Cronista y narrador, el peruano Fernando Ampuero hace escuchar una voz certera y contundente en su trilogía callejera, una serie de relatos sobre personas comunes que se ven obligadas a habitar en los márgenes de una Lima oscura y peligrosa.
Si algo le admiro a Fernando Ampuero es la capacidad para elegir los títulos de su involuntaria trilogía callejera: el enigmático Caramelo Verde, el clarísimo Puta linda y el provocador Hasta que me orinen los perros. Lo dicho: no puedo dejar de elogiar a un narrador que me ataca con un cross de derecha a traición cuando ni siquiera tuve tiempo de abrir el libro.
La estrategia que el peruano desarrolla en estas novelas es sencilla y ha sido transitada con diversos resultados: utilizar la sordidez y violencia de la calle para inventar historias al límite. En este caso, la ciudad elegida es Lima, un universo de mixturas, marginalidad y una corrupción que hasta parece necesaria.
Caramelo verde cuenta la historia de un vendedor de dólares callejero, lo que por estos lares llamaríamos un arbolito. El sujeto en cuestión se enamora, la chica en cuestión le roba a la vieja, la vieja en cuestión es el nexo con el narcotráfico, el protagonista en cuestión se mete en un problema de los grandes. El final es desolador, amargo sin remordimientos y fiel al espíritu de policial negro que parece atravesar toda la historia.
Puta linda tiene poco o nada de callejero y un argumento remanado: un joven ansioso por convertirse en escritor decide pagar los servicios de una prostituta solo para conversar y obtener material para su primera novela. Partiendo de la obviedad más absoluta, el peruano logra construir un relato ambiguo que juega con el lector, obligándolo a creer y descreer en una clara apuesta metatextual ausente en sus anteriores historias. Final melodramático, de pinceladas gruesas, pero siempre efectivo.
Hasta que me orinen los perros la emprende con un taxista en pareja con una policía motorizada. Hastiado de desesperanza, se mete en el particularísimo negocio de la venta de borrachos: espera a que alguno requiera sus servicios, se duerma plácidamente en el asiento trasero y después de quitarle parte del dinero, lo entrega a reducidores que hacen lo propio con las demás pertenencias. La historia cuenta como un hombre se corrompe con una lógica tan perfecta que el lector se limita a esperar que las cosas sucedan. De nuevo, Ampuero sorprende con un final originalísimo, de esos demoledores y éticamente incorrectos.
En la obra de Ampuero, la calle es el cuadrilátero de la vida. La identidad se define por la capacidad para impedir que la ley del asfalto se imponga en el espíritu. Dolorosamente realistas, los protagonistas se mueven en mundos oscuros y no tienen reparos en cruzar el límite de lo éticamente correcto, pero siempre tratando de que esa corrupción fáctica y funcional no implique también la pérdida de una pureza que el autor de El peruano imperfecto representa de manera sencilla y efectiva en el amor de una mujer. En sus relatos, el romanticismo deja paso a erotismo más explícito, como si en un mundo violento y cruel lo único válido fuesen las razones del cuerpo: los personajes aman, pero lo hacen con el físico, de un modo absolutamente material y tangible.
Sin embargo, en esta magnífica serie de novelas hay algo en lo que Ampuero se equivoca; su trilogía no trata sobre la calle, sino sobre ese gran enigma al que se enfrenta todo hombre: la mujer. Para el peruano, la femineidad es un enigma irresoluble, el ingreso a una lógica irreal guiada por pulsiones imponderables, pero sobre todo lo único capaz de redimirnos de la dureza del asfalto. Porque en última instancia, los golpes de de este particularísimo autor son difíciles de esquivar, pero cuando dan en el blanco tienen el tibio sabor de un beso de mujer.