“Vos ibas a ser mi libro absoluto. Tenías que ser este, mi libro imposible. Vos, que fuiste el cuerpo que sostuvo mi vuelo (tenías la luna en Piscis. Venías al mundo para volar así, sobre mi cielo)”.
El eco de la madre muerta. La pérdida. Lo que se arrastra y lo que se empuja cuando la muerte avanza y la vida retrocede. Penoso recorrido el que, en principio, culmina con la muerte materna.
“La veré morir. Pero antes, la vi enloquecer…”
Evocación, nostalgia, melancolía, tristeza. Depresión, vacío, abismo. Orfandad.
“No encuentro dónde anclar, el corazón a la deriva”.
“…su ausencia deshabita el mundo.”
El discurso de la debilidad a la par del recuerdo de las cosas más o menos simples de la infancia. Entonces, el entendimiento. El duelo. Consuelo y salvación, desde el retrato. Y desde el sufrimiento.
Esta hija, en estado de fragilidad, deja que afloren todos los instintos naturales que anidan entre los sentimientos más íntimos, y saca fuerzas del carisma que alcanza su escritura, suscitando un ritual propicio para controlar, vencer y expulsar, de sí misma, la impotencia que agiganta las penas. Además, vuelve a encontrarse con Diario de un duelo, aquel libro de Roland Barthes, que quedó ya leído, en su biblioteca. Ahora el francés se hace presente, e interactúa con ella, mediante el rescate de aquel Journal de deuil, desde donde compartió el dolor que lo atravesó cuando murió su madre.
Liria recién ahora comprende la intensidad de ese sentimiento ajeno, al padecerlo en alma propia.
El eco del eco de una voz. Murmullos, susurros. Palabra de silencio. La palabra de la madre.
Sangra en mí, de Liria Evangelista, transita una suerte de calvario en proximidad, que atraviesa lugares sombríos y otros luminosos, lográndose así un contraste esclarecedor de las coordenadas que permiten comprender el laberinto vincular forjado entre su madre y ella.
“Tengo guardada una serie de fotos de mi madre tomadas a lo largo de su vida,
desde su adolescencia a su vejez. En todas ella parece viajar con la mirada.
El deseo de estar en otra parte”.
Esta breve reseña comienza con una frase que llega al cielo, y cierra así:
“(… En Buenos Aires el cielo está tan gris como casi cuarenta años antes. El mismo cielo)”.
(2016 – 1976)
Quisiera iniciar esta entrevista poniendo el foco en una frase que, me parece, ilumina el alma de la obra: “Vos ibas a ser mi libro absoluto. Tenías que ser este, mi libro imposible. Vos, que fuiste el cuerpo que sostuvo mi vuelo (tenías la luna en Piscis. Venías al mundo para volar así, sobre mi cielo)”. Hay poesía en estas palabras que componen una idea fuerza. Te pido que nos hables de ello, y del impulso, del deseo, y la necesidad de parir Sangra en mí. Hablanos, entonces, de aquel estado de fragilidad y del consecuente proceso de escritura.
El proceso de vejez profunda de mi madre me enloqueció. Nuestro vínculo había sido siempre de una complejidad y una profundidad enormes. Habíamos tenido enfrentamientos salvajes que devinieron en mi adultez en un nudo de solidaridad y amor entre dos mujeres que, además, eran madre e hija. Su paulatino deterioro me enfrentó a la posibilidad de su muerte, y generó un obsesivo deseo de atesorar su imagen y su palabra. La filmé y la grabé sin que ella lo supiera durante tres años, hasta su muerte. Mi madre, como digo en el libro, es decir, su presencia, su voz, eran la sintaxis de mi universo. Un cierto orden que me permitía el vuelo, el impulso para sostener mi autonomía y mi deseo. Tenía la intuición –que luego fue certeza y finalmente realidad—de que su muerte no sólo iba a deshacer mi mundo, sino que ella se llevaría consigo un modo de vivir, de amar, de cantar, de mirar el mundo que respondía a una Argentina que ya no existe.
Mientras ella vivía, me limité a ir transcribiendo su voz, y a escribir pequeños fragmentos en los que mi terror se hacía palabra. Así es como después de su muerte encontré un pequeño texto (que es parte del libro) en el que –en un gesto contra fóbico, podría decirse—le había escrito diferentes formas para su muerte. Me anticipé como forma de conjuro. Y una de las formas que le escribí fue exactamente el modo en que su muerte se produjo. Cuando estuvo internada, pocos días antes del final, yo le hablaba al celular, grababa mi palabra frente a la imposibilidad emocional de escribir. El libro, entonces, comenzó a escribirse mucho antes. Y cuando la muerte de mi madre aconteció, de algún modo contemplé a mirar mi propio duelo. La escritura de Sangra en Mí fue un proceso: conjuro, meditación, reflexión, desesperación. Una puesta en lenguaje de todas esas emociones.
¿Qué nos podés decir acerca de esos sentimientos que a veces mutan durante el largo proceso de decadencia, que se corresponde con el avance de la enfermedad que atacó a tu madre?
Estupor, incredulidad, horror, piedad, ternura. Nada fue sencillo, todo intenso. El cuerpo de mi madre, que siempre había significado para mí un encantamiento, se transformó en eso insoportable, como si mi mirada fuera capaz de crearlo en una dimensión de hiperrealidad: las várices, las arrugas, la decrepitud, la necesidad de asistirla, se transformaron en experiencias aterradoras.
También vemos que el libro expresa sensaciones tales como la de vacío, la de una suerte de abismo y, obviamente, todo ello resulta a consecuencia de una certeza: la ausencia definitiva. ¿Me pregunto, en qué medida el sentimiento de orfandad se disipa desde Sangra en mí?
El sentimiento de orfandad no se disipa. Quizás se posterga en la escritura, a fuerza de indagarlo y de hacerlo palabra, representación. Pero ahí está. Mirándome, interpelándome. Presumo que acompañándome en los años que restan.
¿Qué arrastró y qué empujó, en lo que a vos respecta, la muerte de tu madre?
Es extraño, pero ya lo decía Barthes. Una suerte de liberación, de infinitud de tiempo que emocional y materialmente le había estado dedicado, estaba de pronto a mi disposición. La posibilidad del empleo de ese tiempo me seduce permanentemente, me empuja casi con vértigo, y a la vez –pero creo que esto también me acompañará mientras viva—no dejará de revelar su ausencia. Comos i estuviera parada en un oximoron. Impuso, además, la conciencia aguda de mi propia finitud, de mi vejez, de mi decrepitud y con esta conciencia un deseo imperioso de intimidad conmigo misma y con mis afectos, con mis lecturas y mi escritura. La necesidad de habitar mi propia vida.
Hablanos, por favor, de la presencia del tango en la estructura del libro.
Mi madre cantaba, tenía una preciosa voz. Amaba a Libertad Lamarque y la imitaba maravillosamente. El tango era su vida. No era sólo un género musical sino el modo en que su palabra daba cuenta del universo que ella habitaba, de su sensibilidad, de su mirada sobre las cosas. A mi madre le debo la experiencia del tango, su modulación, su poética. Era la cadencia natural para tramar el texto, no hubo otra.
“La veré morir. Pero antes, la vi enloquecer…” ¿Qué te dolió más? Y, ¿qué genera más temor?
Su muerte no me causó temor. Me enfrenté a ella con los ojos absolutamente abiertos. Morir fue, en cierto sentido, su decisión. Sin embargo se iba a morir sin mi permiso. Me pidió, en la cama de la guardia del Hospital Lanari, que la dejara morir. “Vos que sos mi hijita dejame morir”. Y yo la dejé, le acompañé la muerte, le canté los tangos que le gustaban, la acaricié, la acuné hasta el final. No me dio miedo. Todo lo contrario, fue una de las experiencias más complejas, profundas y bellas de mi vida. Mi madre decidió morir –creemos que deliberadamente, dado que se sumió en un sueño dulce que la llevó hasta su final—para liberarnos del horror de su vejez, para evitar la carga enorme y dolorosa de su enfermedad. Su muerte fue un gesto de suprema generosidad.
Contanos algo de vos, de tu vida, en 1976 (una fecha que aparece entre las páginas del libro).
Dos eventos absolutos ese año: la dictadura y tres meses después, la separación –atroz, violenta—de mis padres después de 30 años de casados. Lo anterior al 76 no deja de ser en mi imaginario un espacio luminoso, una edad de oro en la que el dolor y la pérdida eran impensables. Lo histórico y lo personal se anudan y la cicatriz en la que ambos se entrelazan no reconoce bordes definidos.
¿Cerramos la entrevista, como corresponde, desde el Epílogo, en este caso, con Gloria…?
Gloria Peirano es una enorme escritora y es una inmensa y antigua amiga. Yo admiro la delicadeza de su escritura y su oído absoluto y generoso. Esos son los lazos que hacen mi vida. NO hay mucho más para decir, quisiera que esto se leyera en toda su amorosa intensidad.