1
Allí estabas, al lado de la stupa, breve banderín desgajado de las nubes.
Hoja de un viento enfermo, en pecado, irremiso.
Quisiste avisar a las otras hojas, darles fuerza y junturas. Ya no se pudo y la tierra te adhirió a su costra.
2
Entre el aire y el silencio deseaste reposar. Fuiste en la marchitez de alguna oración. Te soltaste y no tornaste.
¿Después volaste en pos de una savia extinta?
En tu senda un monje meditaba, mientras sucias ovejas tragaban destellos.
3
Despabilabas, rezandera, discurriendo dentro de tu sangre parda, atenuación del ocre.
Me avisé en tu leyenda. Nací contigo en la ruta, en las chispas de las piedras amontonadas.
Te reconocí de memoria: tan poco hollada como eras.
4
Esmirriada y fui tu testigo. Tu lozanía nunca más se reveló.
Te concebí, hierba del lucero meridiano, pavesa en tránsito.
Un cielo con escaso oxígeno, un pajonal, se atribuyeron tu esmero en la sombra.
5
Pausa y un grillo trajo calor y no te royó. ¿Un susto te amilanó a pesar del talud que te erigía?
Continuaste viva en lo exangüe. La tristeza no se insertó en tus nervaduras. Hoja que acudió por retazos.
El yermo te dio su bendición. Tú sólo asentiste.
6
Perteneciste -¿a qué dudarlo?- a un puñado de hojas que salieron al camino. Te deshojaste, sincera y frugal.
Te mordisqueó una profana brisa. Ahora luces de verde centella.
Pasó la helada. Pasaron cortos derrumbes. Y tú, siempre ingrávida.
7
El bonzo te creyó hierba de estrella. Resplandecías en lo minúsculo de tu nombre, en lo sucinto de tu apellido.
Del bálsamo al ala de la mariposa te mudaste a voluntad.
Tu permanencia fue tu rincón donde atisbabas lombrices.
8
Hoja en la vía de la entrega. A un palmo de su forma, un buda sin cultivo.
Los terrones incluso te nutrían. El agua aun pretendía mojarte.
El polvo te arrostraba. Tú, fugazmente, te consumías.
9
Descendiste cual fragmento de sutra hacia la libertad del yak.
Me intuiste, intimaste conmigo. Entrecruzamos señales.
Dejé sobre tus flores una sequedad que no era tal y un dejo de sándalo para todos tus viajes.
10
Hoja que me aprovechó con su ojo, con su prestancia que se acostaba sobre las hierbas. Mi atrevimiento: su atrevimiento.
El pájaro que la sobrevoló se hizo viejo de pronto. Unas manchas se le allegaron a ella de las querellas de insectos.
No languideció: señera, recaló en su hito.
11
Las descubrí gracias al murciélago. Las tomé. Convertílas en amuletos.
Hierbas que en la vereda discrepaban del amargor. Rocío y pedruscos las condujeron al memorial de la caída.
Allende la resolana las emparejé. Nos dimos en equidad.
12
Hierba del mendigo, tal vez. O hierba de las ánimas con un hambre del tamaño de guardianes de templo.
Pereció por tierna y la araña tuvo su duelo.
Me acompañó en mi peregrinar. Sus cabezuelas pensaron por mí.
13
Moraba, con su pelusilla exigua, en el vacío de la albura. Desde la cercana loma le recordaban sus atisbos de amarillez.
La imaginé hierba de los niños entremezclada con sus risas.
La presentí -¿o la supe?- lamida por las lagartijas. La invité a medrar bajo los estandartes, pero le temía al fuego.