Suelo preguntarme, a la luz de la lenta redacción de mi libro, si se justifica dirigir un esfuerzo de comprensión incluso hacia aquellos que, a la sombra de estos tiempos oscuros, crecen con la ciega pertinacia de la mala hierba: los agitadores de cervecería. Suelo responderme afirmativamente: nada exige más ahínco que aquello que, a primera vista y última mirada, se nos aparece como deleznable.
Encarna uno de esos fenómenos políticos que emergen con la fuerza de un tornado y luego se disuelven en una brisa que no molesta ni refresca a nadie. Sé que no debería perder ni cinco minutos ocupándome de él, abocado como estoy a un ensayo que, según mis expectativas, va a marcar un punto de inflexión en la teoría hermenéutica al uso; al fin y al cabo, el sujeto es uno de los tantos emergentes informes del Tratado de Versailles, que nos dejó postrados frente al mundo y ha dado pábulo para que cualquier monigote pretenda constituirse en salvador de la patria. Pero ocurre que por una conjunción de azares, y debido a razones absolutamente disímiles, hemos compartido algunos meses en la prisión de Landsberg y debo reconocer que el personaje es digno de figurar en la más exigente antología del grotesco.
En ocasión de que mi ensayo, Genealogía de los sentimientos, publicado hace un año y medio, llegara a manos del cardenal Faulhaber, se me sustanció un sumario administrativo en la Universidad de Greifswald, donde era titular de la cátedra de Ética, por difundir conceptos rayanos en la inmoralidad y reñidos con la tradición religiosa de la nación alemana. Se me relevó de la función docente y me sometieron a un juicio absurdo y expeditivo en el que se me condenó a seis meses de prisión excarcelable mediante el pago de una considerable suma en carácter de fianza. Un incidente, más consustanciado con la farsa que con la épica, que delinea con trazo indubitable el signo de los tiempos: un signo oscurantista, inquietante y ornado con las más vulgares filigranas. Aun con la colaboración de algunos colegas y discípulos solidarios, no llegué a reunir la suma requerida para la fianza y terminé por cumplir los seis meses, que se redujeron a cuatro merced a apelaciones judiciales y solicitudes de apoyo, en Landsberg.
El período de reclusión terminó por afianzar en la práctica la teoría general que presidía mi libro: “El castigo y la piedad no son sino dos formas análogas de la indiferencia o, cuanto menos, de la más radical desidia. Tanto el uno como la otra arraigan en el suelo más propicio para su posterior desarrollo parasitario: el de la nula capacidad de intelección. Quien enarbola el castigo o condesciende a la piedad clausura el gesto del otro sin haberse detenido a comprender sus más profundas motivaciones. Tal mezquindad de esfuerzo intelectivo es reprensible en el estadista en contacto con su pueblo, en el padre respecto de sus hijos o en el docente en el intercambio con sus alumnos; es imperdonable en un creador en relación con sus creaturas. Un dios que legisla el castigo o administra la piedad sin más fundamento que su atribución divina es un dios menor o ilusorio; vale decir, inexistente.” Yo creía –y algunos colegas y amigos que leyeron el manuscrito participaban de idéntica expectativa- haber sentado las bases de una dialéctica de la comprensión (tal era el subtítulo del libro: Para una dialéctica de la comprensión), el cardenal Faulhaber leyó –y transmitió fervorosamente su lectura a las autoridades universitarias- un llamamiento a la impiedad y al deicidio.
Se me destinó a la primera planta de Landsberg, más parecida a las habitaciones de un hotel que a una cárcel, y reservada, supongo, para presos políticos a los que se les imputan delitos de carácter ideológico. A escasos treinta metros de mi celda estaba alojado el hombre al que se lo sindicaba como el principal responsable del putsch de Munich, ocurrido hacía unos meses. Vestía pantalones cortos de cuero al tradicional estilo bávaro, recibía una cantidad de visitas y correspondencia más propias de un embajador que de un recluso, los guardias lo saludaban cada mañana con un estentóreo ¡Heil!, y Otto Leybod, el director de Landsberg, lo trataba con la deferencia que le dispensa el anfitrión a un huésped relevante. Con todo, su aspecto exterior suscitaba, al menos para mí, más conmiseración que reverencia: de corta estatura y ademanes nerviosos, la caspa le blanqueaba las hombreras de la chaqueta y la ropa le caía holgada a lo largo del cuerpo fláccido; todo ello no obstaba para que se comportara con la íntima suficiencia de un emperador recientemente ungido con la corona de laureles. Sus modales en la mesa eran torpes, como si el correcto manejo del cuchillo y del tenedor estuviera más allá de sus posibilidades; en lo único que se diferenciaba de un agitador de cervecería era en su continencia: no probaba el alcohol, apenas comía un poco de carne y seguía una dieta casi enteramente vegetariana. En cuanto supo que yo era profesor de filosofía se interesó por mis libros (él, precisamente, me dijo, estaba escribiendo el suyo, al que definió como “de filosofía política”), pero de inmediato abominó de mi adscripción al socialismo; esas eran, me advirtió, las ideologías que había que desterrar de “la gran nación alemana” (así, y de ninguna otra manera, se refería siempre al país). Su voz, aun en susurros, era estridente, como si nunca pudiera dar con el tono adecuado a despecho de confesarse melómano a carta cabal; me aseguró haber asistido a la historia del Grial de Lohengrin no menos de veinte veces, y agregaba en un estado cercano al éxtasis: “Wagner, Wagner, Wagner…: el triunfo del Volk frente a la masa…”.
Su apetencia predominante parecía ser la escritura –en efecto, se abocaba a su libro con una pasión ensimismada-, pese a que reivindicara un paso breve, pero frustrante, por las artes plásticas: había reprobado dos años consecutivos, 1907 y 1908, el examen de admisión a la Academia de Bellas Artes. Endilgaba enteramente el reiterado fracaso a sus examinadores de turno, a quienes calificaba ya de miserables, ya de menesterosos, ya de mediocres: “Unos miserables que se espantan ante el talento ajeno y lo sofocan hasta destruirlo. Los examinadores de la Academia de Bellas Artes son los judíos de la plástica: mezquinos, mediocres, trapaceros.” Con todo, subrayaba que uno de ellos, en ocasión de su segundo intento por ingresar, le había reconocido condiciones para el ejercicio de la arquitectura, pero él desestima la arquitectura Jugendstil de vanguardia de Otto Wagner con el mismo énfasis con que repudia el arte de Gustav Klimt. “Mis tiempos no son estos tiempos –afirmaba con un tono de impostada resignación-, debí haber nacido un siglo antes.”
Estaba profundamente convencido, y se lo hacía saber a propios y extraños, de que la cuestión racial proporciona la clave no sólo de la historia del mundo, sino también de toda la cultura humana. Y echaba mano de una curiosa metáfora de cuño biológico: se ha diseminado a lo largo y a lo ancho de todo el cuerpo de la sociedad una tuberculosis social, y el agente causal es el judío. A este agente causal hay que eliminarlo, concluía, aunque más no sea para ensanchar el espacio vital de “la gran nación alemana”. Porque en el centro de su aborrecimiento estaba (y, sin duda, seguirá estando) el judío, aunque yo sospecho (y sigo sospechando) que cuando decía “judío” también podría haber dicho “afgano”, “portugués” o “hindú”.
Hace un año que salí de Landsberg y veo que menudea por las librerías del Centro el libro de cuya escritura fui testigo involuntario. Lleva por título Mi lucha y fue publicado bajo el sello editorial de Franz Eher-Verlag al precio de doce marcos del Reich. No logré reinsertarme en la Universidad (el brazo del cardenal Faulhaber es largo), el estado de mis finanzas no es el mejor, pero no pude dejar de comprarlo. Lo leí en una tarde y es, tal como lo preveía, un discurso de barraca de feria escrito por un agitador de cervecería secundado por los integrantes de un partido como el nazi, que es el precipitado de una suma de pequeñas sectas nacionalistas crecidas al calor del desconcierto y destinadas a desaparecer sin dejar rastro.