Hay libros que son como los dientes: si faltan, se nota; todos deberían tenerlos –y leerlos–. Hay otros que son como una muela picada: incómodos, dolorosos, insoportables, dignos de ser arrancados de las encías literarias. Y hay algunos pocos que son como un diente flojo: uno los mueve con la lengua de un lado a otro y en cada tirón se sufre un poco; sin embargo, es imposible dejar de sacudirlos hasta que por fin se caen. No importa el dolor, porque hay un placer indiscutiblemente masoquista en el noble acto de arrancarse una pieza dental a lengüetazos. Así, exactamente así, es Que de lejos parecen moscas, la novela con la que Kike Ferrari ganó en 2012 el premio Silverio Cañada en la Semana Negra de Gijón y que hoy Código Negro reedita para el público argentino.
En un esfuerzo de sutileza, diré que el señor Machi, protagonista indiscutido de la novela, es un hijo de puta –si tratase de ser explícito, antepondría a mi epíteto la palabra reverendo, pero creo que a esta historia no le cabe lo religioso–. Sumándose a la sabiduría popular, uno tiene claro que un empresario vendería hasta a su vieja, pero que además tenga el irrefrenable deseo de arruinar, humillar, corromper y abusar de cuanto ser humano se cruce en su camino, eso nos lleva a una nueva categoría: perversión pura y dura, pero aceptada socialmente. Ya se sabe: la ley de gallinero funciona no porque sea buena, sino porque cuando queremos, podemos ser muy malos.
El problema del señor Machi es sencillo: un día como cualquier otro, descubre que alguien dejó caer un cadáver en el baúl de su auto. De ahí en adelante, Ferrari se convierte en una frenética Sherezade en sus mil y una noches bonaerenses, insertando relatos en perfecta sincronía con la trama central: las historias de aquellas personas que, por uno u otro motivo, odian a Machi y podrían haberle jugado tan sucio como él lo hizo con ellos. El problema, claro, es que son unos cuantos. Muchos. Demasiados.
La tensión nunca decae: el relato atrapa aunque haya que leerlo con los dientes apretados, tomando aire para pasar la pestilencia y con la desesperación del que quiere que la cosa termine pero que también que siga para ver hasta donde se atreverá a llegar el bueno de Machi y con él, nosotros, pobres lectores.
Ferrari echa por tierra la primera norma de cualquier manual de escritura: su protagonista y casi la totalidad de los personajes no despiertan ningún tipo de empatía. Por el contrario, detestamos a Machi, detestamos a sus enemigos, detestamos a su familia, detestamos su mundo y hasta puede que su universo de trepadores que detentan el poder haciendo que su prójimo, por distintas y temibles razones, vivan sus miserables existencias siempre de rodillas. Y, aunque la historia se sitúa en un momento determinado de nuestra historia reciente, me niego al reduccionismo de pensar que este relato es solo el reflejo de una época; es sabido que, aunque determinados sistemas los promuevan y exalten, malos bichos han existido y existirán cada vez que alguien detente el poder.
En la línea del policial francés más duro, Que de lejos parecen moscas es un libro extraño: se lo recomendaría con igual entusiasmo a mi mejor amigo y a mi peor enemigo. Porque, si la novela de Ferrari es como un diente flojo que no podemos dejar de mover, lo más probable es que cuando terminemos, nuestra sonrisa ya no sea la misma. En todo caso, nuestro rostro habrá quedado un poco más en consonancia con la realidad que nos ha tocado en suerte.
Todo un logro, me parece.
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