Nadie es tan fuerte nos adentra en territorios de personadas acompañadas por gente que no llegan a atenuar la soledad. La desesperanza de vivir en el pasado, donde la melancolía se miente felicidad y cadena. Se quedan ahí. Y después, nada. Promesas que cuando se cumplen no cambian nada. Huecos.

En este libro de cuentos de Pablo Colacrai, nos encontramos con personajes para los que la cabeza es una celda y buscan algún manera de salir a toda costa. Que aceptan su derrota, pero no pueden aceptar la de los demás.

Empecemos por el principio, ¿cómo fue el proceso de escritura y armado del libro de cuentos?

El proceso fue largo. Arranca más de cinco años atrás, cuando, después de publicar el libro anterior (La noche en plena tarde), seguí escribiendo cuentos con el mismo impulso. Escribiendo y descartando, claro. En esa época terminaba más o menos un cuento por mes. Muchos fueron a la papelera de reciclaje y muchos otros todavía esperan a ver si los puedo mejorar. Así y todo, en unos años decidí que tenía material suficiente: una colección de cuentos que compartían un mundo. No me gustan los libros que acumulan cuentos sin construir un universo común. En este caso, había una serie de recurrencias temáticas y de estilo que, me pareció, justificaba que cada uno de esos textos formara parte del mismo libro.

Lo extraño fue que mientras los escribía estaba convencido que estos nuevos cuentos iban a ser algo así como una continuación del otro libro, pero cuando pude tomar distancia y ver cómo había quedado la nueva colección me di cuenta de que habían cambiado levemente los temas que ahora abordaba. Y, también, la forma de abordarlos. Pero esto lo sentí una vez que tuve el libro terminado. No fue un plan. No decidí, conscientemente, mover el rumbo. Es algo que sucedió. Y creo que es lógico. En el medio habían pasado casi cinco años y mis preocupaciones y mis lecturas cambiaron y me llevaron a lugares nuevos.

Después, con el libro terminado empecé a buscar dónde publicarlo. En eso estaba cuando tuve la suerte de que Flavia Pantanelli me pidiera material para Modesto Rimba. Se lo mandé y lo aceptó de inmediato. Entonces nos pusimos a trabajar en la edición. Ella es una lectora formidable y me ayudó mucho a darle los últimos retoques a los cuentos que necesitaban todavía un ajuste más.

Varios de los cuentos muestran una desesperación por ayudar al otro, incluso cuando aquella otra persona no es ni siquiera cercana. Pienso en el hombre que trata de calmar a su mujer embarazada, o al hombre que le compra rosas a la menor, o la madre buscando al gato perdido de la hija. ¿Cómo opera la empatía en la realidad? A veces de los cuentos se desprende que hay que desenchufarla para poder dormir en paz.

Siempre que puedo intento sostener mis historias en los vínculos porque los vínculos son una excelente forma de mostrar a los personajes. Yo trabajo principalmente con anécdotas menores en las que el peso de la historia radica en los mundos interiores de los personajes. Pero ese mundo interior es lo que no se puede poner en palabras. Por eso hay que recurrir a elementos de la exterioridad como los objetos, las acciones o los escenarios. En ese registro están, también, para mí, los vínculos. Las relaciones, entonces, funcionan como una luz para iluminar ese fondo oscuro, oculto de los personajes que, a simple vista, es imposible ver.

En los cuentos que vos mencionás, los personajes, al hablar de los otros, en realidad, están hablando de ellos mismos. Sus impulsos, si se quiere, son más egoístas que empáticos. Están tratando de procesar situaciones emotivas y conflictivas que los superan. Tanto el padre de “Anidar” como la madre de “Todas las noches son pardas” si pudieran escaparse y no enfrentar el problema, no dudarían en hacerlo, pero saben que las consecuencias serían peores. Y la forma en la que piensan esas consecuencias me ayuda a que el lector entienda mejor el verdadero conflicto de la historia.

El personaje “Los incomprendidos” es distinto. Él quiere, sin dudas, ayudar a la nena, pero en su deseo se esconde algo perverso que, quizá, ni él mismo pueda comprender del todo.

Te pido una reflexión acerca de la distorsión de la memoria sobre el recuerdo puntual, tema tocado en ciertos relatos, en especial “La Vuelta Manzana”

La memoria es un tema que me atrae desde siempre. Fue el tema de mi tesina de grado y también de la tesis doctoral que nunca terminé. En su momento leí con atención los textos clásicos de la memoria: Platón, Aristóteles, Bergson, Ricoeur, Halbwalchs, el famoso texto de Nietszche del que Borges saca la idea de Funes. Leí sobre las mnemotécnicas y los mitos de Mnemosine. Leí a Freud, también, por supuesto. Y a Proust, infaltable. Pero todo eso en clave académica. Después, cuando abandoné la investigación y me dediqué de lleno a la literatura ese interés no desapareció. Me seduce esa aporía de la memoria de ser pasado y presente al mismo tiempo. De ser, además, la facultad que nos permite la comprensión del paso del tiempo. Y me seducen, particularmente, las posibilidades narrativas que provoca la distancia, el desfase, entre la experiencia vivida y el recuerdo de esa experiencia, y cómo esa relación puede variar a lo largo del tiempo.

Sin embargo, en el caso de “La vuelta manzana”, la idea de que los hermanos tengan diferentes recuerdos de las mismas anécdotas no estaba en el plan original del cuento. Fue algo a lo que llegué para resolver un problema con el que me encontré en el proceso de escritura: el problema del tono. Contar historias en las que los personajes son chicos siempre me enfrenta al gran problema del tono. No sólo del léxico de los chicos, o de cómo procesa un chico su realidad, sino de cuál es la relación emotiva que debe haber entre el narrador y eso que se está narrando. Ese vínculo es neurálgico y por eso cuando los personajes son chicos el texto siempre surge una dificultad extra. En este caso, la solución fue ubicar la historia en el futuro, en la conversación entre los hermanos ya adultos y, desde ahí, con esa distancia y con esa perspectiva, “entrar”, de sesgo, si se quiere, en la anécdota que quería contar. Muchas veces me pasa eso, buscando resolver un problema narrativo encuentro algo que mejora notablemente la historias. Algo que no hubiera podido pensar a priori emerge en el proceso de escritura y amplía el horizonte del cuento, lo lleva más lejos de mis planes originales. Claro que eso que sale no sale de la nada. En este caso, devino de preocupaciones y de lecturas que yo había hecho con otros fines. De alguna manera, la literatura me sirve muchas veces para encausar recuerdos, experiencias y lecturas que tienen poco que ver entre sí pero que, al coincidir en un relato, adquieren un nuevo sentido. Esa posibilidad de resignificar las lecturas, los recuerdos y las experiencias es una de las cosas que más me divierte de la literatura.

En su gran mayoría, los cuentos presentan una estructura en donde dos personas se encuentran, rodeados por un ambiente al que no puede terminar de pertenecer, no tanto por gustos, si no por el que el presente parece no ser su lugar ya que viven en el pasado. Me gustaría ampliar esta idea y tu opinión acerca de esa ilusión de que todo tiempo pasado -y perdido- es mejor.

Personalmente no creo que todo tiempo pasado sea mejor. Soy nostálgico, es cierto. Pero algo así como un nostálgico escéptico. Me gusta hablar sobre el pasado y recordar cómo eran las cosas antes. Cómo era la ciudad, los lugares, las películas o las costumbres. Pero nunca diría que eso es mejor que lo que hay ahora. Nunca. Sin embargo, algo de esa nostalgia se la suelo contagiar a mis personajes. O, mejor, algo de esa preocupación por el paso del tiempo (que sí me preocupa y de ahí, intuyo, mi fascinación por la memoria) se le adhiere a los personajes casi sin que yo me dé cuenta. En mi primer libro un lector me señaló que el conjunto de relatos provocaba una sensación de una profunda nostalgia. Yo, hasta ese momento, no lo había notado. En éste es más claro, me parece. Ahora a los personajes les preocupa todavía más el paso del tiempo y eso puede tener que ver con la cantidad de chicos que hay en el libro. Nada denuncia tanto el paso del tiempo como la cercanía con un chico. Son la evidencia irrefutable de que nosotros ya no somos los que creíamos que éramos, aunque nos veamos iguales en el espejo.

Con respecto a la elección de los escenarios, se debe a una razón de economía narrativa. Ubicar a los personajes en escenarios que no le son del todo cómodos me permite mostrar mejor y más rápidamente el conflicto del cuento. Además, esa incomodidad, ese no pertenecer (o ese ya no pertenecer) produce una intriga, una tensión que me ayuda a empujar el relato para adelante.

Otro tema que me pareció que funcionaba como andamiaje para un par de relatos es el tema del regalo. Memorias que se tejen en base a uno, la posibilidad redentora de comprar uno y entregarlo, o esperar uno con todas las ganas del mundo y al momento de recibirlo es solo plástico. ¿Fue una búsqueda consciente? ¿De qué manera pensás que articulan estos regalos al momento de dejar su marca en una suerte de huella mnémica?

No, no fue una búsqueda consciente. Como dije antes, el libro se fue armando con los años y al momento de juntar los cuentos aparecieron recurrencias que yo no había previsto a la hora de escribir los cuentos. De todas maneras, el tema de los regalos está vinculado a la presencia de los chicos. Regalar cosas es una de las formas que tenemos los adultos de comunicarnos con los chicos. A veces, para algunos, la única. Eso es algo que me llama la atención: el regalo como un sucedáneo, como reemplazo, del vínculo. Una forma velada de extorsión y de consuelo al mismo tiempo.

Yo no soy de hacer regalos. Me pone de mal humor tener que comprar cualquier cosa, lo que sea. Siento, siempre, que atrás de cada objeto está latente, agazapada, la decepción. Toda promesa trae implícita la posibilidad de la decepción. Yo sé que esa no es la faceta más importante de los regalos, pero es sobre esa posibilidad que me gusta escribir historias. Iluminar, diría, el lado oscuro de los objetos y del acto de regalar que tiene demasiada buena prensa.

Los personajes parecen vivir en cierto filo donde todo está a punto de desarmarse y empiezan a buscar en elementos cotidianos una suerte de símbolos que les auguren el futuro o les den una respuesta para poder combatir sus angustias, ya sea la caída de un cigarrillo o la desaparición de un gato. Me gustaría ahondar en esta cuestión y en la noción de símbolo, que parece de tu interés.

Sin dudas tengo mucho interés por los símbolos. En realidad, lo que me interesa son los objetos comunes, cotidianos que pueden convertirse en símbolos a lo largo de un relato. Un gato, una bicicleta, una nave de juguete, un recital de rock son elementos que intento cargar de sentido para que, al finalizar el cuento, se hayan convertido en otra cosa. Que sean eso y también algo más. Porque ese algo más es lo que tiene valor, lo que muestra lo que el cuento no puede decir. Si el símbolo funciona, el cuento se expande con la lectura y tiene la posibilidad de llegar a lugares que solo no hubiera podido. Si el símbolo no funciona el cuento se queda ahí, en la mera anécdota y rápidamente pasa al olvido. Las historias que a mí me gusta contar están centradas siempre en acontecimientos muy mínimos, casi intrascendentes, por eso es tan importante la posibilidad de constituir símbolos que den cuenta de eso otro que el cuento calla. Del carácter universal, si se quiere, del relato. Si eso no se logra, el cuento queda a mitad camino, se vuelve liviano, inofensivo.

Por otro lado, la construcción de un símbolo da cuenta también del mundo del cuento. O mejor, de la mirada particular que los personajes tienen sobre el mundo. Un símbolo sólo puede ser símbolo si hay un personaje que está viviendo esa historia. Los símbolos no existen en el vacío. No son símbolos a priori, sino que se construyen a lo largo del relato. Por eso, el símbolo también habla de cómo es el mundo para esos personajes. Quiero decir, no es lo mismo si el objeto que deviene símbolo es un gato, una nave de juguete o un cigarrillo. El objeto ya habla del personaje.

Si tuviera que buscar un concepto que hilvane el tejido de los cuentos sería la lucha de los protagonistas por dejar de pensar, gente agobiada una y otra vez por los mismos pensamientos, una lucha que están destinados a perder. Me interesa tu opinión.

Nunca lo había pensado así, pero es probable. Yo soy un (poco) obsesivo. Muchas veces me descubro enredado en un pensamiento durante horas, sabiendo que no tiene sentido seguir pensando en eso, que no voy a llegar a ningún lado y, sin embargo, no puedo dejar de hacerlo. No había notado, hasta ahora que vos lo decís, que les había trasferido esa obsesión a mis personajes también.

¿Quiénes son tus referentes a la hora de escribir?

En primer lugar Chejov, sin dudas. El descubrimiento de las historias de Chejov y su forma de contarlas fue una revelación para mí y se me impuso como modelo a seguir. Pero no es fácil tomar como modelo a un autor del siglo XIX, es necesario hacer una serie de operaciones que permitan “actualizar” los textos. Darles legibilidad, diría. En ese sentido, la obra de Carver, además de ser magnífica, fue una gran enseñanza. Él fue el que me demostró qué había que hacer, cómo se podía “usar”, a Chejov. Chejov y Carver, entonces. Después, en la lista no pueden faltar Katherine Mansfield ni John Berger, autores a los que admiro y he leído y releído muchísimo. Entre los argentinos agregaría a Liliana Heker y a María Teresa Andruetto.

Sin embargo, a la hora de pensar la novela que estoy intentando terminar hace años debería armar otra constelación de influencias. Algo así como una mezcla entre Flaubert, Fitzgerald, Salinger y Tobias Wolff. Sé que suena extraño y ambicioso y que quizá en el resultado final sea difícil distinguir el influjo de esos autores. Pero yo sé exactamente qué partes de la novela y qué decisiones tomé siguiendo el ejemplo de ellos.

¿Cómo trabajas el clima de los relatos?

La única forma de que funcionen mis relatos, basados en historias chicas y casi sin anécdota, es que el lector se compenetre con el ambiente y con el punto de vista de los personajes. Para eso, el clima fundamental. La viga que sostiene toda la estructura, diría. Si el clima falla, el resto se cae a pedazos. Por esa razón subordino todo al clima. Si una frase, una palabra, una descripción o un gesto rompen el clima, los saco. Soy muy estricto. No me permito ninguna digresión, ni reflexión, ni adorno que ponga en riesgo el clima. No importa lo bien que esté o cuánto me guste. Tampoco importa que le sume otras cualidades al relato (color, profundidad, ritmo). Si atenta contra el clima, si lo amenaza, aunque sea en lo más mínimo, tiene que salir. Soy muy cuidadoso porque el clima (o la atmósfera) es algo muy frágil que siempre está en peligro de romperse y que, una vez que se quebró, ya no hay manera de repararlo.

Para cerrar, ¿estás trabajando en algún nuevo proyecto que puedas compartir con nosotros?

Hace mucho que vengo escribiendo y corrigiendo una novela que espero poder terminar este año. Además, ya tengo notas tomadas para otra que no veo la hora de sentarme a escribir. Extrañamente para mí, por ahora, no veo la aparición de más cuentos en el horizonte. De todos modos en estas cosas la planificación es una gran mentira que me hago a mí mismo para no desesperarme. Para creer que tengo un rumbo. Lo cierto es que quizá mañana se me ocurra una buena idea y me siente a escribir un cuento. Uno nunca sabe.

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

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