Stieg Larsson nunca llegó a saberlo, pero las tres novelas que componen la saga Millennium lograron un éxito inusitado que hasta despertó los elogios del premio nobel Mario Vargas Llosa. Las claves del suceso.
Con Millennium, lo mejor es ir por partes: el primer tomo lo pedí prestado; el segundo, también. Compré el tercero: la persona que me prestó los dos anteriores había abandonado; muy truculento, me dijo.
Yo tuve estómago y hasta terminé disfrutándolo. También vi, con esa decepción que uno siente frente a las adaptaciones, las tres películas suecas protagonizadas con justeza por Michael Nyqvist y Noomi Rapace.
Como todos, me pregunto en qué reside el éxito de Stieg Larsson, un periodista de segunda línea que decidió convertirse en novelista con una pasión admirable. Algo que ver tendrá la necrofilia literaria: un escritor muerto a menudo escribe mejor que uno vivo, y Larsson tuvo la delicadeza de morirse ni bien entregó el manuscrito de su tercera novela. Jamás llegó a disfrutar del éxito mundial de la trilogía y hasta se comenta que tenía en mente escribir siete relatos más de la saga.
No sabe escribir, dijo Vargas Llosa, pero transmite el vértigo de la aventura. Como corresponde, también hizo referencia al personaje emblemático de la saga: Lisbeth Salander, hacker antisocial y carismático por quien el ahora premio Nobel parece sentir una admiración de viejo verde.
Los hombres que no amaban a las mujeres, la primera novela de la serie, funciona como un policial de enigma que le debe mucho a la industriosa Agatha Christie: una adolescente desaparece en una isla temporalmente incomunicada; treinta y seis años después, un pariente suyo, el acaudalado Henrik Vanger, decide contratar al periodista venido a menos Mikael Blomkvist para que intente descubrir la verdad. ¿Podrá hacerlo? Sí, pero contando con la inestimable ayuda de su Watson personal, la suicide girl Lisbeth Salander, que gracias a su capacidad como hacker acelera pesquisas que a Sherlock le hubiesen demandado cientos de páginas. Uno termina imaginando por donde viene ese final que tanto le debe a El largo adiós, novela emblemática de Raymond Chandler, pero para que negarlo: la historia atrapa.
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, segundo título de la serie, toma la forma de policial negro puro y duro. Lisbeth ya la pasó bastante mal en la historia anterior, pero ahora Larsson la enfrenta con una red de trata de blancas y un gigante insensible. Larsson nos sumerge en la típica estructura espiralada y compleja del relato hardboiled. Y como para que no queden dudas, hasta agrega a la trama un boxeador y unos cuantos moteros; la cosa transcurre en Suecia, pero también podría suceder en el Bronx.
En La reina en el palacio de las corrientes de aire, poética reinterpretación del mucho más claro título original El castillo en el aire que voló en pedazos, Larsson se juega con dos de los géneros más transitados de la novela popular: el relato de espías y las historias judiciales. Así vemos como la “Sección”, un grupo autónomo dentro de la policía secreta sueca, trata de cubrirse las espaldas por haber vulnerado los derechos de Salander. Larsson flojea un poco en una trama con muchos baches, dejando de lado la sutileza y mostrando un mundo de buenos incomprendidos y malos muy, pero muy malos.
Lo cierto es que pese a las grandes parrafadas descriptivas y la reiteración de sucesos, la combinación de géneros que propone Millennium funciona. No es menor el mérito del tono ligero con el que Larsson aborda temas tan serios como la esclavitud sexual o la violencia de género. Los desprejuiciados Mikael Blomkvist y la esquiva Lisbeth Salander se sitúan en las antípodas de la melancolía del inspector Wallander de Henning Mankell, pero también de la intensidad dramática del Erlendur de Arnaldur Indridason. Aún cuando trata los temas más duros, Larsson sabe encararlos con cierta liviandad, haciendo énfasis en lo escabroso pero sin llegar a caer en la frivolidad.
Como en todos los campos, dentro del ámbito de la novela policial hay genios; también hay sujetos que hacen bien su trabajo y por último, están los que hacen bien su trabajo y cada tanto, demuestran cierta genialidad. Tal vez dentro de estos últimos deba encuadrase la obra de Larsson. Con todas sus imperfecciones, sus novelas devuelven a al relato negro su espíritu lúdico sin perder su profundidad.
Bien visto, no deja de ser un logro.