La permanencia por espacio de doce años (hasta ahora) en escena de La omisión de la familia Coleman es ya, de por sí, un dato harto relevante en el contexto de una cartelera donde las obras ascienden, destellan y caen como una constelación de estrellas fugaces. Por ello se puede pensar que, a despecho de actuaciones irreprochables, un libreto excelente y un juego de réplicas y contrarréplicas que tiene un ritmo que parece manejado con metrónomo, es posible que haya algo más que explique la fecunda subsistencia de La omisión… sobre la escena nacional. Y tal vez este plus pueda hallarse en la celebérrima sentencia con la que Tolstoi da comienzo a su magistral Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.” Y agrega: “En casa de los Oblonsky todo andaba trastrocado.” Tal es exactamente lo mismo que se puede decir de la casa de los Coleman: todo anda trastrocado, la excepción se erige en norma y pareciera ser que cada uno de los integrantes de la familia encarna a un rey Midas a la inversa: todo cuanto toca se degrada: amor, erotismo, diálogos, tareas domésticas o meros intercambios informativos. En el seno de este cuadro de situación, el transcurso en escena de la obra está escandido por las risas del público, lo que puede parecer, a primera vista, un oxímoron monumental o un malentendido monstruoso. Y, sin embargo, no es así, y en esto consiste uno de los mayores logros de Claudio Tolcachir: haber elevado un drama de proporciones considerables a la categoría de grotesco: un género caro a la sensibilidad de los argentinos (en medio de una realidad que suele ser grotesca), un género amplia y ricamente transitado por la dramaturgia vernácula (basta revisitar la obra de Armando Discépolo) y, por fin, un género de una delicadeza proverbial ya que consiste en caminar sobre el delgado hilo que separa la tragedia de la sátira; Tolcachir camina por ese desfiladero con inequívoca autoridad.
En un poema de perdurable memoria, el poeta Jorge Guillén dictamina: “Amigos. Nadie más. El resto es selva.” Es un verso que parece escrito para ilustrar el núcleo sobre el que se repliega la familia Coleman: en esa abigarrada selva de desplazamientos, aberraciones y disparates se pierde cada uno de sus integrantes, y no precisamente a la sabia manera en que recomienda la filosofía oriental o la poesía mística: tener el valor de perderse (en el amor, en la entrega, en la trascendencia hacia el otro) para encontrarse, sino que se pierden irremediablemente: sin huella para seguir ni sendero para retomar.
Ya desde el titulo, la obra plantea su paradoja y su misterio.
Si entendemos por familia la definición clásica –“Conjunto de ascendientes, descendientes y demás personas relacionadas entre sí por parentesco de sangre o legal”-, la obra presenta a los Coleman como una familia “normal”, tal como la define Meme, la madre.
En la primera escena, una mujer y un muchacho discuten sobre quién de los dos tiene que preparar el desayuno; están sentados en un sillón, ella en piyama se le tira encima y le hace cosquillas mientras él se mantiene reticente. Se deduce que son una pareja que acaba de levantarse. En realidad, estas dos personas son madre e hijo, duermen juntos desde siempre, porque según Meme, en la casa faltaba una cama. No es casual, entonces que este hijo, Marito, sea el depositario de la locura de esta familia constituida además, por otros tres hijos -dos mujeres y un varón-, todos de distintos padres, de los cuales nada se sabe, y la abuela materna, que será quien aglutina al grupo, ya que les brinda la casa y algo de amor y coherencia.
Meme encaja en la definición de “loca linda”: irresponsable, inmadura narcisista, no puede ni quiere hacerse cargo de nada, y por otro lado, así está muy bien, ya que según ella son “una familia normal”. Desde el punto de vista psicoanalítico sería un “alma bella”, Sigmund Freud define de esta manera a un tipo de histeria: “La histérica se muestra cómo víctima de aquello que proyecta y provoca, se caracteriza por ser irresponsable, proyecta su propio orden, su sistema de valores sobre el mundo, su sentido de supuesta bonhomía la guía para tener una imagen de sí misma como buena, como si se tratara de una bella persona cuando solo es un regodeo narcisista.” Meme dirá, por ejemplo, “que ha traído hijos al mundo, aunque no quería tenerlos, pero así le sucedió.”
Por lo tanto, la obra va mostrando el sufrimiento de estos seres, que han crecido sin orden sin ley, sin límites, los dos mayores: el varón adicto a las drogas y el alcohol y la mujer, casada e independizada del grupo, tiene conductas rayanas en la promiscuidad. La menor de las mujeres es la única que intenta trabajar tratando de sostener al grupo, se la ve siempre tensa, atormentada, y Marito, en su ruptura con la realidad, transita por el borde, sin poder hacer pie, atrapado en un vínculo con esta madre que lo tiene capturado en su lecho, condenándolo a la psicosis.
Él expresa todo el tiempo su negativismo y tiene una construcción delirante respecto a los dos hijitos de su hermana a los cuales llama “enanos deformes” y la acusa a ella de ser una mala madre que no ve a sus hijos.
En realidad, el joven proyecta en esta hermana su propio drama en tanto que es él quien no es visto como hijo, allí no hubo un Padre, la Ley, un tercero que efectuara el corte necesario y lo rescatara de una mujer incapaz de sostenerlo con su mirada y verlo como quien es, su hijo; por el contrario lo deja en el lecho a su lado, lo mantiene atrapado en la diada inicial sin posibilidad de salida, el costo es la enajenación y la muerte psíquica de Marito, Este personaje es el analizador de toda la Obra, todo podría resumirse en él, que finalmente será segregado, excluido y condenado a morir.
La obra impacta y golpea con crudeza cuando va mostrando, casi como natural, lo incestuoso de este vinculo, dejando al espectador en un lugar difícil de sostener.
Cuando muere la abuela, cada
uno trata de salvar su propio pellejo; pero sin roles claros, sin jerarquías, sin orden, el amor no puede fluir.
Parecería que el título de la obra alude a esta omisión: una familia disfuncional que no ha llegado a constituirse como tal. Marito, que es el más vulnerable, es abandonado a su suerte, depositario de la locura del grupo y enfermo de leucemia.
Por fin, y para retornar al planteo inicial, esta obra plantea el interrogante de si la locura y lo caótico, la falta de ley impide que los lazos de sangre sean suficientes para definir a una familia.
Es un texto que jamás deja de inquietar al espectador, todo está allí jugándose, con una aparente liviandad, mostrando un trasfondo dramático, que queda expresado en la última escena con el abandono de Marito: dejado en la sala del hospital sin que nadie de los Coleman se ocupe de él.
La omisión de la familia Coleman escrita y dirigida por Claudio Tolcachir, sala Pablo Picasso del Paseo la Plaza
Actores: Diego Faturos, Fernando Sala, Gonzalo Ruiz, Tamara Kiper, Miriam Odorico, Araceli Dvoskin, Inda Lavalle, Jorge Castaño
Dirección: Claudio Tolcachir