Hay palabras que encierran una significativa ambigüedad. Una de estas palabras es la palabra imaginación, tan consustanciada no solo con la novela sino con toda expresión artística; otra, la palabra utopía. En ambos casos, lo notable es que esta ambigüedad conduce a significados francamente antagónicos: el laudatorio y el peyorativo.
Esto es curioso pero no casual, porque como señalaba Borges, cada idioma es un modo de sentir el universo, de manera que si en una lengua falta una palabra –explica el propio Borges- es porque falta un concepto. Lo mismo podemos observar con relación al fenómeno de las acepciones antagónicas, vale decir que si eso ocurre es, sencillamente, porque estamos frente a una mirada dual – y a menudo escindida- de la realidad.
Respecto a la palabra imaginación, el Diccionario de la Real Academia Española dice que significa facultad del alma, que representa las imágenes de las cosas reales o ideales, pero también: Aprensión falsa de una cosa que no hay en realidad o no tiene fundamento. Adviértase la diferencia: en el primer caso estamos hablando de una suerte de cualidad o atributo del espíritu; en el segundo, de una grosera distorsión. El diccionario Planeta, por ejemplo, habla de facultad de inventar, crear o concebir, respecto de la acepción, digamos laudatoria, de la palabra, y de idea falsa, ilusión o sospecha sin fundamento real, respecto de la acepción, llamémosle peyorativa, de la misma. A propósito de esta segunda acepción, por desgracia la más difundida, y cuyos alcances descalificadores son manifiestos, Roger Cook, autor del curioso libro El árbol de la vida (que refiere la estructura triple del cosmos, representada en numerosas civilizaciones y culturas, que a menudo nada tuvieron que ver entre sí, a través de un árbol que penetra en tres zonas: el cielo, la tierra y el infierno o submundo) dice: …debido a los prejuicios científicos de nuestra educación tendemos a asociar lo imaginario con lo ilusorio e irreal. Y explica: Estos prejuicios tienen su origen en la Ilustración del siglo XVIII y su culto a la razón. Desde entonces, el enfoque racionalista de la educación moderna obliga a dar crédito únicamente a los dos campos de experiencias en los que se basan las ciencias naturales: la razón y la percepción sensorial. A la luz de estos dos elementos ha ido desvaneciéndose el campo intermedio de la imaginación, que al no ser reconocido como modo válido y universal de percepción y cognición, se convirtió, sobre todo en las postrimerías del siglo XIX, en prerrogativa exclusiva de una minoría de estetas y amantes del arte. Uno de los cuales fue, sin lugar a dudas, el famoso poeta William Blake, quien defendió, con su propia obra, la convicción de que la imaginación no era vaga, irreal ni solamente subjetiva (es decir una suma de caprichosos disparates) sino que pertenece a un modo concreto de ser con una estructura coherente. La imaginación no es un estado –sostenía-: es la existencia misma. Gastón Bachelar, por su lado, observaba que la imaginación era un árbol, pues poseía, como este, virtudes integradoras: Es raíces y brotes. Vive entre la tierra y el cielo. Vive en la tierra y el viento. El árbol imaginado se convierte imperceptiblemente en el árbol cosmológico, epítome de un universo que crea un universo.
Para Sábato, la fractura provocada por el culto a la razón y el desprecio de ese “campo intermedio” e integrador de la imaginación, se remontan al Renacimiento, donde el hombre abandona el pulso de la eternidad, o sea la armonía con el universo, a cambio de las urgencias del progreso, y donde el ser humano tropezará, de ahora en más, con el silencio del Dios medieval y con la total ausencia de su nuevo Dios, La Ciencia, porque este nuevo Dios, además, le habrá de deparar, entre otras cosas, los campos de concentración y exterminio, los armamentos nucleares y la contaminación ambiental o, sencillamente, la soledad frente a lo que Sábato denomina una imponente y terrible torre del conocimiento y del poder.
Frente a esa fractura, el propio Sábato sostiene, en concordancia con lo expresado por Cook, que el conocimiento de amplios espacios de la realidad está reservado al arte y solamente a él. Y esto sucede, a mi juicio, porque el arte es un modo de indagar la realidad que va más allá del pensamiento discursivo, informado solamente por la razón. A propósito de ello, el poeta argentino Miguel Espejo publicó en La Nueva Estafeta de Madrid, a principio de los años ochenta, un estupendo ensayo titulado El conocimiento poético. En él, Espejo propone la idea de que el arte es una forma particular de conocimiento, un verdadero método basado en intuiciones, que sin eludir los datos suministrados por la razón, no acaban en ella. En asociación con el mito de Orfeo, Espejo dice que la tarea del arte es la misma que aquella consentida por los dioses a este personaje mitológico cuando le permiten ingresar a los infiernos en busca de su esposa, Eurídice. Recordemos la historia de Orfeo: este era un músico y poeta, cuya mujer, la ninfa Eurídice, es arrebatada por la muerte; desesperado, Orfeo baja al reino de Hades a buscarla y los dioses le permiten su rescate con una condición: que Orfeo no vuelva el rostro para asegurarse de que Eurídice lo sigue. Orfeo no resiste y gira su cabeza, perdiendo a su amada para siempre. La diferencia, en opinión de Espejo, radicaría en que el arte (o mejor, el artista) no puede volver el rostro, procurando constatar si Eurídice lo sigue, para así perderla. En palabras de Espejo: El arte es una búsqueda sin Eurídice, es un descenso sin consuelo hacia la oscuridad, expresiones que conllevan un sentimiento trágico respecto a la actividad creadora, un sentimiento de fatalidad y de condena. Sentimiento del que participa el ya mencionado Sábato, que numerosas veces (en sus novelas, ensayos y entrevistas) dijo que el artista crea porque este mundo le resulta insuficiente y groseramente imperfecto, o peor todavía, porque choca y aún repugna al hombre sensible. Lo que nos conduce a constatar que para Sábato, el artista es una suerte de héroe que sueña despierto los sueños y pesadillas de los demás y que, por otra parte, padece el martirio de estar condenado a revelar esas pesadillas, esas visiones a las que atribuye una función catártica dentro de la sociedad. Esta idea del descenso sin consuelo del que habla Espejo y esa condena a ver el infierno y a dar cuenta del mismo, de la que habla Sábato (uno de cuyos ejemplos más gráficos quizá sea Informe sobre ciegos), parece ser compartida en alguna medida por otro de los grandes escritores de nuestra literatura: Leopoldo Marechal.
Leopoldo Marechal también habla de un descenso, pero tal vez la diferencia sea que, en opinión del Adán Buenosayres (el personaje de la novela homónima), este descenso o caída presupone una especie de ascenso previo. Así, Marechal, a través de Adán, observa que hay distintos tiempos en el proceso creador. Un primer momento es el de la inspiración: un estado de plenitud en el que resuenan a la vez todas las músicas posibles. Por cierto, se trata del caos, de la concentración y el sueño de todas las cosas que todavía no quieren manifestarse. En un segundo momento, se pasa de esta plenitud a la primera caída: la necesidad, inevitable, de manifestar aquel inefable caos de música. Esto exige la elección de una forma y esta elección, a su vez, impone la exclusión de las demás, con lo que se desciende de lo infinito a lo finito, de la inmovilidad al suceder. Pero esta caída no es la única; a ella le sobreviene una segunda: la de la creación ad extra o salida al exterior a través del idioma, lo que impondrá nuevos límites. Este descenso no parece tener los mismos alcances del que hablaban Espejo y Sábato; sin embargo, un poco antes, Adán había afirmado que el poeta es un imitador de Dios, porque trabaja con números ontológicos y porque opera a la manera del Verbo: crea nombrando. Pero ese privilegio de imitar a Dios es poseído por el poeta –como dice Adán- únicamente en el orden de la creación y no en el de la redención. En este último, solamente el santo es su imitador perfecto. Aquí cabe observar que estas consideraciones de Marechal no eran meras disquisiciones teóricas; Marechal hablaba por experiencia. En el prólogo del Adán, Marechal manifiesta haberse sentido llamado a seguir el difícil camino de los perfectos (o sea el de la santidad) hasta que se advirtió un artista, con todo lo que ello implica: sus posibilidades y sus limitaciones. Y el artista, a diferencia del santo, y siguiendo el curso de ideas de Marechal, asomó a un estado de plenitud en el que no supo o no pudo mantenerse; la caída, obviamente, puede producir consternación, dolor, desesperación aún. Pero en cualquier caso, el artista se internó en un territorio sin leyes ni fronteras. Creo que ese territorio no refleja, necesariamente, un descenso sino que también puede indicar lo contrario, como entendía Marechal.
De este modo, recapitulando y sin ningún propósito de obtener una definición esquemática, quizá podamos hablar de que el arte es un descenso tenaz (no necesariamente sin consuelo, como dice Espejo) hacia la oscuridad y un ascenso imperfecto hacia la luz.
La convicción de que el arte es el único medio de restituirnos esa porción negada de la realidad, ese territorio inabordable a través de la razón pura, se encuentra no solo en los escritores mencionados sino en todos los picos más altos de nuestra literatura y, hasta podría decirse, le da una impronta particular, inconfundible, a esa literatura.
En relación a la palabra utopía, ya dijimos que presenta la misma ambigüedad interpretativa que la palabra imaginación. Recordemos, por ejemplo, la descalificación que Carlos Marx hacía de los proyectos socialistas que lo precedieron, a los que calificaba desdeñosamente de utópicos. Y es que la complejidad en el tratamiento de lo utópico deriva de la complejidad que ofrece el tratamiento de todo lo concerniente a la esperanza del hombre. Por una necesidad de síntesis, voy a tomar prestados algunos conceptos que vertí en un trabajo publicado por Corregidor en 2005. Allí expresaba que las vinculaciones de lo utópico con la filosofía son congénitas: de algún modo el método nace en La República y Las Leyes, de Platón; su vínculo con el mito es polémico: para Sorel es de naturaleza opuesta, para Bastide idéntica; sus nexos con las disciplinas sociales son obvias: las utopías (aún las pesimistas) contrastan la realidad social con un deber ser; Su parentesco con la religión no es menos obvio: pensemos en los paraísos y los infiernos; su relación con las ideologías es ambigua y multifacética: las utopías tradicionales propugnan el anarquismo, como señala el español Victor García, o alguna modalidad de socialismo (para Karl Marx inconsistente; para Raymon Ruyer, en el polo opuesto, inevitablemente uniformante y dirigista) y las utopías contemporáneas revisan y cuestionan profundamente las ideologías; sus vinculaciones con la literatura, por último, no dejan lugar a dudas: en un sentido muy amplio, quizá toda obra de arte sea una utopía, en tanto el artista la gestará conforme a Su visión del universo y, en un sentido más restringido, la literatura “utopista” ocupa un vasto espacio en la historia de la literatura, que en el siglo XX se ensanchó notablemente, según demuestra el argentino Pablo Capanna, con la ciencia-ficción.
Me voy a quedar con dos de estas ideas: la de que las utopías contemporáneas revisan y cuestionan profundamente las ideologías, y la de que, en un sentido muy amplio, quizá toda obra de arte sea una utopía.
Pero, antes que nada, veamos qué quiere decir utopía. Se trata de una palabra inventada por Tomás Moro, que la refiere a una isla ideal llamada de este modo y que procede de dos vocablos griegos: au-no y topos, que como todos sabemos quiere decir lugar, por lo que sería algo así como lugar inexistente. Y, en su uso más generalizado, plan, proyecto o sistema armonioso y perfecto pero impracticable. Esta idea o acepción era válida para abarcar las obras anteriores a Herbert G. Wells, como la mencionada Utopía o Ciudad del Sol, de Campanella, pero en modo alguno para referirnos a las utopías contemporáneas, que lejos de edificarse con los deseos o ensueños de la sociedad se construyen con sus agudos terrores, esa especie de reverso de nuestro luminoso mundo de la razón y el progreso que nos golpea desde la acción devastadora de las guerras promovidas por el neocolonialismo, el hambre, la degradación ambiental, las persecuciones por causas raciales, religiosas o económicas, etc. Como dice Borges refiriéndose a Wells: (El) había observado que esa época, que es la nuestra, descreía de magias y talismanes, de la pompa retórica y de los énfasis. Ya entonces, como ahora, la imaginación aceptaba lo prodigioso, siempre que su raíz fuera científica, no sobrenatural. Y claro, a partir de allí, vemos que el deslumbramiento por la ciencia comienza a convivir con el horror ante sus poco previsibles y devastadores alcances. Lo vemos en el propio Wells (La isla del Dr. Moreau o La guerra de los mundos, por ejemplo) y más elocuentemente aún en las obras de Bradbury, Huxley, Orwell, o inclusive en Sábato, que no necesita de islas remotas ni del futuro para desarrollar esa suerte de utopía negra conformada por sus tres famosas novelas.
En estas ficciones, la idea del poder es central pero no única. Estamos, más bien, frente a una inversión global de los ensueños y pavores de nuestra civilización, algo así como instalarse en “otra realidad” para ver con más precisión nuestras miserias: una especie de “efecto boumerang”, donde los dardos arrojados se tuercen bruscamente y caen en nuestro territorio. De este modo apreciamos en Un mundo feliz, de Huxley, que aquello que nosotros deploramos es auspiciado en el futuro. Y al revés. Ejemplos: los juegos sexuales son fomentados en los niños; el amor es desacreditado y el sexo puro se enaltece; la maternidad es algo sórdido y abominable. La droga, pesadilla de la segunda mitad del siglo XX y lo que va de este, es uno de los resortes centrales con los que se articula la sociedad del futuro. Bradbury convierte al noble bombero actual en incendiario del futuro. Asimov, en sus Fundaciones, exaspera nuestros temores ubicándolos en planetas lejanos. Y de Orwell ni hablemos. Su “doblepensar”, de 1984, cada día está más presente y en definitiva no es otra cosa que la exageración del pensamiento cínico de nuestros contemporáneos, la recepción y el olvido, simultáneamente, de lo que conviene olvidar pero que, no obstante, será recordado en el momento mismo en que lo necesitemos (o mejor, en el que el poder lo necesite), la pérdida de toda convicción: creemos y descreemos a un tiempo; la adulteración de la Historia: esta será lo que el poder necesite que sea, aunque para ello se escamoteen o añadan datos. Las ideologías son removidas hasta sus raíces: se alcanza el fondo tenebroso en que se sustentan y, desde allí, se extraen los postulados del mundo descripto. Recordemos las célebres consignas de 1984:
La guerra es la paz
La libertad es la esclavitud
La ignorancia es la fuerza
¿No suena conocido y muy actual todo esto? La usurpadora boliviana Añes, que dio un sangriento golpe de estado, habla del “subversivo” Evo Morales y de su supuesto machismo, mientras desprecia a las mujeres “con pollera” y desata una verdadera cacería tipo Ku-klux-klan pero contra indigenas en lugar de negros; Macri (con casi cien causas en pleno desarrollo) basó su mandato en la supuesta regeneración de la justicia y en la lucha contra la corrupción; Bolsonaro (emparentado con las “milicias” paramilitares que asolaban las favelas) se baña pacíficamente en las aguas pentecostales, mientras promueve la discriminación y el terror. Uno puede preguntarse de dónde nacen tales lemas o sloganes: los de los “utopistas negros” y los de estos oscuros personajes de la vida política. Muy simple: del patio trasero de nuestra casa o de abajo de la alfombra, como prefiramos.
Los que mataron a Luther King y a otros pacifistas clamaron por la paz; los que pretenden tener la libertad como estandarte promueven feroces dictaduras; los que hablaban de cultura popular nos infectaron de panfletos; organismos como la ONU (para no hablar de la vergonzosa OEA), creados en teoría para defender la paz y la justicia tuvieron, tienen y seguramente tendrán oscuras y parciales intervenciones. El horror y el cinismo siempre acompañando nuestro “civilizado” mundo de Occidente. Pero no se trata de una perversidad casual sino rigurosamente planificada, al igual que en las ficciones a las que hice referencia. Pensemos en lo que se ha dado en llamar lawfare, ampliamente más abarcativo, pero que incluye como parte esencial de sus programas, las fake news, es decir noticias falsas con un contenido seudoperiodístico difundido a través de portales de noticias, prensa escrita, radio, televisión y redes sociales, cuyo propósito es la desinformación. Y que no es otra cosa (me refiero al lawfare) que la manipulación programada de voluntades con un fin determinado. ¿O vamos a creer que estos caricaturescos, pero peligrosísimos personajes como Bolsonaro o el Macho Camacho, ridículos émulos de Pete el Malo o del Bob Patiño, de Matt Groening (quien dicho sea de paso es también un creador visionario), la Añes biblia en ristre o el propio Macri con sus furcios, que parecen salidos de una historieta, surgen por generación espontánea? Por cierto que no: son producto de una minuciosa planificación. El término, cuya traducción más corriente es guerra jurídica o guerra judicial, es una expresión inglesa referida al uso abusivo de los procedimientos legales nacionales e internacionales, manteniendo una apariencia de legalidad. Permite, entre otras cosas, detener en forma irregular a los adversarios políticos, paralizar financieramente al rival y desprestigiarlo. Se relaciona y suele coincidir con el fenómeno del golpe blando: una forma de acceso indebido al poder político sin utilizar las fuerzas militares, manipulando las divisiones internas de las sociedades, las redes sociales y los medios de comunicación. Recientemente, se ha comenzado a usar el término en América Latina para referirse a esa acción política que combina la manipulación de las investigaciones y juicios penales, principalmente en causas de corrupción, la detención de personas, los servicios de inteligencia y el empleo de los medios para desprestigiar y debilitar opositores, y aún para provocar la caída de gobiernos democráticos, como fueron los casos de Lugo, Dilma Rousseff, Lula, Cristina Fernández, Rafael Correa, etc. Con Evo Morales, no resultó suficiente y se retornó a la bestialidad de los viejos métodos. Lo cual, por supuesto, nunca fue descartado, ni en las ficciones aludidas ni en las bases programáticas de las potencias dominantes actuales.
Dicho esto, se podría pensar en la supuesta “clarividencia” de los autores mencionados, en su capacidad anticipativa y visionaria y en su posesión de sentidos o facultades que no son de este mundo, pero no; aquí volvemos al problema del arte, o de la novela en particular, que en tanto género impuro puede combinar elementos de otros géneros para ampliar su escenario conceptual, y que como forma diferente del conocimiento nos permite la aventura de adentrarnos y explorar territorios desconocidos. Me explico: haciendo uso de la sensibilidad, la capacidad perceptiva, la memoria, la imaginación y, obviamente, el pensamiento, hay numerosos ejemplos de escritores que previeron el advenimiento de hechos futuros. Lo que indicaría, además, que estos novelistas estaban viendo, de algún modo, los comienzos de un proceso que la realidad perfeccionaría en el futuro. Sin embargo, no creo que esta haya sido la preocupación central del artista sino, en todo caso, creo que su interés era denunciar y hacer visibles las zonas más oscuras del universo en el que le tocó vivir. Y acaso eso solo ya justifique todo el arte de este mundo.