Por la noche, a un hombre lo acosa un dolor: prolongado en el tiempo, sostenido en la intensidad, situado en el difuso límite entre la tolerancia y la desesperación; un dolor de muelas, digamos. Sabe (por dolorosa experiencia) que sólo cabe aguardar que el cansancio se imponga al padecimiento y lo venza el sueño; para que tal milagro suceda intuye que faltan horas: dos, tres, acaso hasta que despunte el alba, acaso más. Sabe (por gozosa experiencia) que sólo el placer físico puede obliterar, por espacio de una provisoria eternidad, el dolor, pero está solo en la cama. Hay un punto de la encía que le late como un pequeño corazón, el latido se extiende por la boca, reverbera en los labios, abrasa la saliva, busca morada en cada habitación del cuerpo como si fuese un huésped bienvenido y al cabo todo –lámpara, ventana, cuarto, noche- es una aguja de hielo que horada un punto de la encía. Sabe (por reiterada experiencia) que todos los movimientos tendientes a morigerar el dolor resultarán vanos: cambiar de posición, doblar la almohada, ahuecar las manos sobre la mejilla, enjuagarse la boca, maldecir. Se siente maniatado por un dolor que lo crispa –esta crispación es contingente- y que lo ofende –tal ofensa resulta sustancial-; no hay hombre que no se sienta menoscabado por el dolor físico: nos abandona a la condición humana, nos revela que somos menos aún de lo que solemos ser. Sabe (por inconfesa experiencia) que no es aconsejable internarse en especulación alguna en medio de la ofuscación y el padecimiento, pero de algún modo debe distraer el insomnio, de algún modo debe neutralizar el dolor. Vedado el goce físico, diferido el alivio, comienza a pensar en otro hombre. Ese otro hombre lo ha humillado, es acreedor o moroso, ha traicionado su confianza, ha transgredido códigos comunes; las variables son –como suelen ser- infinitas. Reconstruye, como si se tratara de un rompecabezas laboriosamente imaginado para desafiar la pericia del jugador, cada una de las fases de la humillación sufrida a manos del otro hombre. Recuerda una remota comunicación telefónica en la que lo amenazó veladamente. Rememora un encuentro en el que lo zamarreó ligeramente, tomándolo de las solapas. Reactualiza otra comunicación telefónica en la que fue amenazado de modo manifiesto. El dolor subsiste, pero asordinado, como si el penoso trabajo de la memoria lo fuera desplazando a una zona donde no pasara de ser una molestia. En cada una de las escenas que reaviva, los grados de la ofensa son diversos –y, por lo general, progresivos, como suelen ser-, pero su propia actitud es inmutable: el gesto es de sumisión, de contenido espanto, de muda aceptación. Piensa que es un escándalo. Resuelve que es un escándalo. Arguye –con íntima vergüenza, ecuánime, repuesto- que la obligación de todo hombre es defender un básico decoro, salvaguardar una mínima dignidad. Si las variables de la ofensa son, como suelen ser, infinitas, el modo de restituir su honor no puede ser sino excluyente. Sería absurdo –piensa- llamar por teléfono al otro hombre e increparlo –advierte que la claridad del alba todavía no se revela por entre las celosías de la persiana-, comportaría una anacrónica vindicación ir a su encuentro e insultarlo –el destiempo es una de las formas del ridículo-; la respuesta debe comportar y trascender el cúmulo de vejaciones que la impulsan y la justifican. Y debe resultar definitiva. Ya el dolor es intermitente, y son más los momentos en que desaparece que en los que se agudiza. Cuando la madera terciada de las persianas comienza a iluminarse con reflejos dorados –desvaídos aún, pero inconfundibles-, decide que la única manera de abolir el oprobio es matar al otro hombre. Y asume que la decisión debe ser improrrogable. Pondera ambas inferencias como el fruto acendrado de una irrefutable lucidez. Sabe (con renovada certidumbre) que un revólver lo aguarda dormido en un cajón del ropero. Repasa mentalmente el itinerario que suele cubrir Oliva –tal el apellido del otro hombre- en el curso de una jornada habitual: permanece en el estudio jurídico de ocho y media a doce y media, se toma una hora para almorzar en un restaurante cercano, vuelve, trabaja hasta las siete de la tarde, estaciona el auto a dos cuadras de su casa, retorna caminando. Ese es el momento adecuado, piensa. Sabe (con dichosa certidumbre) que no puede permitirse el error, fallar supondría someterse a una existencia signada por la humillación. El dolor, por fin, ha desaparecido por completo, pero ya no piensa –no puede pensar- en dormir. La luz golpea de pleno contra las celosías de la persiana. El insomnio, concluye, no ha sido tan largo; el dolor, reflexiona, no se ha revelado tan intenso. Sabe (con prístina certidumbre) que el ultraje ha comenzado a lavarse a partir de la decisión tomada, para que la higiene complete su eficacia sólo resta ejecutarla. Se afeita con placidez, se baña, se viste, repasa con una gamuza el brillo de los zapatos. Desayuna frugalmente y enciende el primer cigarrillo del día. Sabe (con turbia certidumbre) que un solo juez –y sólo uno- podría entender cabalmente las razones de su acto, y aun ése no dudará en condenarlo. Se resigna de antemano. Transpone el umbral en busca de Oliva.
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A un hombre –su apellido es Oliva, podría ser otro, y en cualquier caso sus circunstancias no se alterarían sustancialmente- lo asedia, en la soledad de la noche, un agudo dolor en el pecho. Piensa, con previsible indulgencia, que no ha de ser otra cosa que una distensión muscular, las secuelas de un esfuerzo olvidado, el resultado de un movimiento falso; en suma, esas inexplicables disfunciones que el cuerpo pone de relieve para recordar su secreta soberanía. Pero el dolor persiste. Los sucesivos cambios de posición no lo atenúan, y, al cabo, trabajosamente, Oliva alarga el brazo para encender la luz del velador y se sienta en la cama. Advierte –con un recelo que todavía no se constituye en pavor- que la consumación de cada gesto (extender el brazo, incorporarse, doblar la almohada sobre el respaldo de la cama) amenaza con astillarle el pecho, partirlo como el carozo reseco de una fruta. Toma un semanario ilustrado de la mesa de noche y lo hojea, pero cuando quiere detenerse sobre una línea la opresión lo desconcierta. A los pocos minutos, el dolor parece alcanzar una cumbre de intensidad exquisita: lo estremece, y la revista se le cae de las manos. Oliva trata de no dejarse ganar por la desesperación. Conoce algunas prácticas elementales de la medicina tradicional. Se coloca en posición horizontal, intenta relajarse y con ambas manos masajea la zona del pecho donde presumiblemente se ubica el corazón. Un estremecimiento involuntario le indica que el dolor, lejos de mitigarse, recién ha comenzado su trabajo. No tiene ningún espejo a su alcance, pero sabe que su cara se ha deformado en un rictus. Infiere que es el momento de echar mano a tantos años dedicados al estudio de la filosofía india; y recuerda, como en una ráfaga, un estribillo en el que deposita lo que le resta de esperanza: sarvam dukham, sarvam anityam; y entiende, como en un destello, que si todo es doloroso el consuelo consiste en que también es transitorio. Intenta una ekagrata eligiendo como punto de partida y concentración el resplandor del alumbrado público que se cuela por las celosías de las persianas. La luz artificial le recuerda –no puede dejar de recordarle- que acaso mañana no alcance a ver la luz del día. Lo ofusca la certidumbre de la muerte. La espada que le abre el pecho en canal lo desbarata. Tres veces reinicia el ejercicio, tres veces lo abandona, resignado. Lo propio le ocurre con el pranayama: el dolor que le taladra el pecho y la respiración que pretende regular no se compadecen. Piensa, más abatido que desesperado: “Soy de esta tierra, soy incapaz de trascendencia alguna.” Pero bien pronto el extravío le gana a la consolación por la filosofía. Arruga las sábanas con la mano izquierda, con la derecha estrella la revista contra la pared, queda doblado de dolor, tembloroso, balbuceante. No piensa en tardes felices ni en noches desdichadas, no piensa en sueños de infancia ni en pesadillas de adolescencia, no piensa en caricias olvidadas ni en mujeres memorables. Inmóvil sobre la cama, impedido, desnudo, piensa –de modo inopinado, absurdo en apariencia- en Aníbal Arredondo. Admite que para ser un recuerdo postrero no reviste dignidad, porque él, Oliva, odia minuciosamente a Arredondo. Lo descompone en escenas como si –se dice- tratara de recomponer un puzzle de la iniquidad: Arredondo, pendular y obsecuente, firmando solicitadas en apoyo del Eje en mil novecientos cuarenta y tres, y participando en actos a favor de los republicanos durante la década del sesenta; Arredondo, impermeable y sinuoso, casándose por fin con Dora Scheffer en el mes de marzo de mil novecientos sesenta y siete; Arredondo, elemental y exiguo, recibiendo el premio a la trayectoria otorgado por la Secretaría de Cultura; Arredondo, epónimo y ubicuo, nombrado director de la Biblioteca Nacional. El tigre vuelve a rasgar el pecho de un zarpazo y Oliva descubre su mano crispada sobre el respaldo de bronce de la cama. A la crispación se le suma la furia, la furia es uno de los nombres de lo inexplicable: ¿cómo puede ser –se interroga, y es una pregunta vana, que nace sabiendo su imposible satisfacción- que yo me esté muriendo y Arredondo viva? Porque Oliva sabe –ya sabe- que se está muriendo, y se incorpora en la cama con un esfuerzo que lo desarticula para atisbar el primer sol que se cuela por las celosías de las persianas, y piensa que a esa hora Arredondo aún duerme el sueño plácido de los impostores (en la cálida compañía de Dora Scheffer, a quien los años la han nimbado de una dorada plenitud otoñal), y sospecha que al último zarpazo le va a suceder una opresión cerrada, y será grotesco el espectáculo de una boca agónicamente abierta por donde no entrará el aire sino la muerte. Quisiera acercarse a su biblioteca –una biblioteca vasta, desordenada, ecléctica-, pero en esas condiciones el trayecto a cubrir –no más de veinte metros- resulta impracticable. Baja mentalmente algunos volúmenes de los estantes: la edición del Urfaust, copia del original publicado en 1887 (un texto que la crítica pondera vacilante, fragmentario, pero que para Oliva supera con holgura a la obra pretendidamente maestra, pero soporífera, del Goethe maduro), el Fausto de Marlowe prologado por Victor Hugo hijo, La pérdida del reino con la generosa dedicatoria de José Bianco (“Para Reynaldo Oliva, modesta retribución a sus admirables ensayos. José Bianco, 1972”), hasta que halla –pues qué duda cabe que es un hallazgo: impensado, dichoso, providencial- el Compendium maleficorum, de Guazzo, fechado en Milán, 1608. Lo recuerda como si lo tuviera entre las manos. Allí Guazzo refiere las fuerzas mágicas que se encadenan para transferir la enfermedad a otra persona: desde lanzar una flecha envenenada en dirección a la casa del enemigo hasta derretir un corazón de cera, pasando por el expediente tradicional de atravesar una figura con alfileres. Con las fuerzas que le restan, Oliva abre el cajón de su mesa de noche, saca un trozo de cera sólida, procede –con manos torpes, temblorosas- a modelar un corazón. Para que la práctica sea efectiva, la persona contra la cual se dirige también debe creer. Y Arredondo –a Oliva le consta- cree.
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En medio del estrépito de vajilla que ofende el silencio de la noche como una música indecorosa, el hombre recuerda el endeble pronóstico del psiquiatra al que acude una vez por semana: “Quédese tranquilo, Hausen –le ha dicho el psiquiatra en un aparte, hace más de dos meses-, el dolor psíquico se puede controlar hasta, en ocasiones, hacerlo desaparecer; todo consiste en dar con la medicación apropiada; una dinámica de ensayo y error, Hausen.” Pero –piensa- el campo sobre el que se despliega el ensayo y el error es el cuerpo de Celia, el laboratorio donde se destilan la ambrosía del acierto y el acíbar de la defección es la psique de Celia; un cuerpo desmedrado, una psique defoliada. Hausen no necesita levantarse de la cama para saber que Celia está en la cocina: devastando la alacena, desventrando los cajones, desacomodando las hornallas; porque esta noche –que puede ser cualquiera: la noche anterior, la noche siguiente o ésta- Celia ha concluido que “él” está en la cocina: “él” la observa, la vigila, la acecha; una presencia innominada que se configura bajo la forma de la alucinación y que hoy se ha constituido en la cocina. “Imagínese, Hausen –le dijo, didáctico, el psiquiatra en la segunda consulta, hace cuatro meses-, y se lo explico de esta manera porque es la más fácil de entender, un mecanismo tan delicado como un circuito electrónico en el que empezaran a interferir señales ajenas a su funcionamiento… Ahora sólo es preciso dar con la medicación adecuada, Hausen.” Se levanta de la cama con un cansancio que acumula innumerables noches de sobresalto; “él” –esa forma de la nada que abarca todo- ha estado, en noches sucesivas, en el fondo del ropero, debajo de la cama, entre los pliegues del vestido de color tostado, sobre un ángulo insidioso del cielorraso, amurallado tras los almohadones del sofá de la sala, contemplando el infierno doméstico desde el estante más alto de la biblioteca, disimulado sobre el fondo terracota de las macetas del balcón francés, visible a una sola mirada, cautivo de una exquisita enajenación. Se para debajo del vano de la puerta, comprende que la reiteración del horror no le otorga el alivio de la costumbre. Celia lo ve y al tiempo que blande un tenedor le grita: “¡Es ‘él’, Rodolfo, es ‘él’!”, y señala con el tenedor en dirección al fondo de la alacena. “¡Matálo, Rodolfo, matálo porque me está volviendo loca! ¡Matálo!”, exige Celia. Los añicos de los platos se confunden con el dibujo de los mosaicos, hay dos cuchillos hundidos contra un trapo de rejilla, los fragmentos de loza están adheridos a los pies sangrantes de Celia. “Dejáme a mí –dice Hausen y se acerca-, dejáme a mí que vos ya estás muy cansada…”. Le rodea la cintura, apoya el antebrazo sobre sus piernas, la alza, la conduce a la cama. “Me estaba esperando en la cocina, ¿te das cuenta, Rodolfo?” Hausen vuelve del baño con un pan de algodón y un frasco de alcohol. “Claro que sí”, murmura Hausen. La contempla mientras le limpia la sangre de los pies: el pelo es un torbellino ceniciento que cae sobre los ojos afiebrados, el camisón de tela ligera apenas alcanza a disimular la descarnada precariedad del cuerpo, las manos temblorosas parecen entregadas a una labor frenética. “Pasa, sucede, Hausen, no le quiero mentir –se sinceró el psiquiatra hace seis meses-, no tiene una explicación precisa y recortada. Lo importante es acertar con la medicación.” Se incorpora de un salto, con una fuerza inusitada, a punto tal que el algodón sale disparado de las manos de Hausen y el alcohol se derrama por el piso del dormitorio: “¡Ahí está, Rodolfo, ahí está!” –grita febril, inapelable, ausente-, y señala una puerta entornada del ropero. Hausen se sobresalta, se acerca al ropero y mima los gestos de una batalla inútil, perdida de antemano: las manos golpean vestidos y trajes, impermeables, sobretodos y camisas, arañan el aire, se abaten contra el sólido vacío. Queda exánime, más aún que si hubiera peleado contra una presencia tangible. Los ojos de Celia están fijos en el cielorraso como si leyeran un mensaje cifrado en las molduras. Hausen se encamina lentamente hacia la cocina, patea con violencia los fragmentos de loza que le anudan el paso, se apoya sobre la mesada y llora: por Celia, por el sol que comienza a asomar, por él mismo, por ese ejército de sombra y humo que alimenta la boca del insomnio, por motivos precisos y por otros que apenas adivina. Sabe –como se saben estas cosas- que sólo resta un gesto. Regresa al dormitorio, Celia continúa rígida y ajena, Hausen arroja un fósforo encendido sobre el alcohol derramado, cubre el cuerpo de Celia como si fueran a hacer el amor. Amanece.