El enigma de una escultura. Los ojos de los otros sobre las huellas ocultas de un pasado presente; y el ardid pensado para intentar borrarlas.
En esta construcción un elemento, esencial, es el tiempo. Sí, el tiempo entendido como una prolongada extensión de tantos años transcurridos desde aquel suceso.
Y el tiempo que marca la clara oportunidad o la idea de un demasiado tarde. El retardo del tiempo. El tiempo suspendido. Y el vacío.
Una novela que se inscribe en el ir y venir de la memoria cuando pesan las culpas propias y ajenas.
Una voz narrativa que cautiva, con destreza, haciendo de lenguaje y trama la densidad propicia para el mejor universo posible. Para hacernos sentir, aun tapándonos los ojos, como el avestruz, la cruda realidad que asoma entre los dedos, hasta enrostrarnos secuencias, en alguna imagen, de la crueldad que se esconde hábilmente, reconociéndose impune hasta la muerte. Así, la venganza frustrada.
El escenario, un espacio nada antojadizo como lugar de los hechos, nos ubica entre un pueblo más y el campo que acuna la soja. Son hombres los que, en Los árboles, asumen el mayor protagonismo, reservándole a las mujeres escasa participación activa, aunque una de ellas quedará inmortalizada.
Emilio García Wehbi escribe: “El padre siempre hace sombra. Mejor dicho: el padre es siempre la sombra muerta del hijo. Es un Doppelgänger viejo, oscuro, incorpóreo que camina a su lado, que no lo abandona nunca y que lo guía siempre hacia el pasado… siempre es un representante exclusivo de Tánatos que duerme con el uniforme puesto y caga con la puerta abierta, listo para acudir al entierro de su hijo con lágrimas de cocodrilo y un puñado de tierra en su mano cuando sea necesario, una amenaza al yo incluso en las horas en las que Morfeo se apiada de las pobres almas y nos ofrece un breve lapso de sosiego. Conoce de memoria el camino del cementerio, puesto que de allí viene…”. Esta reflexión incluida en Trilogía de la Columna Durruti, sin dudas comulga con uno de los aspectos fundamentales de la excelente novela de Hugo Correa Luna, en la que el juego de las palabras abre el juego de la memoria y, en un ida y vuelta, encaja en lo fantasmal, atrayendo aparecidos.
“A la memoria de Juan José Saer, por su voz, por sus libros”. Así comienza la lectura y sigue con una reflexión del mismo autor, que relaciona espacio y tiempo. Teniendo en cuenta el estilo narrativo en general e, incluso, rescatando algún apellido, como ser el de Garay, ¿me pregunto si estamos ante un homenaje sostenido, mediante la escritura de “Los árboles”?
Por supuesto que existe ese homenaje a Saer, o por lo menos una celebración de la escritura de Saer, que sobreabunda en el texto: en la dedicatoria, en el epígrafe, en la escritura, en algún personaje como García Garay y en el final con la pelota amarilla, así que la palabra “sostenido” es muy cierta. Pero también está presente Rulfo: “Vine a Comala porque me lo pidió mi madre”. Es la madre del personaje, de Eric Balbiani, la que le pide que vaya a Ingeniero Wrightsman. En lo temático, sin embargo, no parece tan saeriano: lo fantasmático, esa ruralidad más pampeana y algo que está en todas mis novelas, que es el que llega a un lugar, el extraño o el que vuelve. ¿Por qué Saer?, bueno, me gustaba un tono que, después me di cuenta, tenía mucho que ver con él, entonces, en vez de “limpiarlo”, de disimularlo, decidí exagerarlo. Era justo, al fin y al cabo lo tomaba como un legado suyo.
¿Qué más podés decirnos acerca del proceso de escritura en este caso?
Del proceso de escritura puedo decir muchas cosas, muchísimas cosas. Lo primero tiene que ver con mi escritura en general. Yo siempre busco en mis textos una voz distinta, una voz que no haya usado antes; esto es así por lo menos en El enigma de Herbert Hjortsberg –publicada en España en el 2005– y La pura realidad –en el 2007 en Losada–; las dos muy distintas entre sí, de la misma manera que la voz de ambas no tiene nada que ver con la de Los árboles y, encima, se viene una cuarta que también es otra cosa. No me interesa eso que se valora tanto, como “la voz de un autor”, sino la voz que sea necesaria para la obra. Eso de la voz del autor, para mí, es un criterio comercial y no artístico.
Los árboles surgió en un viaje aburridísimo en ómnibus, desde Merlo (San Luis) hasta Venado Tuerto (Santa Fe) que duró como ocho horas porque el micro entraba en cada uno de los pueblos. Veía que todos eran iguales: las casas, la plaza… y empecé a imaginarme lo que tenían de diferente y que yo no podía ver. Eso quedó relegado –se trataba de esos fantaseos, de esas duermevelas detrás de una ventanilla– cuando llegué a Venado Tuerto, donde vive mi hermano que es veterinario. Ahí él un día me contó algo de la vida de los chacareros que arrendaron sus campos a pools de empresarios que siembran soja. Eso me dio la idea de “campo fantasma”, en vez de “pueblo fantasma”. Cuando apareció la palabra esa, “fantasma”, se desencadenó todo. Pero la trama la fui percibiendo a través de la escritura. Es en ella que nace la historia. Por lo menos así trabajo yo. No puedo planificar porque no puedo pensar la historia por afuera de la escritura. Yo lo llamo a eso “ver la historia con los ojos de la escritura”. La idea de fantasma, ya en Buenos Aires, fue armándome una melodía lenta, vacilante, repetitiva, que poco a poco se transformó en la novela.
Elegiste un lugar, que bautizaste “Ing. Wrightsman”, para desarrollar la idea de una virtual transformación que enmarca esta historia, ¿qué podés decirnos al respecto?
Busqué ese corredor de pueblos como Armstrong, Wheelright, Arrecifes, ese corredor agrario que llega a Venado Tuerto. Si uno se fija en la ubicación geográfica de Ing. Wrightsman, se encuentra con que está más o menos por Venado Tuerto, que es algo así como una de las capitales argentinas de la soja, me parece. Pero además detrás de ese nombre se esconde obviamente la palabra write.
Y, elegiste una época, marcada por las edades de los personajes y, partiendo de ahí, describís una interacción que los relaciona socialmente. Por favor, hablanos de ello.
La época en la que yo pensaba era la de los 90, pleno menemato. Y en relación a esto, aparece otro fantasma: el tren que ya no funciona. Los personajes son esa clase media chacarera que se vio beneficiada con la soja y arrendó el campo a pools de inversores; todos esos chacareros se mudaron para el pueblo, y ahí andan, algunos, a veces, como alma en pena, perdurando con la ayuda del dominó y el truco. Esto, más aquel pasado que vuelve a través de Balbiani, la hace una novela de la nostalgia, no de una época tal vez, sino más bien de lo que pudo haber sido y lo que son los personajes.
Los personajes principales – y pretendo incluir al narrador – son todos hombres: Valerio Gardini y su hijo. Antonio Marchiarena, Eric Balbiani, el Tero González, el Ñato Mckinnan, García Garay, el Turco Becerra, el padre Ambrosio Lima, el Gringo Lódola. Y tantos más que acompañarían el relato a los efectos de remarcar una fuerte presencia masculina en esta historia: el doctor Alessandri, Panizza, el Negro D´Amato, Hermes Cristófalo, Raimundo Mangone, don Reale, Macareno Molina, José Ubiñas, Fermín Solana Barbero.- Hasta Salame (el perro) es macho. ¿Es acertado pensar en una supuesta intención de haber querido mostrar así una sociedad machista?, ¿el cambio de mentalidad y la reacción se evidenciaría, por ejemplo, en la relación tirante que mantiene el Tero González con su hija mayor, Luciana, la rebelde?
Indudablemente se trata de una sociedad machista la de la novela, anclada en la idea arcaica de la mujer en la casa y el hombre afuera, trabajando… o en el Club Social. No hay otro lugar, en esa sociedad, para el hombre. La mujer, en cambio, se mantiene en su lugar y sigue trabajando. Es de señalar, por otro lado, que en el mundo de los hijos de la novela, por lo menos los que tienen algún protagonismo, a diferencia de lo que ocurre en el mundo de sus padres, son mujeres. Aunque también, contradictoriamente, uno de los personajes principales es varón y se define, de manera central, como hijo ya desde el nombre: Valerio Gardini (h). Creo que los varones de esa sociedad establecen una continuidad. Las mujeres también, claro; entre las hijas del Tero González están cubiertos el rol de la obediente y Luciana que, evidentemente, es una ruptura del paradigma: profesional, rebelde, vive en la ciudad, en Rosario.
¿Qué opinión te merece el tema de producción sojera que cambió las reglas de juego en el campo y en los pueblos?
Bueno, primero hay que pensar en lo siguiente. El único personaje que siente algún rechazo por la situación de ese campo devenido sojero es García Garay, pero se trata de un retrógrado, de alguien que vive en un campo-reliquia, tan fantasma, quizá, como el sojero; de alguien que quisiera que vuelva el gaucho y la ganadería, la civilización del caballo. Los demás, de alguna forma, están conformes; sienten quizá que les falta algo pero están conformes.
Ahora, en cuanto a nuestra realidad, más allá de la novela, a riesgo de parecer un opinólogo, pienso que están matando el campo a pura soja y dejando una tierra estéril y que no escurre bien y entonces aparecen las inundaciones, además de ese veneno que es el glifosato. Seguramente, será como dicen los que saben: un equilibrio entre ganadería y agricultura, una agricultura que rote cultivos es a largo plazo más rendidora, pero acá se busca la ganancia inmediata. Aunque no soy ningún experto y confío en la descripción de mi hermano.
Y, si la pregunta se refiere al tema de las retenciones, lo que pienso es que el suelo es ante todo un bien nacional, que es justo, si el productor usufructúa ese suelo, que algo vaya a todos los argentinos, es decir al estado.
Pienso en la escultura entronizada en la Iglesia del cementerio; pienso en la muerte y en ese lugar como espacio simbólico. Pienso en el cura confesor que guarda el secreto que debió confiarle Valerio Gardini (h), y pienso en el carancho negro en cruz, en esa “crucecita negra” en el firmamento. Y ahora te pregunto a vos, ¿qué pensás de la Iglesia y el patriarcado?
Antes de opinar, aclaro: fui bautizado y educado en el catolicismo, fui monaguillo, fui a colegios parroquiales. Cuando tuve edad para decidir por mí mismo estas cosas, dejé de ser monaguillo y de ir a misa; mirá cuánto hace que todavía era en latín la misa cuando dejé, a eso de los trece años; aunque siguieron mandándome a colegio parroquial. No tengo simpatía hacia la iglesia –aunque respeto a los curas villeros, a los de opción por los pobres y conocí a un obispo como Nevares, que me pareció un grande–, pienso que la religión encuentra en Borges su definición perfecta: es una rama de la ciencia ficción.
La iglesia es una institución más de control social, de disciplinamiento y homogeinización. No puedo decir qué debería hacer ella pero sí qué deberíamos hacer nosotros con ella: separarla del estado, además deberíamos fomentar la apostasía para tener las cuentas claras acerca de quiénes son de veras católicos.
Sin duda tuvo un enorme papel en el rechazo a la ley de despenalización del aborto por la cantidad de senadores que suponen que respetar los arbitrios de la iglesia es más importante que las mujeres que mueren por los abortos clandestinos. Esto y otras cuestiones la hacen un importantísimo sostén del patriarcado; basta ver en qué consiste: una institución hecha de hombres que excluye a la mujer de su vida amorosa/sexual impide que la mujer goce con su cuerpo y cree que su destino es ser madre: un asco de gente.
Una mujer, en esta historia, podría haber optado por abortar, y no lo hizo. Hablemos de ello, por favor. Y de la ley que no fue.
No, no podría haber optado, porque en la época y lugar a la que esa mujer pertenece le está negada por completo la opción, que es del hombre, por otra parte; él tiene el poder de decidir ese aborto y no de ofrecerlo. Es decir: le está negada también ahora y en cualquier lugar del país. Pero en su época, y en un pueblo, no existía, como ocurre ahora, más de un cincuenta por ciento de la sociedad que aceptara la opción.
Las leyes, sobre todo las que están con todo derecho en la boca de todos, en la discusión, como es el proyecto ley de despenalización del aborto, requieren de legitimidad y es obvio que el rechazo no la tiene; quizá pueda decirse que tampoco es clara la legitimidad de su aceptación; todo esto si se mide en números, en porcentajes de apoyo o rechazo, que no están definidos, aunque sí estimados. Lo que yo pienso es, como decimos muchos, muchísimos, los pañuelos celestes están dando sus últimas batallas o, mejor, sus últimas victorias. Y, como dijo Pino Solanas, la ley será. Pero aunque ese es el real éxito no deja de doler el rechazo. Duele por las pibas –y ya conocimos una– que ya no podrán esperar su beneficio que serán víctimas. Por eso es que debemos recordar los nombres de cada uno de los senadores y diputados que votaron en contra o se abstuvieron, porque ellos son responsables de cada una de las muertes por aborto clandestino que ocurran de aquí en más.
La idea fija por cruzar el límite de edad alcanzado por el progenitor, en este caso se traduce en una verdadera obsesión del hombre gris que, aparentemente, sólo en ese punto podría superar al padre. Y entonces me viene a la cabeza Eladia Blázquez cuando dice: “¡No! Permanecer y transcurrir / No es perdurar, no es existir /Ni honrar la vida. (Merecer la vida no es callar y consentir)…” ¿Qué pensás que respondería tu personaje?
Me acuerdo que cuando supe que yo mismo estaba por superar la edad de mi padre sentí algo raro: pensé que iba a ser mayor que él. Pero sobre todo me impresionó la medida, la mensura del tiempo. Él murió a los 67, yo tengo 69; por supuesto, simplemente llevo más tiempo de existencia del que tuvo él. Lo que se me armó fue la pregunta: ¿cuál sería ese diálogo imposible? Me resultó inimaginable: un hijo que le da consejos de viejo vizcacha al padre. ¡Absurdo! No obstante, me pareció un tema que podía inquietar, obsesionar a Valerio Gardini hijo, que se ha resignado a ser una sombra de su padre y que tal vez sea en lo único que –siente– podría superarlo, como bien decís.
En realidad, uno de los temas de la novela es el tiempo, es claro; ya el epígrafe, sacado de Glosa, lo establece así. Y este es otra forma de traerlo al mundo. Lo que me interesa es eso: ¿cuántas formas de preguntar por el tiempo hay?, ¿cuántas de medirlo y cuántas de dimensionarlo? A mí me gusta especialmente la pregunta de San Agustín: ¿Qué es el tiempo? Cuando no me lo preguntan lo sé y cuando me lo preguntan dejo de saberlo.
La respuesta de Valerio Gardini es contundente: se muere. Ya cumplió su misión en la vida, le ganó esa carrera al padre, su vida pierde sentido. Tanto, que ni siquiera es culpable del hecho por el cual se reúnen todos los personajes al final de la novela: solo es un testigo.
La novela reúne una serie de señales que, en principio y por sí solas, podrían presentarse como carentes de un sentido claro y, sin embargo, operan como avisos que dan un rastreo cognitivo de la idea planteada, permitiendo, sí, inferir la existencia de ese algo que no se llega a percibir nítidamente. ¿Cómo surge la idea de esta articulación de indicios?
Si no existieran los indicios, ese final sería un poco tramposo. La idea es la misma del policial de enigma: los indicios deben esconderse, no ser demasiado evidentes. Pero hay muchos modos de esconderlos: yo busqué el de “La carta robada”. Es también como lo dice Todorov en La literatura fantástica, postula que en ella lo que parece una metáfora termina siendo literal y no metáfora. Ese es básicamente el juego. Y cuando los viejos chacareros en el asado discuten sobre esa frase ridícula, lo hacen a partir de otra que es también como la carta robada, porque habla de lo que está a la vista: el árbol no deja ver el bosque, que tiene además la ventaja de que sobredetermina el tema de los árboles. Para que eso ocurra también está esa voz que se retuerce sobre sí misma, un poco funambulesca, como una voz que dice como si olvidara que acaba de decir, entonces en ese laberinto se esconden bastante bien los indicios que, por supuesto, son ante todo palabras.
¿Cómo ves el mercado editorial en tiempos duros?
Lo veo mágico, porque cómo sobrevive a la impiedad de este gobierno de almaceneros –con perdón de los almaceneros– que solo miden la viabilidad de todo como ganancia monetaria es un milagro. Este es un país que cuenta con lo que se llama minorías intensas y, por supuesto, una de esas minorías intensas está en la cultura y dentro de la cultura el campo literario es una minoría intensa que tal vez ha tendido redes entre autores y lectores a través de los talleres –¿cuántos talleres debe haber solo en Buenos Aires?–, de manera que lo atraviesa una horizontalidad, una relación entre autores, libreros, editoriales y lectores, con más nudos, con más lazos que la que existía antes, que era a través de un mostrador de librería, o alguna conferencia. La relación era distante. Además, claro, están las redes virtuales. Todo eso ha forjado una trama que se hizo visible de un modo para mí emocionante en la reciente feria de editores independientes: la enorme calidad de los libros y me refiero a los objetos, no a la calidad literaria, pero no por hacer ninguna ironía, sino porque el público puede pensar en cierta marginalidad de esas editoriales peroen verdad hacen un trabajo excelente de diseño. Dejé de lado la calidad literaria, porque no leí pero sí vi. Hay en el sentido literario de todo, es claro. Lo que importa es ese trabajo de resistencia cultural. Seguramente van a caer muchos, porque se hace a pulmón y el momento del país, para eso, es desgarrador. Pero yo tengo la nítida impresión de que antes de que ellos caigan, van a caer estos malandras que nos gobiernan. Así que, en suma, veo buena salud en el mercado editorial.
Por supuesto, las grandes editoriales forman parte del universo multinacional y terminan –si de literatura hablamos– cosechando lo que se forma en las independientes.
¿Tenés algún proyecto en mente?
Siempre hay una novela en danza y quizá pronto haya novedades, pero subrayo el “quizá” con más énfasis que el “haya novedades”. Además, últimamente estuve más abocado a la poesía. Estoy con mucho trabajo de talleres y me resta el tiempo que necesito para una novela; para escribir novela necesito alcanzar una relación intensa con la voz, a lo que se suma la lógica de los hechos que se narran, los personajes, todo eso hace que me lleve un par de horas alcanzar esa concentración y no tengo ahora dos horas de completa libertad para dedicarme a eso. Pero esa intensidad, con la poesía, la logro apenas con la feliz alianza de una serie de palabras, no necesito más, y lo que me gusta es precisamente eso: que se trata de ligarse con la pura palabra. Hacía como treinta años que no me dedicaba a la poesía: en 1989 publiqué un poemario, Andado poesía, y de ahí en más trabajé con la narración.
También, es claro, tengo proyectos de talleres y de cursos. Esto es algo de lo que no puedo prescindir tampoco. Y no solo porque vivo de eso, sino porque la escritura es un lugar solitario: los talleres y los cursos, en cambio, son un lugar de encuentro claro donde hablar, cambiar ideas, pensar sobre la literatura con otros.