UN ORDENADOR DE LA CULTURA
La revolución cultural que representó a principios del siglo XX el cine. El pensamiento que puede generar, y la potencia de dicho pensamiento. El grado de intelectualidad que alcanza la imagen.
El cine como “arte de masas”. El cine como parte de la historia de las artes. El cine y la política.
Un trabajo intelectual polifacético que, por su amplitud y profundidad, cubre todas las expectativas.
El ensayo reconoce, en la aparición del cine, una irrupción creativa, una valoración original, una evolución signada por hitos y una penetración cuya eficacia convierte a este fenómeno audio visual en una suerte de “ordenador de la cultura”.
El cine nos enseñó a naturalizarlo todo, aun lo monstruoso que nos contiene -dice Schwarzböck-.
La lectura de este libro se inscribiría en un proceso de asimilación a partir de una precomprensión entendida como virtual paso previo hacia la cabal interiorización del tema.
La autora pone su mirada, prima facie, sobre la dimensión estética; y lo hace sin desatender aspectos que enmarcan y fortalecen este ensayo escrito a la luz de una realidad histórica y social. Asimismo, pone en evidencia una contradicción que hace ruido entre dos mundos, el creado por la película y el que ampara y desampara a la realidad cotidiana, que pisa fuerte en tiempo y espacio.
Así, desde un marco teórico, Silvia Schwarzböck nos invita a dilucidar la naturaleza del cine desde su articulación con la vida real, con la sociedad en general y con varias otras expresiones artísticas. Para ello, establece un antes, un durante y un después en relación con el registro de tres períodos que señala y distingue, con expresión de motivos. El clásico, en primer término, el moderno, que le seguiría a continuación y, finalmente, el contemporáneo.
Cada una de esas etapas reviste sus propias características y, sus particularidades marcan la relación puntual con los espectadores. Así cobra interés la idea de masas, también la figura del espectador en formación y las consideraciones acerca del cine como creador del sujeto.
“Durante el período clásico, los espectadores ven películas populares, no películas clásicas. Una película recién es clásica cunado su contradicción con el mundo real puede ser disfrutada. Lo que se disfruta de una película, al considerarla clásica, es la conciencia de esa contradicción, la misma que, mientras la película es popular, no se hace explícita. El período clásico, en este sentido, es el período en el que el cine forma a su espectador. Ese período dura, aproximadamente, hasta 1960.
En 1960 se estrena Psicosis, de Alfred Hitchcock, la película que revela que el espectador de cine, por el modo en que la cámara lo sobreentiende, ya está debidamente formado”.
“Durante el período clásico, la contradicción entre el mundo creado por la película ( el mundo cinematográfico) y la vida cotidiana ( el mundo extra-cinematográfico) forma al público como espectador de cine. Ese espectador, mientras disfruta, no percibe la contradicción por la que es formado. Si no la advierte, la contradicción no es un saber, sino la causa del placer estético (de un placer estético no basado en la ironía). Un espectador en formación no se siente superior a las películas que lo forman. El cine, por ser popular, lo trata legítimamente como pueblo: actúa como un arte de Estado. Solo que no existe otro cine, por el momento, que el popular (las incursiones de las vanguardias en el soporte cinematográfico, realizadas sin voluntad de ser masivas, sucedieron, fuera de la Unión Soviética, mientras el cine no era, todavía, un arte de Estado)”.
Es la contradicción lo que hace del mundo cinematográfico un mundo moral.
Queda claro que, a su tiempo, el acontecimiento que estaría marcando un nuevo punto de partida, sería Psicosis, la obra maestra de Hitchcock, abriendo la década del ´60 y, al respecto, la autora del ensayo explica, con solvencia, las razones por las que se da por clausurada una primera etapa. El siguiente mojón estaría dado una década más tarde en virtud de la puesta en escena de EL padrino.
“Toda la historia del cine -piensan Straub y Huillet- es moderna. No existe el cine clásico. Todo cine es brechtiano. El brechtismo cinematográfico, a su vez, resignifica todo lo que en las artes hubiera de brechtiano antes de la invención del cine. Todas las artes, desde mediados del siglo XX, deben medir la modernidad de sus procedimientos, en términos de brechtismo, comparándolos con los procedimientos cinematográficos . En la comparación, los procedimientos artísticos precinematográficos pueden resultar más (o menos) brechtianos -es decir, más (o menos) modernos- que los procedimientos cinematográficos. El cine, que no puede ser sino brechtiano, pasa a ser la vara del modernismo (del modernismo pensado como brechtismo) en el resto de las artes.”
“Straub y Huillet interpretan el brechtismo cinematográfico de la misma manera en que Borges interpreta la capacidad de Kafka de crear sus precursores: si el lector de Kafka empieza a leer retrospectivamente lo kafkiano en textos de todos los siglos, el espectador de cine encuentra lo brechtiano – cinematográfico en toda la historia de las artes. Una vez que el brechtismo aparece en el cine, exige juzgar de nuevo (y con sus propios parámetros modernizantes) la historia de las artes. De ahí que Straub y Huillet puedan sostener que John Ford es el cineasta que, después de haber llevado el cine norteamericano a su apogeo (con Two Rode Together, The Searchers y Horse Soldiers) y haber precipitado su caída ( con Liberty Balance y Cheyenne Autumm), logra sublimarlo con su última Película: Seven Women. Semejante valoración, de parte de dos cineastas marxistas, hacia un cineasta católico, conservador y anticomunista como John Ford, se basa en la idea de que el western requiere ser juzgado desde una racionalidad estrictamente cinematográfica. (..…) El brechtismo cinematográfico disuelve lo clásico. No existe el cine clásico. Los hitos del cine son todos protomodernos. No hay término de comparación entre Las diabólica (Les Diaboliques) de Clouzot y La llamada fatal ( Dial M for Murder) deHitchcock, como tampoco lo hay entre `el más miserable folletín´y Dostoievski (o Faulkner)”.
Hitchcock, Kafka y la “villanía adulta” que identifica, al villano, con el plan que le permite gozar de impunidad. Esto juega con la idea de construcción de una figura, la del “falso culpable”.
Silvia Schwarzböck, al tratar este tema, afirma que, después de Hitchcock, los anteriores villanos, aquellos que amedrentaban por su facha, son reconocidos como los“villanos infantiles”. Siguiendo esta misma línea expresa que, con la villanía adulta, se invierte la lógica del precursor. Y, en estos términos asegura que, así, el cine crea “una maldad propiamente cinematográfica”.
Si hablamos de períodos, de culpables, importa aclarar que, «… La construcción de impunidad, en la contemporaneidad cinematográfica, no tiene los límites del arte de Estado: no requiere ni de villanía maquiavélica ni de sufrimiento de inocentes. El calvario del falso culpable, como demostración matemática de la maestría del villano, resulta, frente a la frialdad del espectador contemporáneo, un sadomasoquismo de Estado benefactor.
La omnipresencia del Estado en el arte de Estado, cuando el cine era popular, pasaba mayormente inadvertida. Salvo para quien, por estar frente al Estado en condiciones de ser perseguido ( por su disidencia) o castigado (por transgredir la ley), se sentía visible para su ojo impiadoso, que solo registra las malas acciones.
No obstante, cuando alguien, por la razón que sea, se siente mirado por el más frío de todos los monstruos fríos empieza, a su vez, a mirarlo. Por eso, si un film adopta, a partir de cierto momento histórico (en un contexto de crisis de la industria cinematográfica), el punto de vista de quien está fuera de la ley – como hace El padrino -es porque, desde esa posición, es el Estado (y no el delito) el que pierde su invisibilidad: el monstruo mira y, en consecuencia es mirado.
Ahora bien: quien logra mirar al monstruo puede convertirse, como se sabe, en monstruo”
Entre los tantos aportes, que ofrece este ensayo, encontramos todo aquello que gira alrededor de la teoría de la catarsis. Una liberación de las pasiones más difíciles de controlar. Asimismo, prestamos especial atención al tema de la manipulación mediante el cine, y entonces advertimos lo que puede llegar a influenciar en la subjetividad del espectador.
Nos detenemos en la popularidad del cine, en su capacidad de interpelarnos con dilemas éticos.
Y acompañamos la argumentación filosófica al tiempo que reconocemos una suerte de construcción social desde la creación cinematográfica.
“Las películas compiten con los libros en la formación del público, transforman la percepción y lo preparan para los medios venideros, de la TV a Internet”.
La izquierda, desde el modernismo cinematográfico, se ha empeñado en lograr la reescritura de la historia del arte. Entiende que es el cine el instrumento adecuado para romper la dialéctica entre lo serio y lo ligero. Así persigue emancipar toda la cultura – de la división entre alta y baja cultura -.
La autora reconoce un giro estético de la izquierda, un giro que se traduce en comprender de otra manera la teoría como praxis. La idea fuerza pasaría por apropiarse de lo, hasta cierto momento, considerado “alta cultura”.
Una parte importante de este trabajo estaría destinado a demostrar aquella conexión existente entre el fenómeno que se analiza y las expresiones políticas inherentes a cada sistema, a cada régimen imperante en determinado tiempo y espacio.
La conciencia de que el cine ha llegado a representar un “arte de Estado”, es lo que le permite a la izquierda cinematográfica apropiarse de él como alta cultura – advierte la autora de este ensayo -. Partiendo de esta premisa, el cine emanciparía a toda la cultura.
Se evidencia un proceso mediante el cual el espectador puede llegar a identificarse con algún personaje de la ficción.
Cobran fuerza las imágenes y los sonidos articulados, hábilmente, con el propósito de producir un determinado relato. El lenguaje en la expresión cinematográfica, obviamente, es puesto al servicio de la narración. Y, la imagen explícita.
Otro aspecto a considerar es el de la estética y su relación con la idea del límite.
Lo inesperado y lo pornográfico. En lo que hace al sexo y la violencia, la autora sostiene que, cuando pueden exhibirse explícitamente, es que ya no interpelan catárticamente.
Siguiendo atentamente el hilo conductor de este trabajo, en principio se impone admitir el alcance de la transformación de aquel receptor del siglo XX, que reconocemos ilustrado, al que cabe comparar con un público distinto, masivo. Un público que, en los tiempos que corren, estaría requiriendo, del arte, un alto nivel de intensidad en respuesta a una carencia de la realidad.
Hay una larga lista de temas que desfilan por este ensayo, es así que resulta prácticamente imposible lograr una reseña de presentación que le haga justicia. Por ello, me inclino a arriesgar aquí algunas pinceladas, con el único propósito de acompañar, modestamente, fragmentos que tomo prestados de Silvia Schwarzböck, atreviéndome a decir que, quienes se interesan en la materia, no deberían dejar de leer cada una de las 357 páginas de Los monstruos más fríos. Estética después del cine.
Título: Los monstruos más fríos
Autor: Silvia Schwarzböck
Editorial: Mar Dulce
368 páginas