La vereda estaba rota y caminábamos separados, mirando al piso para no dar un mal paso. Nuestra discusión, que ya acumulaba semanas y varias cuadras, estaba subiendo de tono y tomando el mal cariz de los últimos tiempos.

Ni Amalia ni yo reparamos en el muro del convento, enfrente, hasta que ella levantó la vista, lo vio y decidió cruzar la calle.

A ella no la atrajo el muro, sino el graffiti, deteriorado por el tiempo, pintado en él. “Haroldo Conti, aparición con vida. ¿Dónde está? ¿Qué  pasó?”

Preguntas, siempre preguntas.

Amalia preparó su máquina fotográfica, como hacía cada vez que la ciudad le mostraba una herida sin cerrar idéntica a la suya.

– Amalia, no quiero más de esas fotos – le grité –  Dejá, ya tenemos suficientes.

Ella, ignorándome, disparó, y nos ganó el silencio.

Cuando llegábamos a la avenida, sin preguntarme, como si yo no estuviera, Amalia se adelantó unos pasos y entró a un café. La seguí,

Se desparramaba en el lugar la melodía de un tango Cuando nos sentábamos, la voz grave de Rivero cantaba “Sur… paredón y después…”, y en esa voz, y en ese verso, yo oí muerte. El reverberar del sonido en las paredes me devolvió esa angustia pretérita, soterrada bajo muchísimos cadáveres, que vomita respuestas inciertas y a la cual decidí que nunca más le haría preguntas.

Sí, no hice más preguntas. No quise, no quiero, ¡basta!

Amalia no ha comprendido mi actitud, que rechazó de plano, actitud que ha estado lentamente agostando nuestros sentimientos recíprocos, que fueron plenos cuando nos conocimos.

Amalia hizo y hace preguntas, y jamás se las contestan. Quedan allí, día y noche dando vueltas, como un carrusel cuya tienda es hoy un pañuelo blanco, frente a unos balcones de color rosa viejo. Viejo y deslucido.

Yo no, no las hago más. Las tengo guardadas, y las cuento y recuento como hace un avaro, para ver si aún siguen allí. Cada pregunta es la cuenta de un rosario, cada día más gastado, que aprieta mi cuello y me ahoga.

Amalia grita, yo ya no. Amalia pide, yo ya no. Amalia saca fotos. Yo ya no. ¡Mierda! Yo no puedo gritar, ni pedir, ni fotografiar…

Las tengo a buen resguardo a mis preguntas. No puedo permitir que se me escapen, como se me escapó Rubén.

– ¿Era subteniente?

Se me escapó una.

– No me la contestes, Amalia.

– Subteniente, Pedro, post-mortem.

– ¿Por qué me contestás?

Mierda, se me escapó otra.

– Amalia, sabés que no pregunto más.

– Pedro, tenés que entender y aceptarlo. ¡Mi hijo y el tuyo, Ruben se jugaron por un ideal!

– Jamás voy a aceptar que el hombre se prepare para matar a sus semejantes, entendelo de una buena vez. No hay causa humana que justifique quitar la vida a un prójimo. ¡Nunca!

– Pedro, antes de conocerte yo también perdí a mi hijo, que no tuvo su tiempo, que para él se detuvo. También se detuvo para mí, hasta que no sepa que le pasó. ¡Tan sólo peleaba por conseguir un mundo más justo!

– Mundo más justo, si, Amalia, yo lo se…Sé que Rubén no fue a vivir a Israel para ser militar. Fue para conseguir su lugar en el mundo. Un judío más cumpliendo el servicio militar obligatorio en un país que eligió porque sentía que era su gente. Ese gobierno de su gente decidió invadir el Líbano, y lo obligó a matar civiles inocentes allí, para luego morir por causa de un terrorista suicida en Jerusalem. ¡Que coincidencia!, en ese año tu hijo era secuestrado por soldados conscriptos, como lo era Ruben, como también secuestraron a ese escritor Conti, el del muro, como otros muchos más que murieron, de un lado y del otro, con el objetivo de hacer más justo al mundo. No quiero preguntar más, pero te regalo la última, Amalia, y no me la contestes. ¿Acaso no están vivos los que diseñan la estrategia de marketing del “mundo más justo”? Ese escritor, Conti, habrá sido un buen tipo, pero de él queda pintado su nombre en el muro y en tu foto, y de Rubén solo me quedó su lápida en el cementerio, y vos continuás preguntando para que tu hijo tenga la suya. Pero todos ellos están muertos. Se quedaron sin mundo, justo o injusto. No están más. No me expliques nada.

-¡Dejémoslo aquí, Pedro, me hartaste! ¡no soporto más tu cínismo! Nosotros mismos nos conocimos en la Plaza, el día de la rebelión de los carapintadas, el de “la casa está en orden”, ¿te acordás? Decime, ¡que fuiste a defender, entonces! Estabas como loco porque nos robaban la democracia.

– ¿Cínico, Amalia? Realista, dirás. Esos mercaderes, que no se mueren nunca, nos la robaron otra vez. Desde ese entonces me planteé no hacer más preguntas. Todos, Conti, tu hijo, mi Rubén, los conscriptos argentinos, los inocentes civiles libaneses, han sido tan solo carne de cañón para los que nos venden ese mundo más justo. Se enriquecen con esa mentira, y están vivos. Los muertos, todos los muertos… ya no están – terminé de hablar con un sollozo.

Creí ver lágrimas, también, en sus ojos. Se levantó de la mesa, dio media vuelta y, sin pronunciar palabra, me dejó.

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

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