Aunque Thomas Hobbes la convirtió en el slogan pegadizo que todos conocemos, se trata de una frase latina: el hombre es el lobo del hombre. Sus razones tendrían los romanos para pensar algo tan drástico, aunque hay que reconocer que su propio final demuestra que tanto no se equivocaban. A pesar de tener una visión tan clara del futuro, los hubiese asombrado saber que, años después, el historietista argentino Salvador Sanz convertiría esa premisa en nuestro infierno tan temido.

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El Esqueleto y su continuación, El fin de todas las especies, se basan en una premisa muchas veces recorrida por la imaginería postapocalíptica norteamericana desde el 9-11. Al contrario que en Legión, la explicación de Sanz sobre el advenimiento del ocaso de la civilización no es ingeniosa, sino pragmática: un virus transmitido a través del consumo de carne afecta a los seres humanos, alterando su biología y convirtiéndolos en depredadores implacables. Quienes encarnan la resistencia son los vegetarianos que, pese a su perfil ecofriendly, deben adaptarse al nuevo mundo donde sigue imperando la ley más fuerte, pero esta vez sin las sutilezas del capitalismo.

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Dentro de esta realidad se insertan los dos personajes principales: el Esqueleto, un joven que intenta sobrevivir junto a su improvisada pandilla, y Débora, una muchacha que ha sacrificado unos de sus brazos para darle de comer a su padre carnívoro. Con estos elementos, la ferocidad de Sanz se pone en marcha para destazarlo todo.

Lo primero que se siente al leer El Esqueleto es que las obsesiones de Salvador Sanz están más vivas que nunca: insiste sobre los mismos temas, pero en su afán reiterativo no hay pereza; se trata de una búsqueda cada vez más oscura y profunda que, pese a abrevar de fuentes variadas, construye viñeta a viñeta una obra con carácter propio.

Lo primero que llama la atención de El Esqueleto es el trabajo sobre el universo simbólico de Buenos Aires, como si Sanz se situara del otro lado de los tan mentados no lugares: todo remite a calles transitadas, edificios visitados, salas recorridas. Los personajes se mueven en locaciones emblemáticas de la ciudad, como el Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia o la Biblioteca Mariano Moreno, ámbitos que han sido intervenidos por la pluma de Sanz, transformándose en ruinas ganadas por la vegetación y el abandono, oscuros laberintos donde sobrevivir ante el embate del Minotauro es casi imposible. De esta manera, lo común se torna extraño; el reconocimiento genera fascinación y temor. Cabe aclarar que, aún si el lector no logra identificar estos lugares, el impacto visual es efectivo: resulta evidente que hay un trabajo para dar verosimilitud a cada ámbito. Así, la obra del argentino se emparenta con otras como El Eternauta de Oesterheld y Solano López –referencia ineludible en Sanz—, pero también con la Nueva York de Daredevil en la versión del primer Miller e, incluso, con los paisajes soñados, pero contundentes delineados por Moebius en Arzach. Dueño de una imaginación poderosa, Sanz es un creador de viñetas impactantes, como impresionante rediseño de un león, la figura misteriosa del Roecerebros o la aparición de un caballero medieval en los subsuelos de la Biblioteca Nacional.

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Dentro de las muchas virtudes de El Esqueleto, destaca su entintado, materia en la cual Sanz demuestra una técnica impecable de la que solo han hecho gala grandes maestros internacionales como Berni Wrightson o Graham Ghastly Ingels. Me gusta pensar que Sanz desprecia el color, aunque las múltiples que ha ilustrado para la revista Fierro demuestran lo contrario. Sucede que sus pesadillas son en un blanco y negro que maneja con matices y plasticidad, sin excesos teatrales y con un inteligente, aunque sencillo, planteo de página.

Como narrador, Sanz le aporta a la historieta argentina un ritmo sostenido. Gran secuenciador, sabe qué mostrar y qué ocultar, además de dominar a la perfección los planos necesarios para llevar adelante la historia sin abusar de la palabra. Y no es que las desprecie: sucede que la lengua materna de Sanz es la imagen, y como logra construir unas tan poderosas, puede darse el lujo de dejar de lado las letras. Hasta para los flashbacks se vale casi exclusivamente de imágenes, sin la necesidad de torpes aclaraciones, lo que se evidencia en el Leto endurecido del presente, que dista mucho del errante vegetariano del pasado, o la aterradora secuencia que revela la historia del brazo perdido de Débora.

Porque cuerpos que traza Sanz en El Esqueleto están alterados por tatuajes y mutilaciones, como están también distorsionados los paisajes y el mismo concepto de humanidad, al que relaciona con la animalidad, tal como sucedía en Nocturno, solo que la magnificencia de los hombres aves se transformó en la terrible perspectiva de un monstruoso retorno a lo salvaje, a lo carnívoro en el sentido más cabal del término: el que lo domina todo no por supremacía ética o intelectual, sino porque tiene el derecho de la brutalidad y el salvajismo. No hay malos en El Esqueleto, porque no hay impulso, sino instinto: de dominación en los carnívoros, de supervivencia en la crew protagonista.

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Mención aparte merece el trabajo que Sanz hace con los humanos infectados, creando una nueva raza al combinar elementos absolutamente disímiles en lo que parece ser la peor pesadilla de un ornitorrinco: agilidad felina, crianza marsupial, digestión ofidia. La apuesta, cuidada en cada detalle, llega al punto de generar carnívoros que no necesitan de sus dientes: matan, desmiembran, engullen. Es horrendo, sí, y en eso reside su genialidad.

Pese a que el final puede resultar demasiado esperanzador y un tanto naif, está dotado una belleza que permite vislumbrar otra faceta de Sanz. Incluso la página descartada, que la edición de Ovni Press tiene el acierto de incluir entre los extras, es pura poesía secuencial.

Nicolás Mavrakis sostiene en su libro La utilidad del odio que “los seres humanos siempre han vivido con temor de algún terrible apocalipsis, pero hasta hace muy poco no habían contado con la posibilidad de que ellos mismos pudieran ser los causantes de esta catástrofe”. Lo que me lleva a pensar que, si los romanos sabían desde hace tanto tiempo que somos lobos de nosotros mismos, es raro que hasta la llegada de El Esqueleto nadie se haya animado a plasmar en papel de manera tan explícita las consecuencias de la pulsión autodestructiva de nuestra raza.

Habrá que leer –y sufrir– El Esqueleto para tener una idea de lo que nos espera.

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Sobre El Autor

Escritor y docente, ha desarrollado una gran actividad enfocada en la promoción de la lectura y el estudio de géneros literarios. Ha publicado policiales para adultos, ensayos para adolescentes y relatos infatojuveniles. Obtuvo los premios Norma a Literatura Juvenil, Alija a Novela Infantil, Córdoba Mata a Novela Negra y el sello White Ravens.Sus novelas infantojuveniles han cosechado el cariño de miles de lectores en toda Latinoamérica.Se lo puede encontrar en Instagram como @edellutri.

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