La colección Lector&s de Ediciones Ampersand, dirigida por Graciela Batticuore, propone un recorrido por las experiencias de lectura transitadas por diferentes voces de la literatura nacional entre las que se encuentran, al momento, Noé Jitrik, José Emilio Burucúa, Daniel Link, Silvia Molloy, Sylvia Iparraguirre y Alan Pauls, para quien “Leer no es solo una pasión de la imaginación: es una práctica diaria, un trabajo, una misión, una militancia, un ritual de burócrata, un tratamiento, una disciplina, una fe, una costumbre, un pecado, una inversión, un compromiso, una deuda, un hobby, una droga –todo al mismo tiempo, todo el tiempo-.”

En esta ocasión presentamos entonces Trance, una biografía de lector escrita en tercera persona a partir de una sucesión de disparadores, “cabos sueltos, ideas fijas, fantasmas, escenas, manías”, que configuran -a lo Barthes- una identidad atravesada por el deseo, la histeria, la neurosis, la fobia…: “Se lee para vivir tanto como para evitar vivir; se lee para saber qué es vivir y cómo es vivir; se lee para escapar de la vida e imaginar una vida posible”, afirma Pauls, y sostiene: “La lectura es exclusiva o no es. Esa es su perversión, su anacronismo y, naturalmente, su potencia: el secreto de su intensidad incomparable.”

Este recorrido por tu historia de lector se organiza a partir de una serie de conceptos que presenta el índice ordenados alfabéticamente, ¿qué te llevó a definir esa estructura? ¿Cómo surgieron esos ítems?

La consigna de la colección era escribir un ensayo personal sobre la lectura. Algo así como una autobiografía de lector. Mi primera reacción, como de costumbre, fue que no tenía nada que decir: nada claro, legible, consistente y definitivo, que son las exigencias salvajes con las que el imperativo autobiográfico suele retumbar en mi oído interno. Pero, a la vez que no tenía idea de qué podía ser yo como lector, pensé que podía decir algo sobre lo que yo hacía o imaginaba hacer cuando leía. Sólo que ese hacer (y sobre todo esa imaginación del hacer) se lleva mal con la cronología y la temporalidad lineal que suelen regir los textos autobiográficos. Así que me pareció mejor, más operativo y estimulante, pensar la experiencia de la lectura como un conjunto de cabos sueltos, ideas fijas, fantasmas, escenas, manías, estereotipos: cosas que tal vez no definieran una identidad de lector pero permitirían, en el mejor de los casos, asomarse a una práctica y sus protocolos, de los más serios a los más frívolos. Pero hacía falta un orden, algo que sostuviera todas esas “entradas” sin imponerles una dirección, una narrativa, una tesis, y el principio alfabético es perfecto para resolver eso: no implica ningún sentido, no jerarquiza, arma una ficción de consistencia y permite entrar en el libro por cualquier parte (que es lo que las autobiografías en general prohíben).

¿Por qué un Trance en tercera persona?

En principio por pudor. Para poder decir lo que de otro modo me daría vergüenza decir. Y también, de algún modo, para despegar lo que escribo de mí, de mi yo, de mi persona; volverlo un poco impersonal, o impostado, o seudoficcional. Es la lección que aprendí de Barthes, que a su vez la aprendió de lo más arcaico que tiene el teatro: la máscara (que es como decir: la convención).

En el comienzo, el texto señala dos de tus supersticiones de lector. La primera es: “… lo que importa no son las palabras sino lo que hay entre ellas”. ¿De qué modo se accede a ese intersticio? ¿Qué hay entre las palabras?

Sentido, simplemente. El sentido no es algo que “corresponde” con una palabra, ni siquiera con una frase, sino una especie de rastro o de estela que va produciéndose entre palabras y frases, y así se produce también cuando se escribe. No existe antes de escribir, y tampoco antes de leer. Mal que les pese a los diccionarios, el sentido no está en ningún lugar, no tiene sede —no, al menos, en las cosas que a mí me gusta leer. Es más: basta que un libro me haga sentir que su sentido está alojado en alguna parte (un personaje, un “tema”, una escena en particular, un “contenido”) para que deje en el acto de interesarme.

¿Y si la relación de la lectura con la vida no fuera de oposición, ni de exclusión, ni de enseñanza, ni de complementariedad, sino -como sabe cualquiera que, con las pestañas ardiendo se niega a apartar los ojos del libro que se las quema- pura y simplemente de histeria?”, propone el apartado “barthes/borges”. ¿Cómo definirías, en ese caso, esa histeria?

Lo dice Proust en Sobre la lectura: renunciás a la vida por la literatura, y cuando pensás en la literatura lo que se te aparece es todo lo que decidiste no vivir por ella. Te decidas por leer o por vivir, no hay manera de que el otro excluido no quede de algún modo en el horizonte como el objeto de deseo que deberías haber elegido.

Para seguir en la línea del psicoanálisis, ¿en qué consiste esa suerte de intoxicación menor que definís como “neurosis de lectura”?

Tener la mesa de luz hasta el techo de libros y no encontrar qué leer. Empezar algo y dejarlo. Leer y exasperarte con lo que leés. Abrir la valija y descubrir que lo que llevaste para leer te deja totalmente frío. Volver a un clásico juzgado infalible y sentirse estafado. He llegado a pasarme meses en esa especie de clinch ridículo, a la vez desgastante y perfectamente infantil. Es como cuando el bebé se pelea con la teta de su madre: ¿qué sino neurosis pura es ese forcejeo enfurruñado con lo único que uno quiere y reconoce en el mundo?

Son muchas las lecturas que estas páginas mencionan, entre ellas En busca del tiempo perdido impone un plan en particular: “Leerlo a lo largo de un año –sin leer ninguna otra cosa (…) tarda en sucumbir a la hipnosis proustiana y arrecian, además, las tentaciones del adulterio (…) Pero el lector que está hecho para la privación conoce bien el placer de agregar un nuevo trofeo al botín de los días castos. El libro, por lo demás, se pone a hacer efecto.” ¿Qué te trajo esa lectura trofeo?

Un cambio total en la manera de pensar la relación entre literatura y vida. Hasta ese momento yo era partidario de un corte total: para escribir, pensaba, había que cortar con la vida. Proust me arrancó de cuajo de esa posición defensiva. A partir de ahí, la palabra clave fue porosidad.

El estructuralismo, causa a la que declarás adherir muy temprano, se presenta como tu primer sistema de lectura. ¿Cuáles vinieron después?

Después ya no hubo sistemas. La misma palabra “sistema” entró en un descrédito del que no se recuperaría. Lo que hubo después fueron escritores, ideas, líneas de fuerza, ciertos usos de la literatura que siguieron enseñándome y obligándome a leer, pero a la sombra no de un repertorio de principios sino de una contingencia siempre singular: un género como el ensayo, por ejemplo (Walter Benjamin) o las hipótesis de la estética (mucho más audaces y abiertas que las de la teoría o la crítica literaria) o incluso los insights filosóficos del arte contemporáneo, que no dan nada por sentado y saben ser una escuela de lectura genial.

Piglia no hace devoluciones; subraya, señala, es tu primer gran lector. Con él compartís, entre otras cosas, tu escena originaria de lector: un niño sentado en el cordón de la vereda lee un libro que está al revés. ¿Cómo nace esa relación discipular?

1976. Yo estudiaba en grupo con Josefina Ludmer y era fan de Nombre falso. (El “Homenaje a Roberto Arlt” fue para mí lo que “El Aleph” debió haber sido para él.) Todos los miércoles, promediada la sesión del grupo, oía una llave escarbar en la puerta y sentía a Piglia —que por entonces vivía con Ludmer— pasar por atrás mío con sigilo, casi invisible, para perderse en alguna habitación del departamento. Pensé que nunca volvería a estar tan cerca de un escritor que me gustara tanto, y nunca con la banca tan a mi favor. Así que lo llamé y le pregunté si aceptaría leer unas cosas que había escrito. Y Piglia me citó en Los Galgos, donde por primera vez vi su modus operandi con los sandwiches: los cortaba en pedacitos antes de comérselos.

“… él, que nunca quiso “ser escritor” sino escribir (a tal punto que hasta bien entrada su vida de escritor niega de derecho la existencia de los escritores), comprende -es lo que le enseña su escena originaria de lector- que antes de querer leer (…) quiso ser un lector.” ¿A qué remitía esa negación que declarás entre paréntesis?

A la persona de los escritores, y al hecho de que lo que me interesaba era una práctica y una experiencia (todo lo que sucedía al escribir), no un ideal (ser escritor). De chico pensaba que todos los escritores estaban muertos —no sólo los muertos. Ser escritor era estar muerto. Si había libros, ¿para qué hacían falta autores? La existencia misma del libro volvía superflua la existencia de sus autores. Los libros existían en lugar de sus autores. Era el mejor de los mundos posibles. Un mundo de textos —sin sujetos, sin imagen, ni vanidad, ni “nombre” —. Creo que tenía más de treinta años cuando leí mi primera biografía de escritor.

En cuanto al oficio de la traducción, decís: “sólo los escritores que traducen se animan a lo que suena imposible: escribir una lectura”. ¿Podrías ampliar esa idea? ¿En qué términos concebís la convivencia de la voz del autor y la del traductor en ese pasaje? ¿Qué traducciones te trajeron mayor placer? ¿Por qué?

Lo que los traductores hacen cuando traducen es al mismo tiempo leer e interpretar. Igual que los cantantes, que leen la partitura al mismo tiempo que la cantan. Traducir, en ese sentido, es algo más del orden del cantar que del leer —aunque los traductores son los lectores más temibles, porque son los únicos que siguen leyendo de cerca—.

Para cerrar, ¿cómo ves, hoy día, el panorama político, cultural, literario?

Deprimente en términos oficiales, donde parece imperar la idea (la única idea) de una “modernización” basada en la fe en el emprendedorismo, la tercerización a mansalva y la parodia de democracia directa de las redes sociales. Pero todos sabemos que la política y la cultura en este país siempre se han hecho de espaldas a (si no directamente contra) lo Oficial.

Sobre El Autor

Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Escribe poesía, literatura infanto juvenil, y se dedica también a la dramaturgia. Se formó como actriz con Carlos Gandolfo, Augusto Fernándes y Pompeyo Audivert, entre otros maestros. Da clases de literatura, talleres de escritura y de teatro. Co-fundadora y Jefa de Redacción del portal Evaristo cultural, es editora del sello Evaristo Editorial. Como periodista cultural, colaboró a su vez en diversas publicaciones (Revista Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla -México-; Agulha Revista de Cultura -Brasil-; Hablar de Poesía -Argentina-, entre otras). Se dedica también al trabajo social. En 2019 recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes para su proyecto Poéticas de la percepción / Entrevistas sobre poesía. Es parte del equipo de Gestión y políticas culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.

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