Difícilmente pueda olvidar ese día de 1975 en que Borges me señaló en broma, en relación a mi apellido, “no me diga que estoy frente a una de mis obsesiones”. Cada vez que me encuentro frente a lo “especular”, ante el speculum, dudo en utilizar el término, ya que los juegos de espejos se prestan a partidas dobles, triples o infinitas, como parece ser el caso entre la historia vivida por Raúl González Tuñón, hace algunas décadas, y recientemente narrada por su sobrino Eduardo Álvarez Tuñón, en La mujer y el espejo (Libros del Zorzal, 2016), donde la ficcionalización de los acontecimientos y la reinvención de otros hacen de la novela, con un estilo sutil, una pieza literaria de gran eficacia y cautivante ritmo.Este juego de espejos paralelos, cuyas imágenes en teoría se reproducen hasta el infinito, podría resumirse de la siguiente manera: Martín Galdós-González Tuñón es seducido por una bellísima actriz, que para el caso podría ser Aída del Carril-Dolores del Río, de la cual no demora en separarse por incompatibilidad con la diva, y termina enamorándose de su doble, Elvira, a quien conoce por los artilugios del azar, aunque ocultándole su vínculo previo con la original. Como bien lo señala el autor en su epígrafe de Rubén Darío: Plural ha sido la celeste historia de mi corazón… Amores y azares son los lazos que unen a los seres predestinados, que en el mundo de Álvarez Tuñón terminan por disolverse, de una manera o de otra, por la fuerza de las cosas y de los hechos.
“Actuar es siempre una forma de engañar. Pensó, entonces, que el teatro y el cine existen porque los seres humanos, siempre, necesitamos ser partícipes de una mentira, como si sólo pudiéramos encontrar la felicidad en un engaño, en la ficción de aquello que querríamos haber vivido. Sintió, con alivio, que no había cometido un pecado tan grave al ocultarle a Elvira la verdad. Nunca podría entenderla” observa ¿el narrador omnisciente de la tercera persona, Martín Galdós, Álvarez Tuñón?, como si quisiera subrayar que en este gran teatro del mundo nada puede escapar al escenario de la representación y de lo imaginario. ¿Acaso es realmente factible distinguir, como lo proponía Aristóteles, los hechos ocurridos de aquellos que podrían haber ocurrido?
Estas relaciones cruzadas tanto por lo fatídico como por la frágil sensibilidad de nosotros, los seres humanos, también se encuentran en sus dos novelas anteriores: El desencuentro (1999 y 2010) y Las enviadas del final (2009, igualmente publicadas por Libros del Zorzal), exquisitas maneras de recorrer la disolución de los vínculos bajo la forma de un vago perfume que va desapareciendo hasta tornarse en el hedor de un desahuciado. Sin forzar los términos, podrían leerse estas tres bellas novelas como un tríptico donde reposa la imposible condición humana, después de conocer el destello de un paraíso. ¿Pues de qué otra forma podríamos apreciar lo que perdemos sin haberlo conocido antes?
Hay en la novela, por momentos, algo de las tensas advertencias que nos hicieran Carson Mc Cullers o Milan Kundera: “a nadie le tememos tanto como a la persona que amamos, sobre todo en las vísperas, cuando aún se ignora si hay algo posible de ser vivido a su lado o si sólo nos queda el largo camino de la obsesión y el olvido”; advertencias que tienen una resonancia de sabiduría, las que eran atribuidas a los hombres justos. Es un poco paradojal que este autor, poeta, narrador y ensayista, se dedique también a impartir justicia, desde un destacado sitio de la Cámara del Trabajo. Se podría decir que son muchos los caminos que transita la escritura, pero que son pocos los objetivos que alcanza. Álvarez Tuñón ha realizado un gran trabajo en esta fina descripción de un ser amado que desaparece de nuestra vista, agitando con un pañuelo impresionista su despedida final.