y una revolucionaria es una corrección del ángulo visual.
Soledad corrige nuestra visión en algunas cuestiones puntuales. Por ejemplo, en las confusiones que devienen de leer a Lugones sin estar familiarizado con los contenidos de la teosofía. Pero, a mi juicio, sus provocaciones más grandes pasan por otro lado. Cuando subraya que los textos literarios y de divulgación científica convivían en el marco de los medios de prensa, codeándose con las noticias, hace algo más subversivo que reflejar un dato histórico: desnuda un modo de funcionamiento y circulación de la literatura opuesto al del presente.
Porque las ficciones de entonces no sólo compartían espacio físico con aquello que había que saber para estar en sincro con el mundo. También se dejaban permear por la información nueva, porque era impensable ser escritor sin estar abierto a la experiencia, sin saber qué ocurre, sin estar al tanto de las corrientes de pensamiento y sin participar de los debates y las batallas de la era. Y esto no significaba, por cierto, la obligación de convertirse en un escritor realista, de quedarse encadenado a lo posible. Si algo prueba el libro de Soledad, es que la sintonía que escritores como Quiroga y Lugones sentían con su tiempo los empujaba, por el contrario, a patear las fronteras de los géneros y avanzar sobre el territorio de lo improbable.
Tiempo más tarde, a décadas del cierre del siglo XX, ocurrió un accidente. En una placa de Petri se mezclaron dos componentes insospechados —el miedo que inoculó la dictadura y una lectura daltónica de Borges— y se generó una reacción química de la cual resultó un monstruo: una generación literaria para la cual no existía ninguna realidad más allá del estilo, y que dio lugar a las ficciones más reaccionarias que haya conocido este arte que, en la Argentina, había tendido siempre a cuestionarlo —y cuestionarse— todo. Gente (no les digo pueblo, porque eso los ofendería más que el calificativo de reaccionarios) que se tomó literalmente eso de que el universo podía ser una biblioteca, porque las bibliotecas son más seguras que la calle y tienen la ventaja adicional de ser Negro Free, zona libre de morochos. Por supuesto, los Micky Vainilla de la literatura argentina suelen pretenderse de izquierda porque eso te permite ser contestatario —que es cool, garpa siempre— y antipopular al mismo tiempo.
Lo que Soledad hace con sagacidad es eludir a los personajes que podrían ser obvios (Walsh y Urondo, por ejemplo) e irse hasta los albores del siglo XX para probar que la cosa no pasa por nuestro Batman versus Superman original: Escritor Militante versus Escritor Exquisito, sino que es mucho más amplia y más rica. Yo diría: Escritor En El Mundo versus Escritor Solipsista. Porque el momento de la creación es solitario siempre y expresa una experiencia única; pero la obra resuena y se vuelve trascendente sólo cuando, como dice Soledad, toca las cuerdas de una experiencia colectiva.
Ni la literatura ni los escritores somos «una esfera aislada del resto de lo social». Todo lo relevante que produjeron Lugones y Quiroga es inseparable de su experiencia vital, de la estructura de su sentir. Para ellos la literatura no era un fin en sí mismo, sino un instrumento maravilloso con el que podíamos investigar, medir, explorar y producir algo que, por cierto, era más importante que la literatura misma. Soledad recuerda a las sociedades con ínfulas científicas que, a fines del siglo XIX, estaban interesadas en el magnetismo y las radiaciones, las energías invisibles que —eso esperaban— explicarían algo esencial de nuestra humanidad. Cuando funciona bien (esto es: cuando está en manos de escritores que no están exiliados dentro de su cabeza, sino que viven en el mundo), la literatura es ese aparato que soñaban inventar. Una invención que logra fotografiar no los fantasmas de los muertos, sino de los vivos.
La medida final de un ensayo es su relevancia actual, el prisma que aporta para ayudar a interpretar el presente. El libro de Soledad Quereilhac llena un vacío en el corpus de los estudios que iluminan los porqués de la literatura argentina; pero, aun cuando parece concentrarse en escritores remotos e incluso olvidados, como Atilio Chiappori, construye sentidos para analizar nuestra cultura de hoy y problematizar el mañana. Es un instrumento que nos reconecta con tradiciones literarias que siguen latiendo; que inspira a transformar nuevamente la idea de lo posible, a recrear aquel tiempo de entresiglos donde existía «un mirada a futuro, utópica», mojándole la oreja a nuestro presente incierto; y que sostiene, sin nombrarla, la experiencia de las nuevas generaciones de escritores. Por fortuna, las escritoras y escritores jóvenes de este país cada vez escriben menos desde el bunker y más desde la intemperie; menos desde el egoísmo y más desde la empatía y la curiosidad por los otros.
Uno de los hallazgos de libro de Soledad es la glosa de un almanaque de Caras y Caretas del año 1900, dedicado a las conjeturas sobre el futuro. Allí, en medio de esperadas transformaciones sociales como «el movimiento mujeril o feminista», figura el catálogo de una librería del año 3000, cuyo título parece sacado de una canción del Indio Solari: El Sport Ultra-Intelectual, Librería Poli-tipo-foto-zinco-calco-tele-fonografía H2O (Buenos Aires-Tierra). Como parte de su catálogo se ofrecen «blasfemias sueltas», entre las cuales estas páginas no desentonarían. Pero tampoco me cuesta imaginar entre sus anaqueles virtuales un libro que retome el desafío que hoy lanza Soledad con el suyo. Y que analice la literatura de nuestro siglo XXI, bajo el título Cuando la Argentina despertaba la imaginación de los escritores. Si está tan bien escrito y es tan rico como el de Soledad, los lectores del futuro quedarán satisfechos.