Jaime, de once años, y Manu, de nueve, son los protagonistas de Los pájaros de la tristeza, una historia de discapacitados. Físicos. Mentales. Emocionales.

Entre la soledad y el abandono. Entre la frustración y la ira.

Y la búsqueda del padre ausente, un engranaje perdido que traba tres vidas.

Y el efecto colateral en otras.

Manu se abre paso con su gomera, derribando a los que los lastiman.

Los hermanos actúan con el desenfreno de una catástrofe natural.

Arremeten y, a la vez, son aplastados.

La violencia como la salida en un mundo que solo le abre puertas al abuso y a la oscuridad.

Pájaros rotos en un nido abandonado.

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¿De dónde y cómo surge “Los Pájaros de la tristeza”?

Tiene varios comienzos: uno, por una improvisación en el CCK, durante la noche de algo, donde participé de la Jam de escritura y salió una semilla, se metió en el tono narrativo de todo desde esa noche, pero no supe identificarla de inmediato, por lo cual simplemente creía que estaba volviéndome un poco más loco o se me había gastado la pastilla de frenos porque casi todo salía así, fuera de control, con pocos puntos y comas. El otro, bueno, por alguna voz que escuché en un tren y, al llegar al trabajo de ese rato, un taller en Notanpuán, en San Isidro, como tenía un rato libre con la compu antes de que llegara el grupo, me solté en el patio y dejé que fluyera ese tono que ya era un poco imperio porque no se me iba. El tercer momento fue esa noche, esa misma noche, a la vuelta, donde ya directamente no pude parar de construir lo más fabuloso de cualquier construcción literaria: personajes bajo la tiranía del mejor personaje de toda novela: el sujeto ambiente, el Leviatán que toda novela cuenta en realidad.

De la novela se desprende una idea acerca de la desprotección en la infancia en una sociedad que ha ido desligándose de la ética de la responsabilidad. Podrías profundizar este aspecto y hablar del rol de los padres.

Siempre me interesó la patria potestad en manos de los borrachos, o de los aterrorizados, o de los seguros de todo, que son los que más miedo me dan, y tuve alguna experiencia de ver de cerca chicos tirados un poco a la marchanta, pero en esta novela en particular pensé en desarrollar el estado posterior, es decir chicos que están mucho más allá del estado de poder de los adultos y son ellos el terror del contexto. Son niños terroristas o, mejor, chicos de armas tomar cuando no les dejaron nada. Pero, fundamentalmente, son: ellos son y ya. Nosotros, desde su lectura, hacemos interpretaciones y todo eso, pero Manuel y Jaime avanzan sin reflexión. Y narran su contexto sin juicio, que es algo que me interesa bastante: poder dejar de lado la opinión, esa cosa que a los autores se le escapa –aunque a través de sus narradores– y que se nota que sale de ellos y no de la vida del personaje. Y la responsabilidad de los adultos en esta novela, bueno, es fácil: porque ontológicamente cualquier responsabilidad es, en principio, un peligro latente, un corazón delator. O aquello que nos mata de nervios. Y los adultos de esta novela están en el límite, en la parte en que ya no saben más que hacer. Porque es, básicamente, una novela sobre los adultos en estado de patria potestad.

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El fenómeno del bullying, que si bien no es algo nuevo, en los últimos tiempos adquirió una mayor visibilidad. Sin embargo, más allá de las campañas que denuncian esta patología, los hechos se siguen sucediendo con mayor frecuencia. ¿A qué atribuirle esta realidad que gravita directamente en la infancia, llevando a niños y niñas hasta el suicidio?

Bueno, el bullying, para serlo, tiene que ser una conducta repetida. Es ahí donde discuto la participación de todos en el bullying y por lo cual no estoy tan enfocado en el victimario. Quiero decir: sí, es terrible que un chico haga bullying al otro, pero si es repetido, ¿dónde están las otras partes, las que tienen que generar comunicación, confianza, contenidos que multipliquen las esferas de comunicación? Es fácil ver que alguien quiere hacer daño criticando unas zapatillas o riéndose del pelo de alguien, pero hay un desinterés profundo por las etapas en la generación de la conducta repetida por parte de tantos adultos que, al final, lo único que hacen es secar las lágrimas. Son tantos los actores principales y tan pocos los que hablan. Son tantos los pequeños crímenes que llevan a un pibe o piba a hacer bullying que no puedo pensar en ellos como los que efectivamente lo hacen. Hace rato que el cuarto poder es, por lo menos, el segundo, sino el primero, y de ahí sale tanto y tanto se deja a la gente frente a esa bobada que no es raro que se digan y hagan lo que se escucha y se ve.

 Se podría decir que el rasgo más definitorio de la novela es la voz: el registro de un niño. En su manera de darle nombre a las cosas, de entenderlas y apropiárselas. ¿Cómo lo trabajaste?

Sí, la carencia de lenguaje en este niño era algo tan divertido, tan lúdico, que me costó despegarme y salió una segunda novela, incluso, pero fundamentalmente me propuse, más allá de lo lúdico, un acto de honestidad sobre la situación narrativa, porque si acaso esto de escribir es un truco, y por truco algo deshonesto hay desde la base, al menos me propuse que, si voy a usar un niño, que sea lo que es, es decir, alguien en estado de desconocimiento, de aprendizaje, de apropiación de lo elemental, y creo que lo menos honesto hubiese sido que conociese el lenguaje como un adulto. Difícil desarmar lo que yo sabía como adulto, incluso, pero como dice Calvino: un autor es el creador de un narrador que es quien contará sus ficciones. Por lo tanto, siguiendo eso, me debía a soltar la cosa y dejarlo ser tal cual presumía. Así que si el niño pestañeaba, me veía obligado a quitarle la palabra y decir, por ejemplo, que hacía cortinitas o algo por el estilo, pero jamás pestañear. Menos aún porque el chico, se nota, tiene cierto retraso mental.

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La desorientación y la incompresión muchas veces tiene que ver con una búsqueda, con la falta de respuesta y, en todo caso, con la impotencia. En esta historia qué lugar ocupa la impotencia de estos pibes y cómo imaginaste la manera de canalizar cada uno de ellos, en el marco de sus limitaciones, el sentimiento de impotencia.

Me interesaba que la novela comience justo donde el punto máximo de impotencia se hace potencia, donde cierto ánimo dice basta y abre camino, justamente, hacia la potencia de los chicos, hacia el poder, porque me gustan las novelas donde los personajes, desde las primeras páginas, pierden su confort, que es lo que dispara por lo menos la mitad de la literatura universal, así que me queda mucho por leer, por suerte. Ahora bien, las limitaciones de los chicos sin un truco más de la novela: son más limitaciones para quien lee, porque ellos viven con su limitación, nacieron con su limitación, jamás tuvieron las herramientas de los otros, por lo cual son lo que son y ya. El efecto, en suma, es hacia el ejercicio de lectura. No para ellos.

La violencia está presente en esta historia. Se evidencia desde distintos personajes, desde lo más fuerte pero también desde los más débiles, como válvula de escape o como manera de hacer justicia. Si te parece, hablemos de ellos.

Sí, es cierto, pero la anulación de la violencia es uno de esos objetivos súper pacatos en el cual, como no creo, hasta desarrollo como efecto narrativo. Está entre nosotros, nos encuentra a la vuelta, y es una de las pocas cosas que se desarrolla desde lo particular a lo general y de lo que nadie estuvo exento. Mike Tyson decía que todos tienen un plan hasta que te dan una piña en la boca. Creo que funciona en cualquier aspecto de la vida. Y un poco me llama la atención, también, el nivel de falsedad de quienes utilizan los símbolos de la paz. He visto a Donald Trump citar a John Lennon, así que estamos cagados. Además, la revolución pacífica terminó con Gandhi muerto. Estos chicos saben que están más allá del por favor y permiso y a la violencia responden con violencia.

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El resentimiento que se cultiva en la infancia generalmente tiene que ver con algún nivel de abandono. En la actualidad la sociedad genera un crecimiento exponencial de distintos tipos de abandono, en consecuencia, ¿estamos generando una sociedad del resentimiento?

Definitivamente. Viene de siempre. En los genes de todas las sociedades está ese abandono. De todas. El desprecio. Es un mundo de mierda, pero ni más ni menos que antes ni que mañana. Si te gusta la historia, está ahí. La belleza no existe, es apenas un paradigma de normalidad que imponen quienes escriben el contrato social. Todo es un ataque al desarrollo de la personalidad.

En la historia se plantea una lucha dentro de uno de los protagonistas; el pibe que se ve obligado a ser el hombre de la casa versus aquel que quiere disfrutar ser chico. Esta búsqueda del padre ausente, ¿tiene que ver con que se lo busca por cariño o para volver a ser chico y no lidiar con las responsabilidades impuestas por ese abandono?

Sí, sí, viene por ahí, en parte. Pero un buen texto, creo –todavía soy joven como para inyectarme verdades así como así–, no informa ni explica ni, mucho menos, se hace entender: un buen texto interpela. Y si interpela, entonces, genera diferentes lecturas. Me gusta esta lectura, entre otras, como también me gusta pensar que estos chicos quieren la responsabilidad siendo chicos y la responsabilidad trae, por qué no, cierto acceso a la verdad que acaba con cualquier infancia.

¿Qué podés decirnos de la vía de escape, consciente o inconsciente, que elige un menor?

Bueno, es como decía Shaw: “A los siete años tuve que abandonar mi educación porque mis padres habían decidido enviarme a la escuela”. Yo tuve la suerte de ser un niño que, a pesar de muchas cosas, no pedía permiso. Creo que haber sido odiado por los adultos del barrio me dio un aprendizaje bastante especial para, ahora que soy pelado, poder escribir sobre las vías de escape. O, a decir verdad, estar apasionado por escribir sobre chicos que se escapan. Es más creíble, o menos fantástico, escribir que un chico tiene vías de escape que escribir sobre un adulto con vías de escape. Todavía me cuesta que a un adulto se le crea algo en un texto.

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¿Cómo entendés el oficio del escritor?

Está esa frase preciosa, oriental, que dice algo así como: no sigas el camino de los viejos maestros, buscá lo que ellos buscaron. Creo que, de a poco, voy comprendiendo que uno tiene que soltar todo el tiempo lo que le funciona, lo que admira, lo que presume, y simplemente jugar a escribir para sorprenderse uno mismo como lector primero. Eso debe ser cotidiano. Y, si no sobre la hoja, vivir el mundo dado vuelta, en soledad, desde la mirada.

 ¿Cómo abordás en tu obra el trinomio “lenguaje, trama, argumento”?

Una de las formas para abordar la escritura –que es la que usé en LPDLT– es el tono narrativo. El tono puede construir una trama por su propia naturaleza. El tono, en sí mismo, puede tener su lenguaje natural, también, y sus peripecias. Me interesa en particular coordinar esas peripecias sobre el estado de personaje. Y, entonces, preparar los giros narrativos. Así, fuera de planes, se generan la trama y el argumento. Otras veces armo en libreta la cosa, pero no fue el caso.  

¿Cómo manejás el clima, la atmósfera, en tus narraciones?

No la manejo. La descripción –cosa que separa al buen escritor del malo– genera el mundo en el que vivirán los sujetos de la historia. Sin ese mundo, todo intento de generar un efecto es falso. No es lo mismo tener un dólar en el bolsillo en Los Ángeles que en el Congo. Cambiale el sujeto ambiente a una peripecia de un solo personaje y cambiará toda, absolutamente toda la historia.

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

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