En abril de 2009, nuestra colaboradora Roxana Artal entrevistó a la poseedora de una de las voces poéticas más personales del panorama nacional de las últimas décadas, Irene Gruss, quien por entonces estrenaba también sus andares por el mundo de la prosa.
En mi caso la relación con Irene se extiende a mi primera juventud, a algunos encuentros trasnochados junto a Alberto Muñoz y los hermanos Mileo, en los que Irene compartía, entre vinos, la lectura o el recitado de alguna de sus creaciones. Muchos años después me tocó trabajar junto a su hijo.
Ayer, con pesar recibimos la noticia de su fallecimiento.
Recuperamos las líneas que siguen en su memoria y recomendamos fervientemente la lectura de su obra.
Damián Blas Vives
“Conozco mi retórica / es un aullido / delicado”
“Antiars poética”, Irene Gruss
¿Qué cosas te ha enseñado la poesía a lo largo de los años?
—Creo que el poder convivir con el asombro; el hacerme sentir una persona viva, no alienada ni enajenada.
“De haber nacido / en otra generación / sería una apasionada. / ‘De no ser por el deseo –dijo el joven amante- / me quedaría aquí, mirando largamente / ese árbol.’ Yo aprobaba / con la cabeza y le pedí / que se fuera. A otro / le pedí que se quedara / pero es de mi generación, nos aburrimos / no supimos reírnos / ni de nosotros mismos. Ah, la pasión, / cosa de críos o / de viejos”.[1] ¿Cómo definirías a tu generación? ¿Qué cambio produjo en la poesía en nuestro país?
—A diferencia de lo que dice ese poema, mi generación, creo, fue una de las últimas en las que la pasión tuvo un lugar predominante. Pero esa pasión fue literalmente arrasada en la dictadura del ’76 y corroyéndose a lo largo de estos años. Si uno lee los primeros libros de los autores de “mi” generación, verá el contraste con los últimos publicados. Hay autores que aún persisten en esa pasión. Y creo que ése es el, no digo el cambio, aporte: una poesía en la que los coletazos de la poesía del ’60 y el vacío posterior se sienten y se dicen de un modo visceral.
El epígrafe de tu poema “Fue una fiesta”, de Ezra Pound dice: “Es difícil escribir un paraíso / cuando todas las indicaciones / superficiales hacen pensar que debe escribirse el Apocalipsis”; tu poema “Mientras tanto” comienza: “Yo estuve lavando ropa / mientras mucha gente / desapareció / no porque sí / se escondió /sufrió / hubo golpes”. Es interesante cómo en tu lírica poética abordás efectivamente el horror colectivo desde la cotidianeidad personal, ¿cómo se relaciona la tragedia colectiva con el dolor propio?
—No puedo generalizar desde mi experiencia porque cada uno se relaciona de una manera particular, según el lugar que haya tenido dentro de la historia del país o del mundo.
En tu poética, la palabra se vuelve espacio: “Estoy lejos de la palabra”, actúa: “las palabras / cambian las cosas…”[2], y es también ficción: “Creo en lo que dicen las palabras, / no en lo que son. Por eso / me miento a mí misma”[3]. ¿Cuál es, a tu criterio, el efecto que la palabra produce sobre el mundo?
—A como vamos, siento que la palabra es cada vez menos efectiva. Aun así, El Quijote, por dar un ejemplo nomás, no se escribió para producir “algo”. Salvo, y nada menos, conmoción, reflexión, al que lo lee.
Los primeros versos de tu poema “La calma” dicen: “No se puede o no es posible, ya no me acuerdo cómo / lo dijo Ortiz, vivir en permanente estado de / grieta. Pasar de la euforia a la grieta / es adolescente, no maduro / algo así decía”. Poetizar desde la euforia, desde la grieta, desde la calma… ¿Desde qué lugares escribís? ¿Cuáles son las diferencias, o qué propone cada uno de esos mapas?
—Bueno, no sé qué es poetizar. Escribo, y escribo según como esté inspirada ese día o como haya elaborado mentalmente lo que iba a escribir. Yo puedo escribir desde todas esas zonas, pero soy consciente de que lo que salga va a ser, tarde o temprano, mal o bien, un objeto estético. Porque si no, como dijo Ortiz sería “adolescente, no maduro”, o bien un diario íntimo o una carta, ¿no?
La mitad de la verdad, El mundo incompleto (“si no se completa el mundo?”)… tu poética disemina fragmentos que se señalan, partes, mitades que se buscan y se pierden como si no se necesitasen y sin embargo: “escribo que el mundo / es incompleto, que no basta, / aunque aquí / esté todo lo que hay.” ¿Es posible alcanzar la unidad?
—Antes que nada, me gustaría decirte que esos “fragmentos”, como vos los llamás, son más bien un juego de contraste. Yo opongo distintas cosas para ver precisamente eso, no mitades ni partes sino el contraste que hay o que yo veo en las cosas. El famoso punto de vista del vaso medio lleno o medio vacío, el del cristal con que se mira, en fin, creo que hablo, intento hablar de eso. Y la unidad está en la dialéctica, en ver que hay una cosa y otra al mismo tiempo.
¿Cómo es el camino hacia la propia voz?
—No tengo la menor idea. Salvo el aprender a ser un poco más consciente del proceso creativo… El darse cuenta de que esto lo escribo yo y suena a lo que escribo yo. El saber escuchar la voz de otro y notar la diferencia: “ése escribe distinto, y es único”, algo así.
“la mujer / deje de tener pérdida ese chorro sufriente”. ¿Cuál es la eterna pérdida de la mujer, esa que en “Larga distancia” es “… como una dulce perra / a la espera siempre?
—Ese poema es muy tramposo; tiene ironía; habla con ironía y quizá con cierta piedad sobre la mujer que se queda esperando. En cierto modo, la descalifica. La palabra perra connota de una manera ambigua. Es una especie de puesta de posición frente a la autocompasión. Ese estereotipo.
Algunos de los versos de “La absurda” dicen: “Yo lo persigo porque soy también infiel / y me enamoro dolorosamente de / los que van a morirse. / Todo esto me hace muy mal, / sus brazos / y la herida del amor / como una ventana rota. Todo esto va a terminar por matarme.” ¿Cuál es la herida del amor, esa que a todos nos atraviesa?
—De verdad, no sé contestar esa pregunta. Supuestamente, el amor no lastima. Y ese poema habla de desamor o más bien de amor no correspondido. Ahora que lo veo, parece un bolerazo, ¿no?
Tu poema “La rose malade” es un retrato de la relación entre belleza y muerte. “Una rosa abre sus brazos (…) y el horror de su belleza es la muerte”. ¿En qué términos definirías esa relación?
—Quizás en los mismos términos de Thomas Mann en Muerte en Venecia y en Doctor Faustus, pero sin tanta idealización. Yo no sé si la muerte es bella o fea porque no morí. Si veo morir a una persona o una flor, tengo diferentes o múltiples maneras de sentir eso. Uno se enamora estéticamente de la idea que se hace sobre ciertas cosas, y eso es un peligro. Si una persona es asesinada, en la guerra o en la dictadura, o porque chocó con el auto, o agoniza en su cama o se deteriora por la vejez o la enfermedad, la cosa cambia. Y por otro lado, Goya, Bacon, Durero, Trackl, Auden hacen cosas muy bellas a partir de la muerte.
“¿Puede tener belleza un pájaro pesado? / ¿El pavo, si no es real, puede tener belleza? / Así y todo no hay por qué pensar en / pájaros que se elevan, ni en pavos / para saber lo verdadero.” Y respecto a la hermandad entre belleza y verdad, ¿qué pensás?
—Lo mismo que Emily Dickinson. Son parientes que se hablan de un cuarto al otro en la noche.
“… una mujer / frente al mar / mece su soledad como una dueña / y no se estremece” O: “no creas / más que en / lo apacible y / bueno / de estar sola, / todo quieto y / sola” En tus textos aparece a veces la soledad enmarcada como en un gran mar calmo. ¿Cómo es tu experiencia de la soledad?
—Ahora, en este momento, creo que mi estar sola es como haber logrado algo bueno. Como el tener hijos. Hice algo bien; este estar tranquila y contenta es bueno. Por momentos extraño hablar, compartir, un abrazo. Entonces llamo y contesto llamadas.
[1] “El árbol”.
[2] “La tercera dimensión”
[3] “La ficción”