Sábado, nueve de la mañana. Por mi cabeza pasan imágenes cuando me siento a esperarla en una mesa junto a la ventana, en ese bar que ahora inunda a la esquina de Callao y Santa Fe con su olor a desayuno. La espero y dudo de que aparezca. Una duda a la que ella, tan mujer, me quiere acostumbrar.

Su tardanza me permite llenar el tiempo con este silencio vacío, de sábado tempranero, y me lleva a observar la realidad que se muestra tras la ventana. ¿Debo agradecérselo a ella? Las postales que se graban en mi retina tienen un reverso resbaloso. Quiero escribir en él con un imaginario lápiz sin punta entre mis dedos que deja surcos de grafía, sin palabras.

Serpentea un perro vagabundo entre las bolsas que los basureros no han recogido aún. Escapa de otro congénere que se le acerca por atrás. Le ladra y se va. “Se fue con culpa”, pienso. Regresa. Le ladra otra vez.

Estos dos perros me hacen pensar en ella, que se muestra ardiente hasta llegar al momento culminante. Allí ella se retrae, haciendo que las imágenes cambien por aquellas que hacen a mis ojos convertirse en una cámara cenital sobre mi romance inefable.

Ahora pasa un señor, pelado, bien vestido, diría emperifollado, con pantalón gris y blazer azul con botones dorados, un bastón antiguo, mocasines color suela con plumeritos, camisa mil rayas azules e infaltable pañuelo de seda, color bordó estampado con dibujos búlgaros, anudado al cuello. Tomándolo del brazo, más gastada que él, pero quizás más joven, va su compañera de tantos lustros, bien maquillada, vestida a la moda europea. Ambos caminan con dificultad. ¿De que hablarán durante los almuerzos?

Ya son las diez y media. La cita se derrite, como ya pasó tantas otras veces. Suena mi celular. Es ella. Me escribe “No llego. Te dejo plantado otra vez”. Le watsapeo una puteada. ¿Qué hago ahora?

Decido quedarme. La ventana me invita a mirar el deambular de esta fauna de barrio elegante. Pasa un extravagante personaje enfundado en una túnica naranja y sandalias. Transporta una bandeja con un vaso de carton y bollos. El vaso dice Starbucks. Tras él una pareja, punk o dark o no sé. Pienso que recién terminaron de quemarse los dedos con un porro. Mi imaginación la huele envuelta en olor a marihuana.  Se besan. Miro sus ojos. Los veo perdidos, no los de uno en los del otro sino en este cielo grisáceo de esta mañana que va hacia el mediodía.

Este sábado no pinta alegre para mí, en esta ciudad que se desparrama sobre la ribera del Río de la Plata. ¿Río de la Plata? ¿Por qué lo habrán nombrado así? No lo sé. La plata no está, ni nunca estuvo, y lo han invadido por un puerto al que llaman Madero. ¡¿Madero?!, si está lleno de cemento. Sé que señalaron a todas sus calles con nombres de mujeres.

Mujeres. Ya casi me había olvidado. ¡Carajo! otra vez pienso en ella, que algunas veces estuvo, pero hoy no está. La creí un puerto para mi corazón. Como las calles en ese Puerto Madero, tendrá nombre de mujer, pero es cemento.

Pago, salgo y camino. Hoy pienso caos. ¡Sábado de mierda!

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

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