Decir que fuimos amigos sería exagerado. Que yo recuerde, Farías y yo nos hablamos tres veces nomás. La primera vez fue a finales del ´36, cuando me preguntó si conocía a un tal Gandulfo, que era un guapo en ascenso de Barracas. La segunda fue por el ´40, con ocasión de la noticia de la muerte del tal Gandulfo. La última vez que intercambiamos palabras fue el 15 de agosto de 1941, en el almacén que tenía el finado Soria sobre la Avenida de los Huesos.

Sí puedo decir que al principio nos cruzábamos todos los domingos por el barrio, cuando él pasaba por lo de doña Marta, la vecina del fondo. Llegaba siempre a la misma hora, un rato antes del mediodía, como traído de la nariz por el olorcito a tuco. Se lo solía ver bien arreglado, engominado como todos los muchachos de aquel tiempo. Tenía pinta de pocos amigos, siempre como apurado y mezquinando la jeta, aunque a mí me saludaba cada vez que me veía. No le quedaba otra. Todavía hoy, como en aquella época, me gusta matear en la vereda, al sol en invierno, a la sombra del tilo en verano, mientras leo el Crítica. Él me tenía que pasar por al lado para entrar a lo de doña Marta y nos cabeceábamos un saludo. La verdad es que nunca supe su nombre. Al menos no hasta mediados del ´41, cuando salió en el diario.

Al principio yo había pensado que este Farías era hijo de doña Marta, aunque ella no tenía mucha pinta de madre. No era una comadrona de barrio, se notaba que venía del centro y que había tenido roce, mundo. Era una mina bien plantada, que imponía respeto. Hermosa mujer. Pelo oscuro, fuerte de pecho. Las otras mujeres de la cuadra la miraban de reojo y ni le hablaban. Era como sapo de otro pozo. O mejor dicho, como un cisne en un pozo de sapos. Todas cuchicheaban y sacaban conclusiones sobre cómo había ido a parar a Pompeya. Un día nos levantamos y ella estaba ahí. Sin fletes ni carros de mudanzas. A mí eso me tenía sin cuidado. Uno trata de llevarse bien con todo el mundo. Mucho más tratándose de una mujer tan linda. Así que nos tratábamos con cortesía, hasta que una vez le pregunté a la doña si el pibe le había salido cuervo, porque el domingo que el Ciclón salió campeón él no asomó el jopo.

–Qué cuervo. Es un gallina –fue lo único que contestó la vecina antes de mandarse guardar.

Lo dijo de una forma que no me quedó duda de que ella era bostera. Nunca me lo hubiera imaginado. El comentario me cayó medio pesado, porque yo también soy hincha de River. Por ser ella, se lo dejé pasar. Pero fue la primera y última vez que hablamos de fútbol.

La cosa es que más tarde ese año, un domingo de esos, el pibe Farías cayó un poco más temprano. Fue el 20 de diciembre del ´36, cerca de Navidad. Lo recuerdo porque ese día River salió campeón y ganó la Copa de Oro. Venía medio agitado, y con la camisa que le colgaba por fuera del pantalón. A mí me pareció que todavía no había apoliyado, porque estaba ojeroso y sin afeitar. Pero qué iba a decir. Se conoce que a los jóvenes les gusta pasar las noches de farra.

Ya nos habíamos cabeceado como siempre y él estaba entrando, cuando se dio vuelta y me preguntó:

–¿Lo conoce a Gandulfo? ¿Al Osvaldo Gandulfo?

–¿El de Barracas? De nombre nomás.

El pibe le clavó la mirada al diario que yo estaba hojeando.

–¿Nunca lo vio? –parecía nervioso. –Es colorado y medio retacón. Tiene una cicatriz que le cruza la jeta, al lado del ojo.

–Pocos se animan al Barrio de las Ranas, por muy guapos que sean.

–Si lo llega a ver por aquí, en cualquier momento, me lo hace saber. O a doña Marta –se metió para el fondo sin esperar a que yo aceptara el mandado.

Después de eso dejé de verlo. No sé bien cuándo fue, pero empezó a retacear las visitas. Primero venía domingo por medio, después una vez por mes, o una vez cada dos meses. Al final aparecía nomás para las fiestas de guardar. Y cada vez que venía se quedaba menos tiempo, al punto que a veces entraba y salía nomás.

Pasaron así un par de años. River salió campeón de nuevo en el ´37, pero después Independiente nos escupió el asado dos años seguidos. Y qué querés. Los Diablos habían fichado a un paraguayo, un tal Arsenio Erico, que metió como noventa goles en las dos temporadas. No había con qué darle.

Mientras tanto, en el diario cada tanto aparecía alguna que otra noticia que mencionaba al guapo Gandulfo. Afanos menores más que nada, y también algún atraco mayor que le endilgaban, pero nada que la policía pudiera o quisiera probar. En la calle se contaba que debía ya varias muertes, y que el número de fiambres seguía creciendo. Parece que al guapo de Barracas lo había despechado una mina, y que él se andaba cobrando venganza con todos los otarios que la habían bancado en algún momento.

En fin, la cosa es que a mediados del ´40, el pibe volvió al barrio. En realidad, ya no era tan pibe. Hacía como seis meses que no lo veía, y me impresionó lo que había crecido en ese tiempo. No estaba más viejo, pero tenía otra postura, otra seguridad. Llegó cerca del mediodía, todo empilchado y con aire socarrón. Me saludó con el gesto, como siempre, y esta vez fui yo el que le hablé.

–El diario decía que lo mataron a Gandulfo –le solté y él se paró en seco. –Salió en el Crítica hará cinco o seis meses atrás.

–Salió en todas partes –me contestó, y se metió rápido en el pasillo para el fondo. No volvió a aparecer hasta el día siguiente, que se fue silbando después del mediodía.

A la semana siguiente el pibe cayó con una valija gastada y ya no se fue. Salía todas las mañanas recién bañado y afeitado, y volvía todas las tardes silbando. Que yo sepa, eso duró algunos meses por lo menos. Me acuerdo porque para finales de ese año, Boca salió campeón y el pibe salió a gritarlo a la terraza. Cómo me indigné. Entonces pensé que eso no se lo podía dejar pasar, lo mismo que el hecho de pasearse en camiseta y chancletas por el patio como un desfachatado durante todo el verano. Para carnaval todavía estaba viviendo acá, y para la Pascua lo vi en la misa con doña María.

Pero después de eso desapareció. Para junio del ´41 ya no se lo veía más por el barrio, ni siquiera los domingos. No es que me importara demasiado. Para mí mejor, menos olor a bosta. Hasta que a mediados de agosto, como dije antes, me lo encontré. De mañana me gusta matear largo, pero a la tarde a veces me gusta una caña quemada, así que cada tanto me paso por el almacén.

–Esperaba encontrarlo por acá –me dijo como quien no quiera la cosa.

–¿Me estaba esperando?

–Digale a la Marta que la casa está quemada –me miró un rato buscando más palabras. –Dígale eso, que ella va a entender.

–¿Por qué no se lo dice usted?

–No es seguro. Además, ella ya no me escucha –bajó la vista y se tomó un trago de ginebra. Me miró. –Por favor, dígale que los de Gandulfo lo saben. Alguien nos vendió.

–Le digo, no se preocupe.

–Dígale que me voy al interior. A lo de mi primo. Ella sabe dónde es. El que tiene un ramos generales –pegó otro trago con la vista en el piso. –El tren sale mañana a las ocho.

–A las ocho. ¿De Retiro?

Asintió y empinó el último trago. Después se levantó y salió. El turro me dejó toda la adición a mi cargo, y eso tampoco se lo podía dejar pasar.

Sobre El Autor

Darío Seb Durban nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires, un año maldito de la era de plomo. Cursó varios estudios, ninguno digno de mención, y se empeñó en no terminar ninguno. Entre los años 1995 y 2006 estudió música informalmente y compuso canciones y poesía jamás oídas. Entre los años 2001 y 2007 se desempeñó como dramaturgo en la compañía teatral Crisol Teatro, estrenando cinco obras entre las que se contaban Las noctámbulas, Factoría y Zozobra. A partir del año 2012 participó talleres literarios, donde se avocó a explorar la voz de distintos narradores, nunca encontrando la suya propia. Hoy trabaja de forma inconsecuente en industrias no literarias, y ocasionalmente escribe textos que reproducimos en Evaristo Cultural.

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