-1-

Preguntó por el Capitán Alarcón. Los soldados de la Policía Militar, parroquianos del boliche, le dijeron que los tenía que acompañar a la Comandancia. Se dio cuenta que algo había fallado. Caminaban a paso vivo, y le comentaron rápidamente que el capitán Alarcón estaba siendo indagado por un delito y que, por estar la Fuerza en alerta amarillo por el conflicto con Chile, podía terminar ante una Corte Marcial.

No imaginó quien podría haber sido el delator, pero él ya se veía descubierto. “Sombra” – pensó – “se terminó para vos. Ni Dazik te va a sacar de ésta, aunque ponga a alguien para defenderte.”

Todo había terminado. No iba a salir bien de este embrollo.

No conoció nunca nombre de pila, ni supo si lo tenía. Lo llamaban Sombra, por lo oscuro de su piel. Era el menor de ocho, hijo de chilenos forzados a emigrar por causa de Pinochet. Allá por el setenta y cuatro se asentaron en una villa miseria en Bariloche, una callampa la llamaban ellos. No fue a la escuela, pero aprendió rápido a leer y escribir tres años atrás, cuando cumplió los once al poco de llegar, y se conchabó en un bar del centro como peón de limpieza. Le enseñó Dazik, el dueño del boliche, que observando su empeño se encariñó con él y, en julio del setenta y siete, lo puso de mozo.

Dazik había logrado escapar de la Croacia de los “ustashas” en el cuarenta, el primer año de la Segunda Guerra Mundial. Mientras trabajaba en el puerto de Rosario como estibador, aprendió el castellano a los tumbos. Un golpe de suerte le trajo la oportunidad que ansiaba para mudarse al sur.

Fue gracias a aquel capataz, croata como él y matón del dock, que lo llevó como chofer para acarrear una carga que quedó mostrenca cuando su paisano cayó muerto en medio del robo. Le falló el corazón, Dazik quiso creer, pero tuvo el tiempo de descolgar unas pinturas que debían ser importantes, y cargarlas en su pick-up. A Dazik no le decían nada, pero sabía la dirección en dónde había que entregarlas.

Llegó a una casa paqueta. El portón del garaje se abrió apenas estacionó y, desde allí, un hombre le hizo señas que entrara la pick-up. En su mano sostenía con una pistola pequeña. Al cerrar el portón, y apuntándole, el hombre le preguntó por los cuadros y donde estaba el gringo al que se los había encargado. Dazik le dijo que habían tenido problemas. Cuando iba a explicárselos, entró al garaje un chico rubio, de unos siete años.

-Vení, Juani – le dijo el hombre, – ayudame a bajar estos cuadros.

Dazik le dio una mano al pibe, mientras el hombre revisaba cada pintura cuando se la alcanzaban, sin dejar de apuntarle. Cuando terminaron, Dazik pudo relatarle lo que había pasado. Sólo entonces bajo el arma y le dijo que él se ocuparía. Al pagarle, le dijo, –Parecés un buen tipo. Tomaste una decisión rápida y correcta. Te pago todo lo que arreglé con tu paisano, y hacé lo que quieras con la plata, pero me voy a asegurar que te vayas lejos de aquí.

– Hoy viajo para Bariloche. Ya lo tenía arreglado.

– ¡Mirá vos! Bueno, mandame una carta y contame como te instalaste. Igual lo voy a saber, y mejor que me lo cuentes vos. Si no la recibo es que te portaste mal, y ya no vas a poder contar nada más a nadie. ¿Entendiste?

Esa misma noche se subió al tren. Al poco tiempo de estar en Bariloche, abrió un café-restaurante con vivienda frente al Lago López.

-2-

– Sombra – le dijo – no te olvides de limpiar debajo del mostrador, y tené cuidado con las botellas.

– Patrón, ¿le puedo preguntar algo?- contestó el muchachito, desde allí abajo. Y sin esperar respuesta, afirmó – La guerra es fea, ¿verdad, patrón?

Dazik se estremeció ante lo imprevisto de la frase, y los recuerdos se agolparon en su cabeza. Sombra se asomó, pero Dazik se había dado vuelta acomodando unos vasos contra el espejo. Habló, como ignorándolo.

– Cuando estás escapando de la guerra, las cosas que te pasan no son lindas ni feas, ni buenas ni malas. Hacés lo que tenés que hacer. Se vive o se muere. Si vivís, es que lo hiciste bien y tuviste suerte. Yo viví.

– ¿Sabe, patrón?, el diario y la tele dicen que vamos a tener guerra con Chile. ¿Será cierto?

– No hablés pavadas, querés.

Ya tenía casi catorce, y las palabras de Dazik no le dejaron duda. Las guerras eran feas.

El día siguiente, cuando terminó el turno del almuerzo, fue hasta la Terminal y tomó un colectivo que pasaba por la puerta del Regimiento de Montaña. Bajó antes de llegar al portón del cuartel y se quedó sentado, al costado de la ruta, mirándolo. El movimiento era incesante. Entraban y salían camiones transportando soldados y pertrechos.

Después de un buen rato, regresó a Bariloche y se bajó en la puerta del boliche.

– Patrón, vengo del cuartel, y en la ruta los camiones con milicos van y vienen. Se les nota los nervios. La guerra se viene nomás ¿No podemos prendernos en algo? Necesitan comida, patrón. Usted conoce gente ¿Por qué no se la vendemos nosotros?

Dazik quedó apabullado. ¿Sería posible, tan pendejo? Pero, pensó, con lo que se leía en los diarios y se veía en la televisión en esos momentos, era normal especular con todo. Ël ya lo había vivido, y no había sido ningún santo. Para nada.

– Mirá, Sombra, tengo que arreglarlo con Alarcón, el capitán de Intendencia. Vos lo conocés, es el que siempre se sienta en la mesa cuatro y pide vodka con hielo. Maneja las compras. Cuando venga, hablo con él.

Todo fue demasiado rápido para Sombra.

A la semana siguiente el gringo le dijo que iba a proveer al Regimiento de Montaña de chocolate en polvo y leche condensada en lata. Cuando el proveedor entregara y los camiones militares se cargaran, Sombra se encargaría de la estiba y el control. Dazik prometió darle mercadería para que la vendiera en los kioscos de Bariloche y se quedara con la plata. Saltaba de contento.

Llegó el día de la primera entrega. Dazik le entregó la boleta.

– Aquí tenés – le dijo – Cargá la mitad de lo que dice. Está arreglado con Alarcón. Vas al cuartel mañana a la tarde y te va a pagar el total.

En ese instante, Sombra entendió que la combinación entre Dazik y Alarcón no existía porque a él se le hubiera ocurrido. Venía de antes. Darse cuenta de esto lo asustó un poco, pero por otro lado, pensó, era mejor. El negocio ya funcionaba, y ahora él se llevaría algo.

Pero ahora estaba allí, en el cuartel, custodiado por dos Policías Militares, encarando para la Comandancia, y con el Capitán Alarcón preso.

Al pasar por el playón de estacionamiento vió en el piso como el ocaso alargaba sus sombras formando unas largas líneas que parecían perderse bajo los camiones. El Sombra deseó ser suplantado por la suya, y no entrar en ese edificio que se le acercaba como si se le fuera a derrumbar encima.

-3-

¡Mirá vos!, Sombra te llaman, ¿no? Resultaste ligero, chilote, ¿eh? – le dijo – Bueh, tenés suerte dos veces.

Sombra lo miraba con el uniforme y los galones de Coronel, y no podía creer lo que veía. Era Don Juan Ignacio, pero en el boliche siempre lo había visto vistiendo jeans, sweater de lana, saco de tweed y el poncho de vicuña, que lo envolvía. Así se presentaba todos los sábados al anochecer. Tomaba unos whiskies y jugaba al billar con Dazik, mientras conversaban en voz baja. Después subía a las piezas. Putañero, el tipo. Se iría de madrugada porque él, hasta el sábado siguiente, no lo volvía a ver. Para él era Don Juan Ignacio, un amigo de Dazik.

– ¿Por qué dos veces, querés saber? – dijo el Coronel – La primera, no va a haber guerra. Llegó un Cardenal que mandó el Santo Padre, y paró todo. ¡Que carucha, pibe! ¿Te arruinó el negocio? A nosotros más, pero en este país bendito siempre hay otra oportunidad. Además, te ahorraste que te tratemos como prisionero de guerra. ¡Catorce años, carajo, y ya andás en estos entreveros! Ya me contó Dazik que vas a ser bravo. ¿Querés preguntar algo, que me mirás así?

– Si, señor

– ¡Mi Coronel! En el boliche soy el Sr. Juan Ignacio, pero aquí “mi coronel”, ¿entendiste?

– Si, mi Coronel, ¿y cuál es la otra suerte?

– Vos trabajás para Dazik, y Dazik trabaja para mi, por lo que resulta que también sos mi empleado, y a mi gente yo la cuido. Dazik es confiable. Mi padre empezó en Rosario su pinacoteca, hace casi cuarenta años, y él tuvo mucho que ver con eso. Yo la engordo en cada destino que me toca. Buen tipo este gringo.

Sombra estaba aturdido. ¿Dazik, empleado del Coronel? ¿Que era una pinacoteca? Y al Capitán Alarcón ¿qué le habría pasado? Estaba cayendo en cuenta que el mundo era bastante más complicado que lo que el había visto en sus catorce años, recién cumplidos.

– Cabo, lleve a este muchachito hasta el bar del Sr. Dazik – ordenó el Coronel a su chofer, y después le dijo a Sombra, – La semana que viene, cuando termine del todo esta locura, te voy a mandar a buscar para hacer tu documento. Te voy a hacer argentino y vas a tener un nombre ¿Te gusta Juani? Así me llamaban a mi cuando era pibe. Vas a trabajar para mi. Vas a venir bien para agrandar la pinacoteca familiar. Decile a Dazik que después lo llamo. ¿Alguna otra pregunta?

-No, mi Coronel.

-Bien, Juani, ¡andando!

En el jeep, camino a Bariloche, Sombra, ¿Juani?, seguía preguntándose, “¿Qué será una pinacoteca?”

 

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

Artículos Relacionados